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»Le diré que el cuadro brindado esa tarde por el hotel era poco ameno: el elemento femenino había registrado un fuerte descenso por haberse ausentado a Gorchs, por veinticuatro horas, la Juana Musante.

»El lunes di la cara como si tal cosa y me apersoné al comedor. El cocinero, cuestión de principios, pasaba con el balde de la sopa y no me servía; yo comprendí que ese tirano me iba a sitiar por hambre, causa de mi rabona de la víspera, y le mentí que estaba inapetente; el hombre, que es la contradicción con bigotes, me invitó a dar cuenta de dos raciones para gordo, que me van a enterrar con ellas adentro y he quedado macizo como una estatua.

»Mientras los otros reían con franca espontaneidad, nos aguó la fiesta el rusticano, que se mandó una cara de velorio y hasta desapartó con el codo el tazón de la avena. Le juro por su tata, señor Parodi, que yo estaba feliz espiando el momento que el cocinero iba a encajarle un sosegate al ver desatendida la sopa, pero Limardo lo intimidó con la impavidez y el otro tuvo que enfundar el violín y tuve que reírme. En eso entró la Juana Musante, con los ojos que bramaban y las caderas que tuvieron que darme oxígeno. Esa crinuda siempre me anda buscando, pero yo me hago el soldado desconocido. Con la manía que tiene de no mirarme, se puso a recoger los tazones, y le dijo al cocinero, vulgo al Enemigo del Hombre, que, para lidiar con marmotas como él, más le valía conchavarme a mí y hacer el trabajo ella sola. De repente se encaró con Limardo y quedó como muerta al ver que no había sorbido la sopa. Limardo la miraba como si nunca hubiera visto una mujer; imposible la duda: el espía pugnaba por grabar en su retina esa fisonomía imborrable. La escena, tan operante en su sencillez humana, se quebró cuando la Juana le dijo al mirón que, después de tantos días encamado solo, le convenía tomar el aire del campo. Limardo no respondió a esa fineza, absorto como estaba en hacer bolitas de pan con la miga, que es una fea costumbre que nos ha quitado el cocinero.

»Horas después ocurrió un cuadro vivo que, si yo se lo cuento, usted dará gracias al código de estar encerrado. A las siete de la tarde, según mi costumbre inveterada, yo me había asomado al primer patio con el propósito de interceptar la buseca que saben mandar a buscar de la esquina los magnates de la sala larga. Usted, con todo su cacumen, ¿a que no adivina a quién divisé? Al Pardo Salivazo en persona, con chambergo de ala finita, vestuario papa y calzado Fray Mocho. Ver a ese viejo amigo del Abasto y clausurarme una semana entera en mi pieza, fue todo uno. A los tres días Fainberg me dijo que podía salir, porque el Pardo se había disipado sin abonar, y, con él, todas las bombitas del tercer patio (salvo la que Fainberg tenía en el bolsillo). Yo sospeché en el acto que la idea fija de la ventilación lo había hecho tramar esa fábula, y me quedé hasta fin de semana como un patriarca, hasta que me evacuó el cocinero. Debo reconocer que esa vuelta el Perfil dijo la verdad; de la satisfacción legítima que me cupo, me distrajo uno de esos episodios vulgares – corrientes, si se quiere-, pero que el observador de pulso tranquilo sabe enfocar. Limardo había pasado de la sala larga a las cuchetas de 0,60; como no abonaba en metálico, le hacían llevar la contabilidad. A mí, que tengo el sueño liviano, el asunto me olió a un gambito del batintín para colarse en la administración de la casa y levantar una estadística de los movimientos de la misma. Con el cuento de los libros, el rusticano se pasaba el día entero infiltrado en el escritorio; yo, que carezco de obligaciones fijas en el establecimiento, y si alguna vuelta secundo al cocinero lo hago para no quedar como un egoísta, pasaba y repasaba delante de él, para marcar la diferencia, hasta que el señor Renovales me habló como un padre y tuve que ganar la piecita.

»A los viente días, una chismografía autorizada pasó el boleto de que el señor Renovales había querido echar a Limardo, y que Zarlenga se había opuesto. Esa bola no me la trago, aunque la vea en letras de molde; si usted no lo toma a mal, le presentaré mi reconstrucción del hecho por Rojas. Francamente ¿usted lo ve al señor Renovales castigando a un pobre infeliz? ¿Concibe que Zarlenga, con sus principios, pueda colocarse un ratito del lado de la justicia? Desengáñese, caro amigo, salga de ese cartón pintado: la verdad se produjo de otra manera. El que lo quiso echar al rústico fue Zarlenga, que siempre lo andaba ofendiendo; el que lo protegió, Renovales. Le adelanto que a esa interpretación personal adhieren los farristas del altillo.

»Lo cierto es que Limardo no tardó en rebasar el estrecho marco del escritorio; en breve se extendió por el hotel como un derrame de aceite: un día tapaba la clásica gotera de los 0,60; otro, modernizaba con la pintura mondongo el enrejado de madera; otro, frotaba con alcohol la mancha del pantalón de Zarlenga; otro, le daban el derecho de lavar todos los días el primer patio y de poner como un espejo la sala larga, desemporcándola de residuos.

»Con el pretexto de incursionar donde no lo llamaban, Limardo metía la cizaña. Pongo por caso el día que los farristas estaban lo más tranquilos pintando de colorado el barcino de la ferretera, que si no me dieron parte fue porque adivinaron que yo estaba repasando el Patoruzú, que me había cedido el doctor Escudero. El asunto pinta fácil al estudioso: la ferretera, que anda con el paso cambiado, pretendió recriminar a uno de la barra por hurto de tapones y embudo; los muchachos quedaron dolidos y aspiraban a desquitarse en la persona del gato. Limardo fue el obstáculo imprevisto. Los privó del felino a medio pintar y lo expedió a los fondos de la ferretería, con riesgo de fractura y de intervención de la Sociedad Protectora. Señor Parodi, ni por un queso me haga pensar en cómo lo dejaron al rusticano. Los farristas francamente se resistieron: lo acostaron en la baldosa, uno se le sentó en la busarda, otro le pisó la cara, otro le hizo hacer buches con la pintura. Yo de buena gana hubiera contribuido con un coscorrón suplementario, pero le juro que temí que el rústico, a pesar del mareo de la biaba, me identificara. Además, hay que reconocer que los farristas son muy delicados y quién le dice a usted que, si me meto, ligo. En eso cayó Renovales y se armó el desbande. Dos de los agresores lograron ganar la antecocina; otro quiso imitar mi ejemplo y perderse de vista en el gallinero, pero la mano pesada de Renovales le dio el sosegate. Ante esa intervención tan paterna yo estuve por estallar en aplausos, pero transé por reírme para mis adentros. El rusticano se levantó que era una lástima, pero tuvo su recompensa. El señor Zarlenga le trajo de propia mamo un candial y se lo hizo tragar entero con estas palabras de aliento: "No me le haga asco. Tómelo como un hombre."

»Le encarezco, señor Parodi, que en base al incidente del gato no vaya a formarse un concepto pesimista de la vida de hotel. También para nosotros brilla el sol, y hay colisiones que, aunque son muy amargas en el momento, después yo las recuerdo con filosofía y me río del chucho que pasé. Sin ir más lejos, le contaré la historia de la circular con lápiz azul. Hay batintines que no pierden un frunce, y que con tanta sabiduría y tanta macana terminan por dar sueño, pero, para pescar la noticia fresca, traviesa, yo no le envidio a nadie. Un martes recorté con tijera unos corazones de papel, porque un pajarito me había dicho que Josefa Mamberto, que es la sobrina de la mercería, andaba con Fainberg, pretexto de reclamarle la camiseta del bono-cupón. Para que hasta las moscas del Imparcial se enteraran del sucedido, escribí en cada corazón un letrero gracioso -claro que con letra de anónimo-, que decía: Noticia bomba. ¿Quién se desposa día por medio con la J.M.? Solución: Un pensionista en camiseta. Yo mismo me encargué personalmente de la distribución de la broma, que cuando nadie me veía la deslizaba por debajo de las puertas, hasta en los excusados. Le participo: ese día yo tenía menos ganas de comer que de besarme el codo, pero el comezón por el éxito de la broma y el escrúpulo de no perder el guiso de restos me hicieron ocurrir antes de hora a la mesa larga. Yo estaba en mangas de camiseta, lo más orondo, sentado en mi porción de banco y haciendo ruido con la cuchara para hacer valer la puntualidad. En eso apareció el cocinero, y fingí estar imbuido en la lectura de uno de los corazones. Viera usted la diligencia del hombre. Antes que yo atinara a tirarme al suelo, ya me había levantado con la derecha y con la zurda me estrujaba mis corazoncitos en la nariz, arrugándolos todos. No condene a ese hombre enfadado, señor Parodi; la culpa es mía. Después de repartir ese chiste, yo me presenté en camiseta, facilitando la confusión.

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