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»Minutos después, un automóvil taxímetro me depositó en la calle Cerrito. Sin dejarme abolir por las diatribas del mucamo -mero instrumento de Madame Hsin y de Tai An-, me embosqué en la farmacia. En esa institución venal me atendieron el ojo y me prestaron un teléfono numerado. Lo puse en marcha; como no atendió Madame Hsin, confié directamente a Tai An la proyectada fuga de su protegido. Mi recompensa fue un silencio elocuente, que perduró hasta que me expulsaron de la farmacia.

»Bien dicen que el cartero de pies veloces que corre a distribuir la correspondencia es más digno de encomios y ditirambos que su compañero que duerme junto a un fuego alimentado con la misma correspondencia. Tai An obró con eficaz prontitud: para exterminar de raíz toda evasión de su protegido, acudió, como si los astros lo hubieran dotado de más de un pie y más de un remo, a la calle Deán Funes. En la casa, dos sorpresas lo saludaron: la primera, no encontrar a Fang She; la segunda, encontrar a Nemirovsky. Éste le dijo que unos mercaderes del barrio habían visto a Fang She cargar un coche de caballos con el baúl y con su persona y huir en dirección al norte con mediocre velocidad. Inútilmente lo buscaron los dos. Luego se despidieron: Tai An para dirigirse a un remate de muebles en la calle Maipú; Nemirovsky, para encontrarse conmigo en el Western Bar.

– Halte là! -profirió Montenegro -. El borracho del artista se impone. Admire usted el cuadro, Parodi: ambos duelistas deponen gravemente las armas, heridos en quién sabe qué fibra hermana por la sensible pérdida común. Peculiaridad que subrayo: la empresa que los embarga es idéntica; los personajes tenazmente difieren. Presentimientos enlutados abanican tal vez la frente de Tai An; quiere, interroga, pregunta. Confieso que la tercer figura me atrae: ese jemenfoutiste que se aleja del marco de nuestra historia, en un coche abierto, es también una incógnita sugerente.

– Señores -prosiguió con dulzura el doctor Shu T'ung-, mi cenagosa narración ha llegado a la memorable noche del 14 de octubre. Me permito llamarla memorable, porque mi estómago incivil y anticuado no supo comprender las dobles raciones de mazamorra, que eran el decoro y el plato único de la mesa de Nemirovsky. Mi candoroso proyecto había sido: a) cenar en casa de Nemirovsky; b) desaprobar, en el cine Once, tres películas musicales que, según Nemirovsky, no habían saciado a Madame Hsin; c) paladear un anís en la confitería La Perla; d) volver a casa. La vivida y quizá dolorosa evocación de la mazamorra me obligó a eliminar los puntos b y c, y a subvertir el orden natural de vuestro reputado alfabeto, pasando de la a a la d. Un resultado secundario fue que no dejé la casa en toda la noche, a pesar del insomnio.

– Esas manifestaciones lo honran -observó Montenegro -. Aunque los platos nativistas de nuestra infancia resultan, en su género, impagables trouvailles del acervo criollo, estoy calurosamente de acuerdo con el doctor: en la cumbre de la haute cuisine el galo no reconoce rivales.

– El 15, dos pesquisas me despertaron personalmente -continuó Shu T'ung- y me invitaron a custodiarlos hasta la sólida jefatura Central. Ahí supe lo que ustedes ya saben: el afectuoso Nemirovsky, inquieto por la brusca movilidad de Fang She, había penetrado, poco antes de la lúcida aurora, en la casa de la calle Deán Funes. Bien dice el Libro de los Ritos: si tu honorable concubina cohabita en el encendido verano con personas de ínfima calidad, alguno de tus hijos será bastardo; si abrumas los palacios de tus amigos fuera de las horas establecidas, una sonrisa enigmática hermoseará la cara de los porteros. Nemirovsky padeció en carne propia el golpe de ese adagio: no sólo no encontró a Fang She; encontró, semienterrado bajo el sauce local, el cadáver del mago.

– La perspectiva, mi estimable Parodi -bruscamente sentenció Montenegro -, es el talón de Aquiles de las grandes paletas orientales. Yo, entre dos bocanadas azules, dotaré a su álbum interior de un ágil raccourci de la escena. En el hombro de Tai An, el augusto beso de la Muerte había estampado su rouge: una herida de arma blanca, de unos diez centímetros de ancho. Del culpable acero, ni rastros. Trataba en vano de suplir esa ausencia, la pala sepulcral: vulgarísimo enser de jardinería, relegado -muy justamente- a unos pocos metros. En el rústico mango de la herramienta, los policías (ineptos para el vuelo genial y tercos parroquianos de la minucia) han descubierto no sé qué impresiones digitales de Nemirovsky. El sabio, el intuitivo, se mofa de esa cocina científica; su rol es incubar, pieza por pieza, el edificio perdurable y esbelto. Me sofreno: reservo para un mañana la hora de anticipar y burilar mis atisbos.

– Siempre a la espera de que su mañana amanezca -intercaló Shu T'ung- reincido en mi relato servil. La entrada ilesa de Tai An a la casa de la calle Deán Funes, no fue advertida por los negligentes vecinos que dormían como una rectilínea biblioteca de libros clásicos. Se conjetura, sin embargo, que debió entrar después de las once, pues a las once menos cuarto lo vieron asomarse al inagotable remate de la calle Maipú.

– Adhiero – Montenegro corroboró-. Le susurro, inter nos, que la picardía porteña comentó a su modo la aparición fugaz del exótico personaje. Por lo demás, he aquí la ubicación de las piezas en el tablero: la dama -he aludido a Madame Hsin- deja entrever sus ojos rasgados y su delicioso perfil entre el bullicio multicolor del Dragón que se aturde, a eso de las once p.m. De once a doce atendió en su domicilio a un cliente que reserva su incógnita. Le coeur a des raisons… En cuanto al inestable Fang She, la policía declara que antes de las once p.m. se alojó en la célebre "sala larga" o "sala de los millonarios" del Hotel El Nuevo Imparcial, indeseable madriguera de nuestro suburbio, de la que ni usted ni yo, querido confrère, tenemos la más leve noticia. El 15 de octubre se embarcó en el vapor Yellow Fish, rumbo al misterio y a la fascinación del oriente. Fue arrestado en Montevideo y ahora vegeta oscuramente en la calle Moreno, a disposición de las autoridades. ¿Y Tai An?, preguntarán los escépticos. Sordo a la frívola curiosidad policial, encajonado herméticamente en el típico ataúd de vivos colores, boga y boga en la plácida bodega del Yellow Fish, rumbo, en su viaje eterno, a la China milenaria y ceremoniosa.

II

Cuatro meses después, Fang She fue a visitar a Isidro Parodi. Era un hombre alto, fofo; su cara era redonda, vacua y tal vez misteriosa. Tenía un sombrero negro de paja y un guardapolvo blanco.

– Muy justo [7](3)-respondió Parodi-. Si no le parece mal, le contaré lo que sé y lo que no sé del asunto de la calle Deán Funes. Su paisano, el doctor Shu T'ung, aquí ausente, nos hizo un cuento largo y enrevesado, donde colijo que en 1922 algún hereje le robó una reliquia a una imagen muy milagrosa que ustedes saben venerar en su tierra. Los curas se hacían cruces con la novedad y mandaron un misionero para castigar al hereje y recuperar la reliquia. El doctor dijo que Tai An, según confesión propia, era el misionero. Pero a los hechos me atengo, dijera el sabio Merlino. El misionero Tai An cambiaba de apelativo y de barrio, sabía por los diarios el nombre de cuanto buque llegaba a la Capital y espiaba a cuanto chino desembarcaba. Estos floreos pueden ser del que está buscando, pero también del que se está escondiendo. Usted llegó primero a Buenos Aires; después llegó Tai An. Cualquiera pensaría que el ladrón era usted, y el otro, el perseguidor. Sin embargo, el mismo doctor dijo que Tai An se demoró un año en el Uruguay, con la ilusión de vender obleas. Como usted ve, el que primero llegó a América fue Tai An.

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[7] El duelo está empeñado; el lector ya percibe el cliquetis de los floretes rivales. (Nota marginal de Gervasto Montenegro.)

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