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– Muy bien, hermana Salina -me respondió, y yo me quedé de piedra al ver, por primera vez en mi vida, a Pierantonio con un gesto de respeto y comprensión en su gran cara de príncipe soberano. ¿Acaso la «pequeña Ottavia», de repente, era más importante que el Custodio? ¡Oh, Dios mío, eso sí que era una buena noticia! ¡Tenía poder sobre mi hermano!

– Bien, pues… En fin… -Monseñor Sambi no sabía como terminar con aquella insólita disputa familiar en el seno de una reunión tan notable-. Creo que todos los presentes debemos tomar nota de lo que, tanto el capitán Glauser-Róist como la hermana Salina, nos han dicho, y disponer que se inicie la búsqueda de ese portador de las llaves.

Hubo consenso general y el cónclave se disolvió amistosamente en una comida servida por la delegación en el lujoso comedor del edificio. Según me contaron, allí era donde, recientemente, había almorzado en varias ocasiones el Papa durante su viaje a Tierra Santa. No pude evitar una sonrisa irónica al pensar que nosotros llevábamos tres días sin duchamos y que debíamos oler bastante mal.

Cuando, tras la sobremesa, subimos a las habitaciones que nos habían asignado, descubrí que un par de monjas húngaras ya habían deshecho mi equipaje y dispuesto mis cosas en perfecto orden en el armario, el cuarto de baño y la mesa de trabajo. Pensé que no deberían haberse tomado tantas molestias porque, al día siguiente, probablemente de madrugada (o a cualquier otra hora intempestiva), estaríamos volando hacia Atenas con más magulladuras, heridas y escarificaciones en el cuerpo. Y, pensando precisamente en las escarificaciones, me dirigí al baño, me quité la ropa de cintura para arriba y despegué cuidadosamente los dos apósitos que cubrían la parte interior de mis antebrazos. Allí estaban las marcas, aún enrojecidas e inflamadas -la de Roma mucho menos que la de Rávena, hecha apenas unas horas antes-; dos bellas cruces que irían conmigo el resto de mi vida, me gustara o no. Ambas tenían unas líneas verdosas profundamente hundidas en la carne, como si hubieran inyectado allí algún extracto de plantas y hierbas. Decidí que no era buena idea sentir aprensión, así que, terminé de desvestirme, me di una buena ducha que me supo a gloria y, una vez seca, con lo que encontré en un armarito sanitario escondido tras la puerta, me hice las curas y me vendé los antebrazos. Afortunadamente, con las mangas largas aquel desaguisado no podía verse.

A media tarde, después de descansar apenas una hora, mi hermano Pierantonio nos propuso acercarnos hasta la ciudad vieja, la antigua Jerusalén, para hacer un breve recorrido turístico. El Nuncio manifestó una cierta preocupación por nuestra seguridad, ya que, apenas unos días antes habían tenido lugar, entre palestinos e israelíes, los enfrentamientos más duros desde el fin de la Intifada. Nosotros, como estábamos tan absortos en nuestros propios problemas, no nos habíamos enterado, pero, por lo visto, en dichos enfrentamientos había habido al menos una decena de muertos y más de cuatrocientos heridos. El gobierno de Israel se había visto obligado a entregar tres barrios de Jerusalén -Abu Dis, Azaria y Sauajra- a la Autoridad Palestina con la esperanza de reabrir una vía de negociación y terminar con la revuelta en los territorios autónomos. De manera que la situación era tensa y se temían nuevos atentados en la ciudad, por eso, y también por el cargo que ocupaba Pierantonio, el Nuncio nos instó a utilizar un discreto vehículo de la delegación para trasladarnos hasta la ciudad vieja. También nos proporcionó al mejor de los guías: el padre Murphy Clark, de la Escuela Bíblica de Jerusalén, un hombre grande y gordo como una barrica, con una preciosa barba blanca recortada, que era uno de los mejores especialistas del mundo en arqueología bíblica. Aparcamos el coche, también con cristales ahumados, en las proximidades del Muro de las Lamentaciones y, desde allí, andando, hicimos un viaje en el tiempo y retrocedimos dos mil años de historia.

Yo quería verlo todo y no tenía ojos suficientes para abarcar, de una vez, la inmensa belleza de aquellas callejuelas empedradas, con sus tiendas de camisetas y recuerdos, y su extraña población, vestida a la usanza de las tres culturas de la ciudad. Pero lo más emocionante fue recorrer la Vía Dolorosa, el camino seguido por Jesús en dirección al Golgota con la cruz a cuestas y la corona de espinas clavada en la frente. ¿Cómo se puede explicar emoción semejante? No hay palabras que lo describan. Pierantonio, que podía leer en mí como en un libro abierto, se rezagó y se puso a mi lado, dejando que el capitán, el padre Clark y Farag nos fuesen marcando el camino. Resultaba evidente que mi hermano no estaba pensando precisamente en rezar el Viacrucis conmigo. En realidad, su idea era sonsacarme el máximo de información acerca de la misión que estábamos realizando.

– Pero, vamos a ver, Pierantonio -protesté-, ¿es que no lo sabes todo ya? ¿Por qué no dejas de hacerme preguntas?

– ¡Porque no me cuentas nada! ¡Tengo que sacarte las cosas con sacacorchos!

– Pero ¿qué es lo que quieres sacarme, si puede saberse? ¡No hay nada más!

– Cuéntame lo de las pruebas.

Suspiré y miré al cielo en busca de ayuda.

– No son exactamente pruebas, Pierantonio. Estamos recorriendo una especie de Purgatorio que debe purificar nuestras almas para hacernos dignos de llegar hasta el Paraíso Terrenal staurofílax. Ese es nuestro único objetivo. Una vez que localicemos la Vera Cruz, llamaremos a la policía y ellos se encargarán del resto.

– Pero ¿y lo de Dante? ¡Dios mío, si parece increíble! ¡Cuéntamelo, anda!

Me detuve en seco, en mitad de una procesión de norteamericanos que rezaba las estaciones del Viacrucis, y me volví hacia él.

– Vamos a hacer un trato -le dije muy seria-. Tú me hablas sobre Glauser-Róist y yo te cuento la historia con todo detalle.

La cara de mi hermano se transformó. Juraría que vi un rayo de odio cruzando sus santos ojos. Negó con la cabeza.

– En Palermo me dijiste -insistí- que Glauser-Róist era el hombre más peligroso del Vaticano y, si la memoria no me falla, me preguntaste qué hacía yo trabajando con alguien al que temían cielo y tierra y que era la mano negra de la Iglesia.

Pierantonio se puso nuevamente en marcha, dejándome atrás.

– Si quieres que te cuente la historia de Dante Alighieri y los staurofílakes -le tenté cuando me puse a su lado-, tendrás que hablarme sobre Glauser-Róist. Recuerda que tú mismo me enseñaste cómo conseguir información, incluso por encima de la propia conciencia.

Mi hermano volvió a detenerse en mitad de la Vía Dolorosa.

– ¿Quieres saberlo todo sobre el capitán Kaspar Linus Glauser-Róist? -me preguntó desafiante, soltando chispas de ira-. ¡Pues lo vas a saber! Tu querido colega es el encargado de hacer desaparecer todos los trapos sucios de los miembros importantes de la Iglesia. Desde hace unos trece años, Glauser-Róist se dedica a destruir todo cuanto pueda empañar la imagen del Vaticano; y, cuando digo destruir, quiero decir destruir: amenaza, extorsiona, y no me extrañaría nada que incluso hubiera llegado a matar en cumplimiento de su deber. Nadie escapa a la larga mano de Glauser-Róist: periodistas, banqueros, cardenales, políticos, escritores… Si tienes algún secreto en tu vida, Ottavia, más vale que no lo sepa Glauser-Róist. Ten en cuenta que, algún día, podría usarlo en tu contra con absoluta sangre fría y sin sentir la menor lástima por ti.

– ¡No será para tanto! -le rebatí, pero no porque pusiera en duda sus afirmaciones, sino porque sabía que así le acicateaba para que continuase hablando.

– ¿Que no? -se indignó. Reanudamos el paseo porque el padre Clark, Farag y la Roca se habían adelantado mucho-. ¿Necesitas pruebas? ¿Recuerdas el «caso Marcinkus»?

Bueno, sí, algo sabía de todo aquello, aunque no mucho. Por costumbre, todo cuanto fuera contra la Iglesia quedaba más o menos alejado de mi vida y de la vida de todos los religiosos y religiosas. No es que no pudiéramos saber -que podíamos-, es que no queríamos; a priori, no nos gustaba escuchar este tipo de acusaciones y hacíamos oídos más o menos sordos a los escándalos anticlericales.

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