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– Usted, como la crítica, no me capta. El gran pincel -he dicho: Picasso- ubica en los primeros planos el fondo del cuadro y posterga en la línea del horizonte la figura central. Mi plan de batalla es el mismo. Abocetadas las comparsas ambientes, Bonfanti, etc., caigo de lleno en la Pumita Ruiz Villalba, corpus delicti.

»El plástico no se deja arrastrar por las apariencias. Pumita, con su travesura de Efebo, con su gracia algo despeinada, era, ante todo, un telón de fondo: su función era destacar la belleza opulenta de mi señora. La Pumita ha muerto; en el recuerdo esa función es indeciblemente patética. Brochazo de gran guiñol: el 23 de junio, a la noche, reía y chapoteaba en la sobremesa al calor de mi verba; el 24, yacía envenenada en su dormitorio. El destino, que no es un caballero, hizo que mi señora la descubriese.

II

La tarde del 23 de junio, víspera de su muerte, la Pumita vio morir tres veces a Emil Jannings en copias imperfectas y veneradas de Alta traición, del Ángel azul y de La última orden. Mariana sugirió esa expedición al Club Pathé-Baby; al regreso, ella y Mario Bonfanti se relegaron al asiento de atrás del Rolls-Royce. Dejaron que la Pumita fuera adelante con Ricardo y completara la reconciliación iniciada en la compartida penumbra del cinematógrafo. Bonfanti deploró la ausencia de Anglada: este polígrafo componía, esa tarde, una Historia Científica del Cinematógrafo, y prefería documentarse en su inefable memoria de artista, no contaminada por una visión directa del espectáculo, siempre ambigua y falaz.

Esa noche, en Villa Castellammare, la sobremesa fue dialéctica.

– Otra vez doy la palabra a mi viejo amigo, el Maestro Correas -dijo eruditamente Bonfanti, que animaba un saco tejido en punto de arroz, una doble tricota de Huracán, una corbata escocesa, una sobria camisa color ladrillo, un juego de lápiz, y estilográfica tamaño coloso y un cronómetro pulsera de referee-. Fuimos por lana y volvimos trasquilados. Los boquirrubios que detentan el cacicazgo del Pathé-Baby Club nos han fastidiado: dieron un muestrario de Jannings en el que falta lo más enjundioso y egregio. Nos han escamoteado la adaptación de la sátira butleriana Ainsi va toute chair, De carne somos.

– Es como si la hubieran dado -dijo la Pumita -. Todos los films de Jannings son De carne somos. Siempre el mismo argumento: primero le van acumulando felicidades; después lo enyetan y lo hunden. Es una cosa tan aburrida y tan igual a la realidad. Apuesto que el Commendatore me da la razón.

El Commendatore vaciló; Mariana intervino inmediatamente:

– Todo porque fui yo la de la idea que fuéramos. Bien que lloraste como una cache a pesar del rimmel.

– Es cierto -dijo Ricardo-. Yo te vi llorar. Después te ponés nerviosa, y tomás esas gotas para dormir que tenés en la cómoda.

– Serás más que sonsa -observó Mariana-: Ya sabés que el doctor ha dicho que esas porquerías no son buenas para la salud. Yo es otra cosa, porque tengo que lidiar con los mucamos.

– Si no duermo, no me faltará qué pensar. Además, no será ésta la última noche. ¿Usted no cree, Commendatore, que hay vidas que son idénticas a las vistas de Jannings?

Ricardo comprendió que Pumita quería eludir el tema del insomnio.

– Tiene razón la Pumita: nadie se salva de su destino. Morganti era una fiera para el polo, hasta que se compró el tobiano que le trajo yeta.

– No -gritó el Commendatore-. El hommo pensante no cree en la yeta, porque yo la venzo con esta pata de conejo. -La sacó de un bolsillo interior del smocking y la esgrimió con exaltación.

– Eso es lo que se llama un directo a la mandíbula -aplaudió Anglada-. Razón pura, más razón pura.

– Lo que es yo, estoy segura que hay vidas en que no sucede nada por casualidad- insistió la Pumita.

– Mirá, si lo decís por mí, estás paf -declaró Mariana-. Si mi casa está hecha un barullo, la culpa la tiene Carlos, que siempre me está espiando.

– En las vidas no debe suceder nada por casualidad -zumbó la voz luctuosa de Croce-. Si no hay una dirección, una policía, caemos directamente en el caos ruso, en la tiranía de la Cheka. Debemos confesarlo: en el país de Iván el Terrible, ya no queda libre albedrío.

Ricardo, visiblemente reflexivo, acabó por decir:

– Las cosas, es una cosa que no pueden suceder por casualidad. Y… si no hay orden, por la ventana entra volando una vaca.

– Aun los místicos de vuelo más aguileño, una Teresa de Cepeda y Ahumada, un Ruysbrokio, un Blosio -confirmó Bonfanti- se ciñen al imprimatur de la Iglesia, al marchamo eclesiástico.

El Commendatore golpeó la mesa.

– Bonfanti, yo no quiero ofenderlo, pero es inútil que se esconda: usted es propiamente un católico. Vaya sabiendo que nosotros, los del Gran Oriente del Rito Escocés, nos vestimos como si fuéramos curas y no tenemos que envidiarle a nadie. La sangre se me enferma cuando oigo decir que el hombre no puede hacer todo lo que le pasa por la fantasía.

Hubo un silencio incómodo. A los pocos minutos, Anglada -pálido- se atrevió a balbucir:

– Knock-out técnico. La primera línea de los deterministas ha sido rota. Nos desbordamos por la brecha; huyen en completo desorden. Hasta donde alcanza la vista, el campo de batalla queda sembrado de armas y de bagajes.

– No te hagás el que ganaste la discusión, porque no fuiste vos, que estabas como mudo -dijo implacablemente Mariana.

– Pensar que todo lo que decimos va a pasar a la libreta que trajo de Salerno el Commendatore -dijo abstraídamente la Pumita.

Croce, el lóbrego administrador, quiso cambiar el rumbo de la conversación:

– ¿Y qué nos dice el amigo Eliseo Requena?

Le contestó con una voz de laucha un joven inmenso y albino:

– Estoy muy atareado: Ricardito va a concluir su novela.

El aludido se ruborizó y aclaró:

– Trabajo como un topo, pero la Pumita me aconseja que no me apure.

– Yo guardaría los cuadernos en un cajón y los dejaría nueve años -dijo la Pumita.

– ¿Nueve años? -exclamó el Commendatore, casi apoplético-. ¿Nueve años? ¡Hace quinientos años que el Dante publicó la Divina Comedia!

Con noble urgencia, Bonfanti apoyó al Commendatore.

– Bravo, bravo. Esa vacilación es netamente hamletiana, boreal. Los romanos entendían el arte de otra manera. Para ellos, escribir era un gesto armonioso, una danza, no la sombría disciplina del bárbaro, que procura suplir con mortificaciones monjiles la sal que le deniega Minerva.

El Commendatore insistió:

– El que no escribe todo lo que le fermenta en la testa es un eunuco de la Capilla Sixtina. Eso no es un hombre.

– Yo también opino que el escritor debe darse entero -afirmó Requena-. Las contradicciones no importan; la cuestión es volcar en el papel toda esa confusión que es lo humano.

Mariana intervino:

– Yo cuando le escribo a mamá, si me paro a pensar no se me ocurre nada, en cambio si me dejo llevar es una maravilla, son páginas y páginas que lleno sin darme cuenta. Vos mismo, Carlos, me prometiste que yo había nacido para la pluma.

– Mirá, Ricardo – la Pumita insistió-, yo que vos no oiría más que mi consejo. Hay que poner mucho ojo en lo que se publica. Acordate de Bustos Domecq, el santafecino ese que le publicaron un cuento y después resultó que ya lo había escrito Villiers de l'Isle Adam.

Ricardo respondió con aspereza:

– Hace dos horas hicimos las paces. Ya estás provocando de nuevo.

– Tranquilícese, Pumita -aclaró Requena-. La novela de Ricardito no se parece nada a Villiers.

– No me entendés, Ricardo, yo lo hago por tu bien. Esta noche estoy muy nerviosa, pero mañana tenemos que hablar.

Bonfanti quiso lograr una victoria, y pontificó:

– Ricardo es demasiado sensato para rendirse a los reclamos falaces de un arte novelero, sin raigambre americana, española. El escritor que no siente ascender por su savia el mensaje de la sangre y del terruño es un déraciné, un descastado.

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