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– Supongo que ya habrá asimilado que su querida numerología dantesca viene directamente de Pitágoras, ¿no es cierto? -le dije al capitán con ironía.

La Roca me miró y yo diría que había reverencia en sus ojos de acero.

– ¿No comprende, doctora, que todo esto no hace sino aumentar mi convicción de que hemos perdido sabidurías muy hermosas y profundas a lo largo de la historia?

– Pitágoras estaba equivocado, capitán -le recordé-. Para empezar, la Luna no es un planeta, sino un satélite de la Tierra, y, desde luego, ningún astro emite notas musicales mientras sigue su órbita, que, por cierto, no es redonda, sino elíptica.

– ¿Está usted segura, doctora?

Farag nos escuchaba con gran atención.

– ¿Que si estoy segura, capitán? ¡Por Dios! ¿Es que no recuerda lo que le enseñaron en el colegio?

– De los múltiples caminos posibles -reflexionó-, la humanidad eligió, probablemente, el más triste de todos. ¿No le gustaría creer que existe música en el universo?

– Pues, si quiere que le diga la verdad, me da lo mismo.

– A mi no -declaró y, dándome la espalda, se dirigió silenciosamente hacia los martillos. ¿Cómo un tipo tan duro podía albergar una sensibilidad tan indulgente?

– Recuerda -me dijo en voz baja Farag- que el Romanticismo nació en Alemania.

– Y eso ¿a qué viene? -me incomodé.

– A que, a veces, la fama o la imagen exterior no se corresponde con la verdad. Ya te dije que Glauser-Róist era una buena persona.

– ¡Yo nunca he dicho que no lo fuera! -protesté.

Un espantoso martillazo retumbó en ese momento. El capitán había golpeado el yunque con todas sus fuerzas.

– ¡Tenemos que encontrar la Armonía de las Esferas! -gritó a pleno pulmón cuando el estruendo disminuyó-. ¿Qué hacen ahí perdiendo el tiempo?

– Creo que ninguno de nosotros tendrá la cabeza en su sitio cuando acabemos con esta historia -me lamenté, observando a la Roca.

– Espero que, al menos, tú sí, Basileia. La tuya es demasiado valiosa.

Al volverme, tropecé con el fondo sonriente de sus ojos azules. ¡Oh, Dios mío…! ¡Qué equivocado estaba Farag! Mi cabeza ya estaba perdida.

– ¡Por favor! -insistió el capitán-. ¿Podrían explicarme qué hizo Pitágoras con los malditos martillos?

Boswell se giró hacia él y sonrió.

– Se hizo traer un montón como el que tenemos allí -le relató- y estuvo probándolos sobre un yunque hasta que encontró los que hacían sonar algunas notas de la escala musical. Bueno, en realidad los griegos dividían las notas en tetracordios ya que las nuestras, Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si, tienen su origen en la primera sílaba de cada verso de un himno medieval dedicado a San Juan, pero es exactamente lo mismo.

– Yo conocía ese himno -dije-. Pero ahora mismo no me acuerdo.

– ¿Y qué más hizo Pitágoras después de encontrar esos martillos? -resopló el capitán.

– Encontró la relación numérica entre el peso de los que tenía y así pudo deducir el peso de los que le faltaban. Se los hizo confeccionar y los siete sonaron como recién afinados.

– Bien, y ¿cuál es esa relación numérica?

Farag y yo nos miramos y, luego, miramos al capitán.

– Ni idea -dije.

– Supongo que lo sabrán los matemáticos y los músicos -se justificó Farag-. Y nosotros no somos ni una cosa ni la otra.

– O sea, que hay que encontrarlos.

– Pues parece que sí. Sólo recuerdo una cosa, pero no estoy seguro de que sea cierta, y es que el martillo que hacía sonar el Do, pesaba exactamente el doble del que hacía sonar el Do de la octava siguiente.

– Es decir -continué yo-, que el Do más agudo lo producía el martillo que pesaba la mitad del que producía el Do más grave. Sí, eso también me suena a mí.

– Es una de esas curiosidades históricas que, por lo que tiene de anécdota, siempre se recuerda.

– Siempre se recuerda más o menos -objeté rápidamente-, porque, de no ser por la situación en la que estamos, yo no hubiera vuelto a desenterrarla de mi memoria jamás.

– Bueno, pero el caso es que llevamos tres días aquí dentro y que, si queremos ver de nuevo el mundo, tenemos que hacer uso de la Armonía de las Esferas.

Sólo de pensar que teníamos que hacer retumbar aquellos martillos una y otra vez hasta encontrar los siete que buscábamos, ya me ponía enferma. ¡Con lo que a mí me gustaba el silencio!

Propuse hacer montones distintos de martillos en función de su peso aproximado para empezar con una rápida clasificación, y esta tarea nos llevó más tiempo del que pensábamos porque, en la mayoría de los casos, entre un martillo de, por ejemplo, un kilo y otro de un kilo y doscientos cincuenta gramos o un kilo y medio, las diferencias eran inapreciables. Al menos disfrutábamos de una buena luz, porque el sol seguía ascendiendo hacia lo más alto, pero lo que no teníamos era ni comida ni agua, así que yo me estaba temiendo una hipoglucemia en cualquier momento.

Después de un par de horas, resultó que era más fácil hacer una larga fila de martillos (en realidad, una espiral, porque aquel recinto no daba para muchas alegrías), empezando por el más grande y terminando por el más pequeño, de modo que pudiéramos ir intercalando los que quedaban en función de su volumen. Finalmente lo conseguimos, pero, para entonces, ya estábamos sudando por el esfuerzo y tan sedientos como las arenas del desierto. A partir de aquí la tarea fue mucho más sencilla. Cogimos el martillo más grande y golpeamos suavemente el yunque; luego, elegimos el octavo martillo a partir del primero y también lo hicimos sonar. Como no estábamos muy seguros de que la nota fuera la misma, probamos también con el séptimo y con el noveno, pero con ello sólo conseguimos confundirnos más, así que, tras un largo debate y tras sopesar los martillos, decidimos que, en efecto, nos habíamos equivocado, y que había que intercambiar el octavo por el noveno. De este modo, tras realizar el ajuste en el catálogo, las notas sonaron mejor.

Lamentablemente, el martillo que se suponía que tenía que dar la nota Re, el segundo de la espiral, no sonaba a Re para nada (todo el mundo sabe cantar la escala musical y a ninguno de los tres nos pareció que el Do y el Re sonaran como en la musiquilla). Sin embargo, en la segunda octava, la del Do conseguido tras el intercambio, el segundo martillo sí sonaba como el Re de su correspondiente Do, así que algo íbamos avanzando, igual que el día, que pasaba de largo sin que nos diéramos cuenta. Pero tampoco la segunda escala diponia de un Mi, o eso nos pareció después de probarlos todos, así que tuvimos que localizar el tercer Do y encontrar su Re y su Mi, que, para variar, no estaba en su sitio, sino un par de lugares más abajo.

Aquello era una locura, no había forma de localizar una octava completa, bien porque la disposición de los martillos era incorrecta, bien porque, sencillamente, los martillos no estaban, así que entre la desesperación, los baquetazos sobre el yunque, el hambre y la sed, a mí me empezó uno de mis habituales dolores de cabeza que no hizo sino aumentar conforme pasaba el tiempo. Pero, por fin, a media tarde, creímos haber completado la escala. Desde luego, casi todas las notas sonaban bien, pero yo no estaba muy segura de que fueran correctas, es decir, que no parecían absolutamente exactas, como si faltaran o sobraran algunos gramos de hierro por alguna parte. No obstante, Farag y el capitán estaban persuadidos de que habíamos cumplido el objetivo.

– Bueno, y ¿por qué no pasa nada? -pregunté.

– ¿Qué es lo que tiene pasar? -me replicó Glauser-Róist.

– Pues que tenemos que salir de aquí, capitán, ¿recuerda?

– Pues nos sentaremos a esperar. Ya nos sacarán.

– ¿Por qué no puedo convencerles de que esa escala musical no es del todo correcta?

– Es correcta, Basileia. Eres tú la que te empeñas en lo contrario.

Enfurruñada por el dolor de cabeza y por su tozudez, me dejé caer en el suelo, apoyando la espalda contra el yunque, y me encerré en un silencio tormentoso que prefirieron ignorar. Pero los minutos iban pasando, y luego pasó media hora, y ellos empezaron a poner cara de circunstancias, planteándose si no tendría yo razón. Con los ojos cerrados y respirando acompasadamente, reflexionaba y me daba cuenta de que aquel rato de descanso nos estaba viniendo bien. Cuando llevas todo el día oyendo ruidos (ruidos que, encima, quieren ser notas musicales), llega un momento en que ya no oyes nada. De manera que, después de que el silencio nos hubiera limpiado a fondo los oídos, a lo mejor Farag y la Roca estarían más dispuestos a cambiar de opinión si volvían a escuchar su maravillosa escala musical.

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