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Una fotografía de un tamaño más grande de lo normal descansaba entre el ordenador y una espléndida cruz de hierro sostenida por un pedestal de piedra. Como no podía verla, di la vuelta a la mesa y contemplé a la misma chica morena que había descubierto en el salón. Ya no me cabía ninguna duda de que debía tratarse de su novia -no se tienen tantas fotos de una amiga o de una hermana-. De manera que la Roca tenía una casa preciosa, una novia guapa, una familia linajuda, era amante de la música y amante de los libros, que abundaban no sólo en aquel despacho sino por todas las habitaciones. Hubiera esperado encontrar en alguna parte la típica colección de armas antiguas que todo militar que se precie tiene expuesta en su hogar, pero la Roca parecía no estar interesado por estos temas, ya que, aparte de los retratos de sus antepasados, aquella vivienda hubiera dicho de su dueño cualquier cosa menos que era oficial del ejército.

– ¿Qué haces aquí, Ottavia?

Di un brico mayúsculo y me giré hacia la puerta.

– ¡Dios mío, Farag, me has asustado!

– ¿Y si en lugar de ser yo, hubiera sido el capitán? ¿Qué hubiera pensado de ti, eh?

– No he tocado nada. Sólo estaba mirando.

– Si alguna vez voy a tu casa, recuérdame que mire tu habitación.

– No harás eso.

– Sal de aquí ahora mismo, anda -me dijo, invitándome a acompañarle fuera del despacho-. El doctor Arcuti tiene que examinarte el brazo. El capitán está bien. Parece que se encuentra bajo los efectos de algún somnífero muy potente. Tanto él como yo tenemos una preciosa crucecita en la parte interior del antebrazo derecho. ¡Ya verás, ya…! Las nuestras son de forma latina y están enmarcadas por un rectángulo vertical con una coronita de siete puntas en la parte de arriba. A lo mejor a ti te han hecho otro modelo.

– No creo… -murmuré. A decir verdad, ya no me acordaba del brazo. Había dejado de molestarme hacía mucho rato.

Entramos en la habitación de la Roca y le vi durmiendo profundamente sobre la cama, tan sucio como cuando salimos de la Cloaca Máxima. El doctor Arcuti me pidió que me levantara la manga del jersey. Tenía la parte interna del antebrazo un poco inflamada y enrojecida, pero no se veía la cruz porque, sobre ella, me habían colocado un apósito de bordes adhesivos. Para ser una secta milenaria, resultaban muy modernos a la hora de practicar sus escarificaciones tribales. Arcuti despegó la gasa cuidadosamente.

– Está bien -dijo mirando mi nueva marca corporal-. No hay infección y parece limpia, a pesar de esta coloración verdosa. Algún antiséptico vegetal, quizá. No podría decirlo. Es un trabajo muy profesional. ¿Sería mucho preguntar…?

– No, no pregunte, doctor Arcuti -repuse, mirándole-. Es una nueva moda llamada body art. El cantante David Bowie es uno de sus mayores valedores.

– ¿Y usted, hermana Salina…?

– Sí, doctor, yo también sigo la moda.

Arcuti sonrió.

– Supongo que no pueden contarme nada. Ya me ha dicho Su Eminencia, el cardenal Sodano, que no me extrañara de nada de lo que viera esta noche y que no preguntase. Creo que están realizando una importante misión para la Iglesia.

– Algo así… -musitó Farag.

– Bueno, pues, en ese caso -dijo colocándome un nuevo apósito sobre la cruz-, ya he terminado. Dejen dormir al capitán hasta que se despierte y ustedes también deberían descansar. No tienen muy buena cara… Hermana Salina, creo que sería buena idea que se viniera conmigo. Tengo el coche abajo y puedo dejarla en su comunidad.

El doctor Arcuti, como miembro numerario del Opus Dei -la organización religiosa con más poder dentro del Vaticano desde que fue elegido Juan Pablo II-, no veía con buenos ojos que yo pasara la noche en una casa en la que había dos hombres. Además, esos hombres, para mayor peligro, no eran sacerdotes sino seglares. Se decía que el Papa no hacía nada sin el beneplácito de la Obra (como la llamaban sus seguidores) e, incluso, los miembros más independientes y fuertes de la poderosa Curia Romana procuraban no oponerse abiertamente a las directrices político-religiosas marcadas por esta institución, cuyos miembros -como el doctor Arcuti o el portavoz del Vaticano, el español Joaquín Navarro Valls-, eran omnipresentes en todos los estamentos vaticanos.

Miré a Farag, desconcertada, sin saber qué responder al doctor. En aquella vivienda había habitaciones de sobra y no se me había ocurrido pensar que tendría que marcharme a dormir, con lo tarde que era y lo cansada que estaba, al piso de la Piazza delle Vaschette. Pero el doctor Arcuti insistió:

– Querrá usted quitarse toda esa suciedad y cambiarse de ropa, ¿no es cierto? ¡Ea, no lo piense más! ¿Cómo va usted a ducharse aquí? ¡No, hermana, no!

Me di cuenta de que hubiera sido absurdo oponer resistencia. Además, de negarme, al día siguiente, o esa misma noche, mi Orden habría recibido una severa reprimenda y no estaban las cosas para andarse con bromas. De manera que me despedí de Farag y, más muerta que viva de pura extenuación, abandoné la casa con el médico que, efectivamente, me dejó en la Piazza delle Vaschette con la agradable sonrisa en los labios de quien ha cumplido con su deber. Ferma, Margherita y Valeria, por supuesto, se llevaron un susto de muerte cuando me vieron entrar en esas condiciones. Sé que, efectivamente, me duché, pero no tengo ni idea de cómo llegué hasta la cama.

Fiel a su naturaleza suizo-germánica, el capitán Glauser-Róist se negó a guardar reposo ni un solo día y, pese a las insistencias de Farag y a las mías, a la tarde siguiente, con la cabeza vendada, se presentó en mi laboratorio del Hipogeo listo para seguir adelante y volver a jugarse la vida. Como si en aquella demencial historia hubiera algo más que la caza y captura de unos ladrones de reliquias, el capitán Glauser-Róist estaba consumido por la ofuscación de llegar cuanto antes hasta los staurofílakes y su Paraíso Terrenal. Quizá, para él, aquellas pruebas iniciáticas que simbolizaban la superación de los siete pecados capitales, significaban algo más que un reto personal, pero para mí sólo eran una provocación, un guante arrojado a mis pies que había decidido recoger.

Me desperté el jueves cerca del mediodía, bastante recuperada del terrible desgaste anímico y físico de la última semana. Supongo que también influyó el hecho de abrir los ojos y encontrarme en mi propia cama y en mi habitación, rodeada de mis cosas. Lo cierto es que las once o doce horas de sueño ininterrumpido me habían sentado maravillosamente y, pese a las magulladuras, ciertos calambres musculares en las piernas y mi nueva y curiosa marca corporal, me sentía en paz y relajada por primera vez en mucho tiempo, como si todo estuviera en orden a mi alrededor.

Pero esta agradable sensación duró apenas un momento, porque, desde la cama, tapada hasta las orejas, escuché sonar el timbre del teléfono y adiviné que aquella llamada era para mí. Sin embargo, ni siquiera cuando Valeria entró para despertarme, me cambió el buen humor. Estaba claro que no había nada como un sueño reparador.

Quien llamaba era Farag que, con una sorprendente voz alterada por la furia, me dijo que el capitán quería que nos reunieramos en el laboratorio después de comer. Fue entonces cuando insistí para que la Roca guardara cama al menos ese día, pero Boswell, más enfadado todavía, me gritó que ya lo había intentado por todos los medios posibles sin ningún éxito. Le supliqué que se calmara y que no se preocupara tanto por alguien que no se tomaba en serio su propia salud. Quise saber cómo se encontraba él y, más tranquilo y apaciguado, me respondió que se había despertado sólo un par de horas antes y que, aparte de la escarificación del brazo, que seguía verdosa pero menos inflamada, si no se tocaba el chichón de la cabeza, no le dolía nada. Había descansado y desayunado copiosamente.

De manera que quedamos en encontrarnos en el laboratorio a las cuatro de la tarde. Hasta entonces, yo comería con mis hermanas, rezaría un rato en la capilla y llamaría a mi casa para ver cómo estaban todos. Me parecía mentira que dispusiera de tres horas libres para reubicarme en el mundo.

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