Otros habían muerto allí mismo.
– ¿Y sus restos? -pregunté en voz alta.
– No cabe duda de que en Siracusa hay staurofílakes -afirmó el capitán, horas después, reunidos todos, por primera vez desde la semana anterior, en mi laboratorio del Hipogeo.
– Llame al Arzobispado y pregunte por el sacristán de la iglesia -le propuso Farag.
– ¿El sacristán? -se extrañó la Roca.
– Si, yo también creo que tiene algo que ver con la hermandad -afirmé-. Es una intuición.
– Pero ¿para qué quieren que llame? Me van a decir que sólo es un buen hombre que lleva muchísimos años ayudando generosamente en Santa Lucía. Así que, si no tienen otra idea mejor, dejemos el tema.
– Sin embargo, estoy segura de que es él quien mantiene limpio el lugar de la prueba y quien elimina los restos mortales de los que no la superan. ¿No recuerda que las cadenas de oro y plata estaban relucientes…?
– Y, aunque así fuera, doctora -repuso con sarcasmo-, ¿cree que confesaría su condición de staurofílax si se lo preguntamos amablemente? Bueno, a lo mejor podemos conseguir que la policía le detenga, aunque no haya cometido jamás ningún delito y sea el honrado y anciano sacristán de la iglesia de Santa Lucía, patrona de Siracusa. En ese caso, le quitamos la ropa por la fuerza para comprobar si hay escarificaciones en su cuerpo. Aunque, claro, si no está dispuesto a desnudarse, siempre podemos pedir una orden judicial para obligarle. Y, una vez desnudo en la comisaría… ¡Sorpresa! No hay marcas en su cuerpo y sólo es quien dice ser. ¡Muy bien! Entonces nos demanda, ¿de acuerdo?, nos pone una hermosa denuncia que, naturalmente, acaba recayendo sobre el Vaticano y saliendo en los periódicos.
– La cuestión es -zanjó Farag, aplacando al capitán- que, si el sacristán es un staurofílax, me imagino que, además de encargarse de las tareas que ha mencionado Ottavia, también avisará a la hermandad de que alguien ha comenzado las pruebas.
– No debemos ignorar esa posibilidad -asintió el capitán-. Debemos andar con cien ojos aquí en Roma.
– Y hablando de Roma… -los dos me miraron, interrogantes-. Creo que debemos tomar en consideración la idea de que podemos morir en alguna de estas pruebas. No es cuestión de asustarse ni de echarse atrás, pero las cosas deben estar claras antes de seguir.
El capitán y Boswell se miraron, interrogantes, y, luego, me miraron a mí.
– Creí que ese tema ya estaba resuelto, doctora.
– ¿Cómo que ya estaba resuelto?
– No vamos a morir, Ottavia -declaró, muy decidido, Farag, subiéndose las gafas-. Nadie dice que no sea peligroso, es cierto, pero…
– Pero, por muy peligroso que sea -contínuó la Roca -, ¿por qué no íbamos a superar las pruebas, como han hecho cientos de staurofílakes a lo largo de los siglos?
– No, si yo no digo que vayamos a morir seguro. Lo que digo es que podemos morir, simplemente, y que no debemos olvidarlo.
– Lo sabemos, doctora. Y también lo sabe Su Eminencia el cardenal Sodano y Su Santidad el Papa. Pero nadie nos obliga a estar aquí. Si no se siente capaz de seguir, lo entenderé. Para una mujer…
– ¡Ya estamos otra vez! -clamé, indignada.
Farag empezó a reírse por lo bajo.
– ¿Se puede saber de qué te ríes? -le espeté.
– Me río porque ahora vas a querer ser la primera en superar todas las pruebas.
– ¡Pues bueno, sí! ¿Y qué?
– ¡Pues nada! -contestó, soltando una enorme carcajada. Lo extraño fue que, antes de que me hubiera dado tiempo a reaccionar, otra carcajada descomunal se escuchó en el laboratorio. No podía creer lo que veía: Farag y la Roca estaban muertos de risa, se coreaban el uno al otro y sus carcajadas no tenían fin. ¿Qué podía hacer yo, además de matarles…? Suspiré y sonreí con resignación. Si ellos estaban dispuestos a llegar hasta el final de aquella aventura, yo iría dos pasos por delante. De modo que, asunto resuelto. Ahora sólo había que ponerse a trabajar.
– Deberíamos empezar a estudiar las notas de la inscripción -sugerí, apoyando los codos pacientemente sobre la mesa.
– Sí, sí… -farfulló Boswell, secándose las lágrimas con el dorso de las manos.
– Una gran idea, doctora -dijo, entre hipos, el capitán. Era bueno saber que la Roca también sabia reír.
– Pues, si ya te has recuperado, lee tus notas, por favor, Farag.
– Un momento… -rogó, mirándome afectuosamente mientras extraía la libreta de uno de los enormes bolsillos de su chaqueta. Carraspeó, se retiró el pelo de la cara, volvió a subirse las gafas, inspiró aire y, por fin, encontró lo que buscaba y empezó a leer-. «Considerad, hermanos míos, como motivo de grandes alegrías el veros envueltos en toda clase de pruebas, sabiendo que la prueba de vuestra fe produce constancia. Pero que la constancia lleve consigo una obra perfecta, para que seáis perfectos y plenamente íntegros, sin deficiencia alguna. Que si alguno de vosotros se ve falto de sabiduría, pídala a Dios, que da a todos generosamente y no reprocha, y le será otorgada. Pero pida con fe, sin dudar nada; pues el que duda es semejante al oleaje del mar agitado por el viento y llevado de una parte a otra. No piense tal hombre en recibir cosa alguna del Señor; es un hombre de ánimo doblado….»
– ¿Un hombre de ánimo doblado? Esa no es mi traducción.
– En realidad, es la mía. Como era yo quien tomaba las notas… -señaló, satisfecho-. «… es un hombre de ánimo doblado, inconstante en todos sus caminos. Gloríese el hermano humilde en su exaltación y el rico en su humillación. Bienaventurado el que soporta la prueba, porque, una vez probado, recibirá la corona.» Luego venía aquello de: «Y con esto, nos dirigimos a Roma», que, como ya comentó el capitán, es la pista que indica la ciudad de la primera prueba del Purgatorio. Y, por fin, «El templo de María está bellamente adornado».
– Está bellamente adornado -repetí, un tanto desolada-. Se trata de un hermoso templo dedicado a la Virgen. Esta es la clave para localizar el sitio, no hay duda, pero es una clave bastante pobre. La solución no es la frase, sino que está en la frase. Pero ¿como averiguarla?
– En Roma todas las iglesias dedicadas a María son hermosas, ¿no es cierto?
– ¿Sólo las dedicadas a María, profesor? -ironizó Glauser-Róist-. En Roma todas las iglesias son hermosas.
No me había dado cuenta, pero, sin motivo aparente, acababa de ponerme en pie y levantaba en el aire la mano derecha. Mi mente vagaba por las palabras.
– ¿Cómo era la frase en griego, Farag? ¿Copiaste el texto original?
El profesor me miró, frunciendo el ceño y observando mi mano, misteriosamente colgada de algún cable inexistente.
– ¿Te pasa algo en el brazo?
– ¿Copiaste el texto, Farag? El original, ¿lo copiaste?
– Pues no, no lo copié, Ottavia, pero lo recuerdo de manera aproximada.
– No me sirve de una manera aproximada -exclamé, bajando la mano hasta el bolsillo de la bata, que seguía poniéndome por costumbre; no sabía estar en el laboratorio sin ella-. Necesito recordar cómo estaban escritas, exactamente, las palabras «bellamente adornado». ¿Era kalós kekósmetai [23]? ¡Tengo una corazonada!
– A ver… Déjame recordar… Sí, estoy seguro, era «to ieron ths Panagias
kalws kekosmetai», «El templo de la Santísima está bellamente adornado». Panagias, la «Toda Santa» o «Santísima», es la forma griega de llamar a la Virgen.
– ¡Naturalmente! -proclamé entusiasmada-. ¡Kekósmetai! ¡Kekósmetai! ¡Santa María in Cosmedín!
– ¿Santa María in Cosmedín? -preguntó Glauser-Róist, poniendo cara de no saber de qué le estaba hablando.
Farag sonrío.
– ¡Es increíble! -dijo-. ¿Hay un templo en Roma que tiene un nombre griego? Santa María la Bella, la Hermosa… Creí que aquí todo sería en italiano o en latín.
– Increíble es poco -murmuré, paseando arriba y debajo de mi pequeño laboratorio-, porque, además, resulta que es una de mis iglesias preferidas. No voy tan a menudo como me gustaría porque queda lejos de casa, pero es el único templo de Roma en el que se celebran oficios religiosos en griego.