Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– No recuerdo haber estado allí nunca -comentó la Roca.

– ¿Ha metido la mano alguna vez en la «Boca de la Verdad», capitán? -le pregunté-. Sí, ya sabe, esa efigie terrorífica cuya boca, según dice la leyenda, muerde los dedos de los mentirosos.

– ¡Ah, sí! Claro que he visitado la «Boca de la Verdad». Es un lugar imprescindible de Roma.

– Bueno, pues la «Boca de la Verdad» está situada en el pórtico de Santa María in Cosmedín. Gentes de todas partes del mundo descienden de los autocares que abarrotan la plaza de la iglesia, hacen cola en el pórtico, llegan a la efigie, meten la mano, se hacen la foto de rigor y se van. Nadie entra en el templo, nadie lo ve, nadie sabe que existe, y, sin embargo, es uno de los más hermosos de Roma.

– «El templo de María está bellamente adornado» -recitó Boswell.

– Pero bueno, doctora, ¿cómo sabe usted que se trata de esa iglesia? ¡Ya he dicho que hay cientos de iglesias hermosas en esta ciudad!

– No, capitán -repuse, deteniéndome ante él-, no es sólo porque sea hermosa, que lo es y mucho, ni porque fuera embellecida todavía más por los griegos bizantinos que llegaron a Roma en el siglo VIII huyendo de la querella iconoclasta. Es porque la frase de la inscripción de las catacumbas de Santa Lucía la señala directamente: «El templo de María está bellamente adornado», kalás kekósmetai… ¿No lo ve? Kekósmetai, Cosmedín.

– No lo puede ver, Ottavia -me reprendió Farag-. Yo se lo explicaré, capitán. Cosmedín deriva del griego kosmidion, que significa adornado, ornamentado, hermoso… Cosmético, por ejemplo, también deriva de esta palabra. Kekósmetai es el verbo en pasiva de nuestra frase. Si le quitamos la reduplicación ke con la que comienza, cuya única función es la de distinguir el perfecto de los demás tiempos verbales, nos queda kósmetai, que, como verá comparte la raíz con kosmidion y con Cosmedín.

– Santa María in Cosmedín es el lugar señalado por los staurofílakes -afirmé, totalmente convencida-. Sólo tenemos que ir allí y comprobarlo.

– Antes deberíamos repasar las notas sobre la primera cornisa del Purgatorio de Dante -señaló Farag, cogiendo mi ejemplar de la Divina Comedia que estaba sobre la mesa.

Empecé a quitarme la bata.

– Me parece muy bien pero, mientras tanto, yo haré algunas cosas urgentes.

– No hay nada más urgente, doctora. Esta misma tarde debemos ir a Santa María in Cosmedín.

– Ottavia, siempre te escapas cuando hay que leer a Dante.

Colgué la bata y me volví para mirarles.

– Si tengo que volver a arrastrarme por el suelo, bajar escalones polvorientos y recorrer catacumbas inexploradas, necesito una ropa más adecuada que la que uso para trabajar en el Vaticano.

– ¿Vas a comprarte ropa? -se sorprendió Boswell.

Abrí la puerta y salí al corredor.

– En realidad, sólo voy a comprarme unos pantalones.

Jamás hubiera ido a Santa María in Cosmedín sin leer antes el Canto X del Purgatorio de Dante, pero las tiendas cerraban a mediodía y no me quedaba mucho tiempo para comprar lo que necesitaba. Quería, además, llamar a casa para ver cómo se encontraba mi madre y el resto de mi familia y para eso necesitaba un poco de tranquilidad.

Cuando volví al Archivo, me dijeron que Farag y el capitán estaban comiendo en el restaurante de la Domus, así que pedí un bocadillo en la cafetería de personal y me encerré en el laboratorio para leer tranquilamente la crónica de las desgracias que íbamos a sufrir aquella tarde. No dejaba de rondarme la cabeza el truco de la tabla de multiplicar con el que había resuelto el enigma de la entrada. Todavía podía verme, con siete u ocho años, sentada en la cocina frente a los deberes del colegio, con Cesare a mí lado explicándome la trampa. ¿Cómo era posible que una simple treta de niños ascendiera a la categoría de prueba iniciática de una secta milenaria? Sólo podía encontrar dos explicaciones: la primera, que lo que siglos atrás se consideraba el summum de la ciencia ahora se había reducido al nivel de los estudios primarios, y la otra, inaudita y difícil de aceptar, que la sabiduría del pasado podía cruzar los siglos escondida tras ciertas costumbres populares, cuentos, juegos infantiles, leyendas, tradiciones e, incluso, libros aparentemente inocuos. Para descubrirla, sólo hacía falta cambiar la forma de mirar el mundo, me dije, aceptar que nuestros ojos y nuestros oídos son unos pobres receptores de la completa realidad que nos rodea, abrir nuestra mente y dejar de lado los prejuicios. Y ese era el sorprendente proceso que yo estaba empezando a sufrir, aunque no tenía ni idea de por qué.

Ya no leía el texto dantesco con la indiferencia de antes. Ahora sabía que aquellas palabras ocultaban un significado más profundo del que aparentaban. Dante Alighieri había estado también frente a la imagen del ángel guardián en las catacumbas de Siracusa y había tirado de aquellas mismas cadenas que yo había tenido en mis manos. Entre otras muchas cosas, eso me hacía sentir una cierta familiaridad con el gran autor florentino y me asombraba el hecho de que se hubiera atrevido a escribir el Purgatorio sabiendo como sabía que los staurofílakes jamás podrían perdonárselo. Quizá su ambición literaria era enorme, quizá necesitaba demostrar que era un nuevo Virgilio, recibir esa corona de laurel, premio de poetas, que ornaba todos sus retratos y que, según decía él, era lo único que de verdad codiciaba. En Dante existía el irresistible deseo de pasar a la posteridad como el escritor más grande de la historia y así lo manifestó en repetidas ocasiones, por eso debía resultarle muy penoso ver cómo iba pasando el tiempo, como iba cumpliendo años sin alcanzar sus sueños y, al igual que Fausto siglos después, probablemente consideró que podía vender su alma al diablo a cambio de la gloria. Cumplió sus sueños, aunque pagó el precio con su propia vida.

El Canto X daba comienzo cuando Dante y su maestro, Virgilio, cruzaban, por fin, el umbral del Purgatorio. Por el ruido de la puerta al cerrarse a sus espaldas -no podían mirar atrás-, adivinaron que ya no había camino de retorno. Se iniciaba así la purificación del florentino, su propio proceso de limpieza interior. Había visitado el infierno y había visto los castigos que se inflingían a los eternamente condenados en los nueve círculos. Ahora se le pedía que se purificara de sus propios pecados para poder acceder, totalmente renovado, al reino celestial donde le esperaba su amada Beatriz, quien, según Glauser-Róist, no era otra cosa que la representación de la Sabiduría y el Conocimiento Supremo.

Ascendimos por la hendidura de una roca,

que se movía de uno y de otro lado

como la ola que huye y se aleja.

«Aquí es preciso usar la destreza

– dijo mi guía- y que nos acerquemos

aquí y allá del lado que se aparta»

¡Dios mío, una roca en movimiento! El trozo de pan que estaba masticando se me volvió amargo en la boca. ¡Menos mal que había comprado aquellos preciosos pantalones de color gris perla! Estaba contenta porque me habían costado muy baratos y me sentaban muy bien. Oculta en el probador de la tienda, yo sola frente al espejo, descubrí que me daban un aspecto juvenil que no había tenido nunca. Deseé con toda mi alma que no existiera ninguna ridícula norma que me prohibiera llevar aquellos pantalones, pero, de haberla, la hubiera ignorado totalmente y sin remordimientos. A mí mente vino el recuerdo de la célebre hermana norteamericana Mary Dominic Ramacciotti, fundadora de la residencia romana Girís’ Village, que obtuvo un permiso especial del papa Pío XII para poder llevar abrigos de pieles, hacerse la permanente, usar cosméticos de Elizabeth Arden, frecuentar la ópera y vestir con exquisita elegancia. Yo no aspiraba a tanto; me conformaba con llevar unos simples pantalones -que, por cierto, no me había quitado al salir de la tienda.

47
{"b":"125401","o":1}