»Yo, que palpito al unísono con la urbe, le había sustraído un traje de oso al peón de cocina, que es un misántropo que no acude a la milonga, que no es danzante. Munido de esa piel enteriza, calculé que iba a pasar desapercibido, y me di el lujo de hacerle una reverencia al patio del fondo y salí como un señor, en busca de oxígeno. Usted no me dejará mentir: esa noche la columna mercurial batió el récord de altura; hacía tanto calor que la gente ya se reía. A la tarde hubo como nueve insolados y víctimas de la ola tórrida. Haga su composición de lugar: yo, con el hocico peludo, sudaba tinta, y vuelta a vuelta me sorprendió la tentación de sacarme la cabeza de oso, aprovechando algunos lugares que son como boca de lobo, que si el Concejo Deliberante los ve se le cae la cara de vergüenza. Pero yo, cuando me prendo a la idea, soy un fanático. Le prometo que no me saqué la cabeza, no fuera de repente a aparecer uno de los feriantes del Abasto, que saben correrse hasta el Once. Ya mis pulmones se alegraban con el aire benéfico de la plaza, que hervía de rotiserías y de parrillas, cuando perdí el conocimiento, frente mismo a un anciano que se había disfrazado de tony, y que desde hace treinta y ocho años no se pierde un carnaval sin mojar al vigilante, que es paisano suyo, porque es de Temperley. Este veterano, a pesar de la nieve de los años, obró con sangre fría: de un envión me sacó la cabeza de oso, y no se llevó mis orejas porque estaban pegadas. Para mí que él o su tata, que se había caracterizado con un bonete, me sustrajeron la cabeza de oso; pero no les guardo canina: me hicieron engullir una sopa seca, que con cuchara de madera me la empujaban, que me despertó con la temperatura. La molestia es que ahora el peón de cocina ya no me quiere hablar porque malicia que la cabeza de oso que yo extravié es la misma con que salió fotografiado en un carro alegórico el doctor Rodolfo Carbone. Hablando de carros, uno con un bromista en el pescante y un avispero de angelotes en la caja, se comedió a depositarme en mi domicilio, en vista de que los carnavales van cediendo terreno y de que yo no podía materialmente con mis piernas a cuestas. Mis nuevos amigos me tiraron al fondo del vehículo, y me despedí con una risotada oportuna. Yo iba como un magnate en el carro y tuve que reírme: orillando el paredón del ferrocarril venía un pobre rústico a pie, un cadáver desnutrido y de mal semblante, que apenas podía con una valijita de fibra y un paquete medio deshecho. Uno de los angelotes quiso meterse donde no lo llamaron y le dijo al pajuerano que subiera. Yo, para que no decayera el nivel de la farra, le grité al del pescante que nuestro carro no era de recoger basura. Una de las señoritas se rió con el chiste y acto continuo le sonsaqué una cita para un terreno de la calle Hamahuaca, donde no pude concurrir por proximidad del Abasto. Yo les hice tragar la bola de que me domiciliaba en el Depósito de Forrajes, cosa que no me tomaran por un patógeno; pero Renovales, que no tiene ni el rudimento, me retó desde la vereda porque Paja Brava carecía de quince centavos que había descuidado en el chaleco mientras pasaba al fondo, y todos calumniaban que yo los había invertido en Laponias. Para peor tengo un ojo clínico, y divisé a menos de media cuadra el cadáver de la valijita que venía dando tumbos con la fatiga. Cortando en seco los adioses, que siempre duelen, me tiré del carro como pude y gané el zaguán para evitar un casus belli con el extenuado. Pero es lo que yo siempre digo: vaya usted a aplicar la razón con estos muertos de hambre. Yo salía de la pieza de los 0,60, donde a cambio de un traje de oso que me sancochaba me obsequiaron con una legumbre fría y una emulsión de vino casero, cuando en el patio me topé con el rústico, que ni me devolvió el saludo.
»Vea usted lo que es la casualidad: once días justos pasó el cadáver en la sala larga, que, por supuesto, da al primer patio. Usted sabe, a todos los que duermen ahí la soberbia se les sube al cogote; pongo por caso a Paja Brava, que ejerce la mendicidad de puro lujo, aunque algunos dicen que es millonario. Al principio no faltaron profetas que insinuaron que el rústico mostraría la hilacha en ese ambiente, que no era para él. El escrúpulo resultó una quimera. A ver, le desafío que nombre una sola queja de los inquilinos del cuarto. No se mate: nadie levantó un chisme ni elevó una protesta viril. El recién venido se portaba como un chiche en la pieza. Tomaba el guisote a sus horas, no empeñaba las frazadas, no se equivocaba de monedas, no llenaba de cerda todo el recinto en pos de los papeles de un peso que algunos románticos piensan que les van a llover de los colchones… Yo me le ofrecí francamente para toda clase de changas dentro del mismo hotel; recuerdo que hasta un día de neblina le traje de la barbería un atado de Nobleza, y me cedió uno para fumarlo cuando se me diera la gana. No puedo olvidar ese tiempo sin sacarme el sombrero.
»Un sábado, que estaba casi restablecido, nos dijo que no disponía de arriba de cincuenta centavos; yo me reía solo pensando que el domingo a primera hora, Zarlenga, previo decomiso de la valija, lo iba a echar desnudo a la calle por no poder abonar la cuota de la cama. Como todo lo humano, el Nuevo Imparcial tiene sus lunares, pero hay que proclamar a los cuatro vientos que en materia de disciplina el establecimiento se parece más a una cárcel que a otra cosa. Antes que amaneciera, yo tenté despertar al elemento farrista, que habita en número de tres la pieza del altillo y se lo pasa todo el día remedando el Gran Perfil y hablando de football. Créase o no, esos flemáticos perdieron la función, pero no tiene nada que reprocharme: la víspera los puse sobre aviso, haciendo circular un papelito noticioso, con el letrero: Noticia bomba. ¿A quién le dan el espiantujen? La solución, mañana. Le confieso que no perdieron gran cosa. Claudio Zarlenga nos defraudó: es el hombre tómbola, y nadie sabe por dónde le da la loca. Hasta pasadas las nueve de la mañana yo me mantuve al pie del cañón, malquistándome con el cocinero por no observar la primera sopa y haciéndome sospechoso a la Juana Musante, que imputaba mi estacionamiento en la azotea de chapas a cualquier propósito de substraer la ropa tendida. Si hago mi balance, da fiasco. Precisamente a eso de las siete de la mañana, el rústico salió vestido al patio, donde Zarlenga estaba barriendo. ¿Usted cree que se detuvo a considerar que el otro tenía la escoba en la mano? Nada de eso. Le habló como un libro abierto; yo no oí lo que decían, pero Zarlenga le dio una palmadita en el hombro, y para mí se acabó el teatro. Yo me golpeaba la frente y no quería creerlo. Dos horas más pasé hirviéndome sobre las chapas, a la espera de ulteriores complicaciones, hasta que las calores me disuadieron. Cuando bajé, el rústico estaba activo en la cocina, y no trepidó en favorecerme con una sopita nutritiva. Yo, como soy muy franco y me doy con cualquiera, entablé un chamuyo liviano y, al desflorar los tópicos del día, le sonsaqué la procedencia: venía de Banderaló, y para mí que era una batilana, vulgo un observador remitido por el marido de la Musante, con miras al espionaje. Para salir de la duda que me quemaba, le conté un caso que tiene que apasionar al oyente: la historia del bono-cupón del calzado Titán, canjeable por una camiseta de punto, que Fainberg le endosó a la sobrina de la mercería, sin fijarse que ya estaba cobrado. Usted vendrá calvito si le sugiero que el campesino no vibró con el palpitante relato y que ni siquiera cayó redondo cuando le revelé que Fainberg, al otorgar el bono-cupón, vestía la camiseta de punto, indumento que la damnificada no sorprendió en todo su terrible significado, engatusada por la charla fina y por los cuentos verdolaga del catequista. Pesqué al vuelo que el hombre estaba como embarcado en una causa que lo tenía acaparado de pies y manos. Para poner el dedo en la llaga, le pregunté el apelativo a boca de jarro. Mi amigo, entre la espada y la pared, no tuvo tiempo de inventar un despropósito y me dio una prueba de confianza que soy el primero en aplaudir, diciéndome que se llamaba Tadeo Limardo, dato que me apresuré a recibir con beneficio de inventario, si vocé m'entende. A batilana, batilana y medio, me dije, y lo seguí por todas partes con disimulo, hasta que lo fatigué enteramente y esa misma tarde me prometió que, si yo lo seguía como un perro, me iba a dar a probar un guiso de muelas. Mi manganeta había sido coronada por el éxito más rotundo: ese hombre tenía algo que ocultar. Hágase cargo de mi situación: pisar los talones del misterio y quedarme encerrado en mi piecita, como si el cocinero anduviera despótico.