Литмир - Электронная Библиотека

»Rica tiene fama de buenmocísimo, pero qué más quería él que entrar en una familia como la gente, ellos que son unos parvenus, aunque al padre yo lo respeto porque vino al Rosario con una mano atrás y otra adelante. La Pumita no se chupaba el dedo, y mamá con el faible que le tenía tiró la casa por la ventana cuando la presentaron, y así no es gracia que se comprometiera cuando era una mosca. Dice que se conocieron de un modo lo más romántico, en Llavallol, como Errol Flynn y Olivia de Havilland, en Vamos a Méjico, que en inglés se llama Sombrero: a la Pumita se le había desbocado el pony del tonneau al llegar al macadam y Ricardo, que no tiene más horizonte que los petizos de polo, se quiso hacer el Douglas Fairbanks y le paró el pony, que no es una cosa del otro mundo. Él se quedó chocho cuando supo que era mi hermana, y la pobre Pumita, ya se sabe, le gustaba afilar hasta con los mucamos de adentro. La cuestión es que se lo invitó a Rica a La Moncha, y eso que no nos habíamos visto ni en caja de fósforos. El Commendatore -el padre de Rica, usted recuerda- les hacía un gancho bárbaro, y Rica me tenía enferma con las orquídeas que le mandaba todos los días a la Pumita, así que yo hice rancho aparte con Bonfanti, que es otra cosa.

– Tómese un resuello, señora -intercaló respetuosamente Parodi-. Ahora que no garúa, usted podría aprovechar, don Anglada, para hacerme un resumido.

– Abro fuego…

– Ya tuviste que salir con tus pesadeces -observó Mariana aplicando a sus labios desganados un cuidadoso rouge.

– El panorama erigido por mi señora es terminante. Falta, sin embargo, tirar las coordenadas de práctica. Seré el agrimensor, el catastro. Acometo la vigorosa síntesis.

»En Pilar, contiguos a La Moncha, se afirman los parques, los viveros, los invernáculos, el observatorio, los jardines, la pileta, las jaulas de los animales, el acuario subterráneo, las dependencias, el gimnasio, el reducto del Commendatore Sangiácomo. Este florido anciano -ojos irrefutables, estatura mediocre, tinte sanguíneo, níveos mostachos que interrumpe el toscano festivo- es un moño de músculos, en la pista, en la pedana y en el trampolín de madera. Paso de la instantánea al cinematógrafo: abordo sin ambages la biografía de este vulgarizador del abono. El oxidado siglo XIX se revolvía y gimoteaba en su silla de ruedas -años del biombo japonista y del velocípedo tarambana- cuando el Rosario abrió la generosidad de sus fauces a un inmigrante itálico; miento, a un niño italiano. Pregunto: ¿quién era ese niño? Contesto: el Commendatore Sangiácomo. El analfabetismo, la maffia, la intemperie, una fe ciega en el porvenir de la Patria fueron sus pilotos de cabotaje. Un varón consular -confirmo: el cónsul de Italia, conde Isidoro Fosco- adivinó el encaje moral que encerraba el joven y más de una vez le brindó un consejo desinteresado.

»En 1902 Sangiácomo encaraba la vida desde el pescante de madera de un carro de la Dirección de Limpieza; en 1903 presidía una flota pertinaz de carros atmosféricos; desde 1908 -año en que salió de la cárcel- vinculó definitivamente su nombre a la saponificación de las grasas; en 1910 abarcaba las curtiembres y el guano; en 1915 columbró con ojo de cíclope las posibilidades de la gamorresina del asa fétida; la guerra disipó ese espejismo; nuestro luchador, al borde de la catástrofe, dio un golpe de timón y se consolidó en el ruibarbo. Italia no tardó en detonar su grito y su músculo; Sangiácomo, desde la otra margen atlántica, gritó ¡presente! y fletó un barco de ruibarbo para los modernos inquilinos de las trincheras. No lo desanimaron los motines de una soldadesca ignorante; sus cargamentos nutritivos abarrotaron dársenas y almacenes en Génova, en Salerno y en Castellammare, desalojando más de una vez a densas barriadas. Esa plétora alimenticia tuvo su premio: el novel millonario crucificó su pecho con la cruz y el mandil de Commendatore.

– Qué manera de contar que parece que estás hecho un sonámbulo -dijo desapasionadamente Mariana, y siguió levantando sus faldas-. Antes que lo hicieran Commendatore ya se había casado con la prima carnal que mandó buscar a Italia a propósito, y también te comiste lo de los hijos.

– Ratifico: me he dejado arrastrar por el ferryboat de mi verba. Wells rioplatense, remonto la corriente del tiempo. Desembarco en el tálamo posesivo. Ya nuestro luchador engendra a su vástago. Nace: es Ricardo Sangiácomo. La madre, figura vislumbrada, secundaria, desaparece: muere en 1921. La muerte (que a semejanza del cartero llama dos veces) lo privó ese mismo año del propulsor que nunca le negara su aliento, conde Isidoro Fosco. Lo digo, lo redigo, sin trepidar: el Commendatore se asomó a la locura. El horno crematorio había mascado la carne de su esposa; quedaba su producto, su impronta: el párvulo unigénito. Monolito moral, el padre se consagró a educarlo, a adorarlo. Subrayo un contraste: el Commendatore -duro y dictatorial entre sus máquinas como una prensa hidráulica- fue, at home, el más agradable de los polichinelas del hijo.

»Enfoco a este heredero: chambergo gris, los ojos de la madre, bigote circunflejo, movimientos dictados por Juan Lomuto, piernas de centauro argentino. Este protagonista de las piscinas y del turf es también un jurisconsulto, un contemporáneo. Admito que su poemario Peinar el viento no constituye una férrea cadena de metáforas, pero no falta la visión espesa, el atisbo noviestructural. Sin embargo, es en el terreno de la novela donde nuestro poeta rendirá todo su voltaje. Predigo: algún crítico musculoso no dejará tal vez de subrayar que nuestro iconoclasta, antes de romper los viejos moldes, los ha reproducido; pero habrá de admitir la fidelidad científica de la copia. Ricardo es una promesa argentina; su relato sobre la condesa de Chinchón aglutinará el buceo arqueológico y el espasmo neofuturista. Esa labor exige la compulsa de los infolios de Gandía, de Levene, de Grosso, de Radaelli. Felizmente, nuestro explorador no está solo; Eliseo Requena, su abnegado hermano de leche, lo secunda y lo empuja en el periplo. Para definir a este acólito seré conciso como un puño: el gran novelista se ocupa de las figuras centrales de la novela y deja que las plumas menores se ocupen de las figuras menores. Requena (estimable sin duda como factotum) es uno de tantos hijos naturales del Commendatore, ni mejor ni peor que los otros. Miento: acusa un rasgo individual: la insospechable devoción por Ricardo. Acude ahora a mi lente un personaje pecuniario, bursátil. Le arranco la máscara: presento al administrador del Commendatore, Giovanni Croce. Sus detractores fingen que es riojano y que su verdadero nombre es Juan Cruz. La verdad es muy otra: su patriotismo es notorio; su devoción al Commendatore, perpetua; su acento, muy desagradable. El Commendatore Sangiácomo, Ricardo Sangiácomo, Eliseo Requena, Giovanni Croce, he aquí el cuarteto humano que presenció los últimos días de Pumita. Relego al justo anonimato la turba asalariada: jardineros, peones, cocheros, masajistas…

Mariana intervino irresistiblemente:

– Cómo vas a negar esta vez que sos un envidioso y un mal pensado. No has dicho ni un poquito de Mario, que tenía la pieza llena de libros al lado de la nuestra y que se da cuenta muy bien cuando una mujer distinguida sale de lo vulgar, y no pierde tiempo mandando cartitas como un pavo. Bien que te dejó con la boca abierta cuando no dijiste ni mu. Es bestial como sabe.

– Exacto; suelo darme una mano de silencio. El doctor Mario Bonfanti es un hispanista adscripto a la propiedad del Commendatore. Ha publicado una adaptación para adultos del Cantar de Myo Cid; premedita una severa gauchización de las Soledades, de Góngora, a las que dotará de bebedores y de jagüeles, de cojinillos y de nutrias.

– Don Anglada, ya me tiene mareado con tanto libro -dijo Parodi-. Si quiere que le sirva de algo, hábleme de su cuñada, la finadita. Total nadie me salva de oírlo.

15
{"b":"125389","o":1}