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– Habrá que moverse -murmuró Farag, todavía adormilado-. Por cierto…, buenos días.

Hubiera querido volverme y mirarle, pero sujeté férreamente mi cabeza y resistí las tontas ganas de llorar que me acometieron. Estaba empezando a cansarme de mí misma.

Glauser-Róist se puso en pie e inició unos ejercicios físicos para desentumecer sus músculos. Yo no me moví.

– Podríamos pedir un buen desayuno al servicio de habitaciones.

– ¡Yo quiero un café exprés muy caliente con bizcocho de chocolate! -supliqué, juntando las palmas de las manos.

– ¿Y qué les parece si empezamos a trabajar? -nos cortó la Roca, con los brazos detrás de la nuca, intentando arrancarse la cabeza.

– ¡Como no quiera que forjemos alguna escultura con el hierro de los martillos! -me burlé.

El capitán se dirigió hacia ellos y se quedó plantado delante, sumamente concentrado. Después se agachó y en ese momento lo perdí de vista porque el yunque le ocultó. Farag se incorporó para seguirle con la mirada y terminó por levantarse y caminar hacia él.

– ¿Ha descubierto algo, Kaspar? -le preguntó. Entonces la Roca se puso en pie y volví a verle de medio cuerpo. Llevaba un martillo en la mano.

– Nada en especial. Son martillos vulgares -dijo, sopesando la herramienta-. Algunos están usados y otros no. Los hay grandes, pequeños y medianos. Pero no parecen tener nada extraordinario.

Farag se agachó y se levantó enseguida, llevando otro de esos mazos de hierro en la mano. Lo levantó en el aire, le dio volteretas, lo lanzó hacia arriba y lo recogió con habilidad.

– Nada extraordinario, en efecto -se lamentó y, al hacerlo, dio un paso hacia el yunque y lo golpeó. El sonido retumbó como una campanada inmensa en mitad del bosque. Nos quedamos helados, aunque no así los pájaros, que levantaron el vuelo en manadas desde las altas copas de los árboles y se alejaron chillando. Cuando, segundos después, el estruendo cesó, ninguno de los tres se atrevió a moverse, espantados todavía por lo sucedido, incrédulos, solidificados como estatuas.

– ¡Señor…! -balbucí, parpadeando nerviosamente y tragando saliva.

La Roca soltó una carcajada.

– ¡Menos mal que no era nada extraordinario, profesor! ¡Si llega a serlo…!

Pero Farag no se rió. Estaba serio e inexpresivo. Sin decir nada, giró sobre sí mismo, le arrebató el martillo de las manos al capitán y, antes de que pudiéramos impedírselo, golpeó de nuevo el yunque con todas sus fuerzas. Me llevé las manos a las orejas en cuanto le vi iniciar el inequívoco movimiento, pero no sirvió de mucho: el golpe del hierro contra el hierro se me clavó en el cerebro a través de los huesos del cráneo. Me puse en pie de un salto y me fui directa hacia él. Prefería mil veces tener una discusión que volver a sufrir aquello. ¿Y si le daba por utilizar todos los martillos?

– ¿Se puede saber qué estás haciendo? -le pregunté de malos modos, encarándome con él por encima del yunque. Pero no me contestó. Le vi retroceder hacia el montón de martillos, dispuesto a coger alguno más-. ¡Ni se te ocurra! -le grité-. ¿Es que te has vuelto loco?

Me miró como si me viera por primera vez en su vida y, dando rápido un rodeo al yunque, se plantó delante de mí y me sujetó por los brazos como si se hubiera vuelto loco.

– ¡Basileia, Basileia! -me llamó-. ¡Piensa, Basileia! ¡Pitágoras!

– ¿Pitágoras…?

– ¡Pitágoras, Pitágoras! ¿No es fantástico?

Mi cerebro rebobinó lo sucedido desde que habíamos descendido del helicóptero, al tiempo que, en segunda pista, repasaba velozmente todo lo que tenía almacenado sobre Pitágoras: laberinto de rectas, el famoso Teorema («el cuadrado de la hipotenusa de un triángulo rectángulo es igual a la suma de los cuadrados de los catetos», o algo así), los siete círculos planetarios, la Armonía de las Esferas, la Hermandad de los Staurofílakes, la secta secreta de los pitagóricos… ¡La «Armonía de las Esferas» y el yunque y los martillos! Sonreí.

– ¡Ya lo sabes, ¿eh?! -afirmó Farag, sonriendo también sin dejar de mirarme-. ¡Ya te has dado cuenta! ¿Verdad?

Asentí. Pitágoras de Samos, uno de los filósofos griegos más eminentes de la Antigüedad, nacido en el siglo VI antes de nuestra era, estableció una teoría según la cual los números eran el principio fundamental de todas las cosas y la única vía posible para esclarecer el enigma del universo. Fundó una especie de comunidad científico-religiosa en la que el estudio de las matemáticas era considerado como un camino de perfeccionamiento espiritual y puso todo su empeño en transmitir a sus alumnos el razonamiento deductivo. Su escuela tuvo numerosos seguidores y fue el origen de una cadena de sabios que se prolongó, a través de Platón y Virgilio (¡Virgilio!) hasta la Edad Media. De hecho, hoy día estaba considerado por los estudiosos como el padre de la numerología medieval, que tan al pie de la letra había seguido Dante Alighieri en la Divina Comedia. Y fue él, Pitágoras, quien estableció la famosa clasificación de las matemáticas que se prolongaría por más de dos mil años en el llamado Quadrivium de las Ciencias: Aritmética, Geometría, Astronomía y… Música. Si, música, porque Pitágoras vivía obsesionado por explicar matemáticamente la escala musical, que entonces era un gran misterio para los seres humanos. Estaba convencido de que los intervalos entre las notas de una octava podían ser representados mediante números y trabajó intensamente en este tema durante la mayor parte de su vida. Hasta que un día, según cuenta la leyenda…

– ¿Y si alguno de ustedes dos me lo explicara a mí? -refunfuñó Glauser-Róist.

Farag se volvió, igual que alguien que despierta de un trance, y miró a la Roca con cierta culpabilidad.

– Los pitagóricos -comenzó a explicarle- fueron los primeros en definir el cosmos como una serie de esferas perfectas que describían órbitas circulares. ¡La teoría de las nueve esferas y los siete planetas en la que se basa el laberinto por el que vinimos, capitán! Fue Pitágoras quien la expuso por primera vez… -se quedó pensativo un instante-. ¿Cómo no me di cuenta antes? Verá, Pitágoras sostenía que los siete planetas, al describir sus órbitas, emitían unos sonidos, las notas musicales, que creaban lo que él llamó la Armonía de las Esferas. Ese sonido, esa música armoniosa no podía ser escuchada por los humanos porque estábamos acostumbrados a ella desde nuestro nacimiento. Es decir, que cada uno de los siete planetas emitía una de las siete notas musicales, del Do al Si.

– ¿Y qué tiene eso que ver con los martillazos que usted ha dado?

– ¿Se lo cuentas tú, Ottavia?

Por alguna razón desconocida, yo sentía un nudo en la garganta. Miraba a Farag y sólo quería que siguiera hablando, así que rechacé su oferta con un gesto. La antigua Ottavia había muerto, me dije apesadumbrada. ¿Dónde había quedado mi afán de exhibición intelectual?

– Cierto día -siguió explicando Farag-, mientras Pitágoras paseaba por la calle, escuchó unos golpeteos rítmicos que le llamaron poderosamente la atención. El ruido procedía de una herrería cercana hasta la cual el sabio de Samos se aproximó, atraído por la musicalidad de los golpes de los martillos sobre el yunque. Estuvo allí bastante rato, observando cómo trabajaban los herreros y cómo utilizaban sus herramientas, y se dio cuenta de que el sonido variaba según el tamaño de los martillos.

– Es una leyenda muy conocida -dije yo, haciendo un esfuerzo sobrehumano por aparentar normalidad-, que, incluso, tiene visos de ser cierta, porque, después de aquello, efectivamente, Pitágoras descubrió la relación numérica entre las notas musicales, las mismas notas musicales que emitían los siete planetas al girar alrededor de la Tierra.

El sol apareció, brillante, por detrás de la muralla, iluminando con planos rectos aquel circulo terrestre del que estábamos intentando escapar. Glauser-Róist parecía impresionado.

– Y en esa Tierra -concluyó Farag, contento-, centro de la cosmología pitagórica, es donde ahora nos hallamos. De ahí los símbolos planetarios que encontramos en los círculos anteriores.

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