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»Señor Parodi, antes de seguir adelante permítame una aclaración estúpida. Sólo un decapitado se atrevería a suponer que estos ejercicios penosos y por lo general vespertinos alejaron de Tai An a la proporcionada discípula. Concedo a mis ilustres contradictores que la dama no permanecía inmóvil como un axioma, en la casa del mago. Cuando su propia cara no podía vigilarlo y atenderlo por intercalación de varias manzanas edificadas, encargaba esas tareas a otra cara muy inferior -la que humildemente enarbolo y que ahora saluda y sonríe [6]-. Yo ejecutaba esa refinada misión con legítimo servilismo: para no importunar al mago, trataba de moderar mi presencia; para no aburrirlo, cambiaba de disfraces. A veces, colgado de la percha, fingía con escasa fortuna ser el sobretodo de lana que me ocultaba; otras, rápidamente caracterizado de mueble, aparecía en el corredor en cuatro patas y con un florero en la espalda. Desgraciadamente, macaco viejo no sube a palo podrido; Tai An, ebanista al fin, me reconocía segundos antes del primer puntapié y me obligaba a impresionar a otros seres inanimados.

»Pero la Bóveda Celeste es más envidiosa que el hombre a quien acaban de revelarle que uno de sus vecinos ha adquirido una muleta de sándalo, y otro, un ojo de mármol. Ni siquiera es eterno el momento en que damos cuenta de un grano de alpiste: tanta felicidad tuvo término. El séptimo día de octubre nos deparó el incendio combustible que amenazó la anatomía personal de Fang She, dispersó para siempre nuestra suspirada tertulia; quemó imperfectamente la casa y devoró una cifra exagerada de lamparillas de madera. No cave en busca de agua, señor Parodi, no deshidrate su honorable organismo: el incendio ha sido apagado. Ay, también se apagó el instructivo calor de nuestra tertulia. Madame Hsin y Tai An se trasladaron bajo capotas y sobre ruedas a la calle Cerrito; Nemirovsky dedicó los dineros del seguro a fundar una Empresa de Fuegos Artificiales; Fang She, quieto como una sucesión infinita de teteras idénticas, perduró en la casilla de madera, junto al único sauce.

»No he violado las treinta y nueve leyes adicionales de la verdad, cuando admití que había sido apagado el incendio, pero sólo un costoso recipiente de agua llovida podría jactarse de apagar su recuerdo. Desde el amanecer, Nemirovsky y el mago estaban ocupados en fabricar tenues lámparas de bambú, en número indefinido y quizá infinito. Yo, considerando imparcialmente la exigüidad de mi casa y la ininterrumpida afluencia de muebles, llegué a pensar que el desvelo de los artífices era inútil y que alguna de esas lámparas nunca se encendería. Ay de mí, antes que se acabara la noche confesé mi error: a las once y cuarto p.m. todas las lámparas ardían y con ellas el depósito de virutas y un enrejado de madera pintado superficialmente de verde. El hombre valeroso no es el que pisa la cola del tigre, sino el que se embosca en la selva y aguarda el momento prefijado desde el principio del universo para dar el salto mortal. Así obré yo, perseveré trepado al sauce del fondo, reservándome como una salamandra para invadir el fuego, al primer grito refinado de Madame Hsin. Bien dicen que ve mejor el pez en el tejado que un casal de águilas en el fondo del mar. Yo, sin pretender engalanarme con el título de pez, vi muchos espectáculos aflictivos, pero los toleré sin caerme, sostenido por el ameno propósito de referírselos a usted, científicamente. Vi la sed y el hambre del fuego; vi la consternación deforme de Nemirovsky, que apenas atinaba a saciarlo con donaciones de aserrín y papel impreso; vi a la ceremoniosa Madame Hsin, que seguía cada movimiento del mago, como la felicidad sigue a los petardos; vi, finalmente, al mago, que después de ayudar a Nemirovsky, corrió a la casilla del fondo y salvó a Fang She, cuya felicidad, esa noche, no era redonda por obra y gracia de la fiebre de heno. Este salvataje es tanto más admirable si minuciosamente enumeramos las veintiocho circunstancias que lo distinguen, de las que sólo expondré cuatro, en gracia de la mezquina brevedad:

»a) La desacreditada fiebre que aceleraba todos los pulsos de Fang She no era bastante prestigiosa para inmovilizarlo en el lecho y vedar su elegante fuga.

»b) La insípida persona que ahora gruñe esta narración estaba encaramada en el sauce, lista para fugarse con Fang She, si una atendible masa de fuego lo aconsejara.

»c) La combustión plenaria de Fang She no hubiera perjudicado a Tai An, que lo nutría y hospedaba.

»d) Así como en el cuerpo del hombre el diente no ve, el ojo no araña y la pezuña no mastica, en el cuerpo que por una convención llamamos país no es decente que un individuo usurpe la función de los otros. El emperador no abusa de su poder y barre las calles; el presidiario no compite con el andarín y se desplaza en todas direcciones. Tai An, al rescatar a Fang She, usurpó las funciones de los bomberos, con grave riesgo de ofenderlos y de que éstos lo mojaran con sus caudalosas mangueras.

»Bien dicen que después del pleito perdido hay que pagar la cuenta del verdugo; después del incendio, empezaron las disputas. El mago y el ebanista se enemistaron. El general Su Wu ha celebrado en monosílabos inmortales el deleite de contemplar la cacería del oso, pero nadie ignora que primero recibió en plena espalda las flechas de los infalibles arqueros y luego fue alcanzado y devorado por la irritada presa. Esta imperfecta analogía se aplica a Madame Hsin, no menos vulnerada y equidistante que el general. En vano procuró reconciliar a los dos amigos: corría de la carbonizada alcoba de Tai An al ahora ilimitado escritorio de Nemirovsky, como una divinidad que protege las ruinas de su templo. El Libro de las Transformaciones advierte que para regocijar al hombre colérico es inútil disparar muchos petardos y lucir innumerables caretas; los tentadores alegatos de Madame Hsin no apaciguaban esa incomprensible discordia -me atreveré a decir que la encendían-. Esta situación dibujó en el plano de Buenos Aires una interesante figura con propensión al triángulo. Tai An y Madame Hsin enaltecieron un departamento en la calle Cerrito; Nemirovsky, con su empresa de Fuegos Artificiales, abrió nuevos y lúcidos horizontes en la calle Catamarca 95; el uniforme Fang She quedó en la casilla.

»Si el artífice y el mago se hubieran atenido a esa figura, yo no gozaría en este momento del inmerecido placer de conversar con ustedes; infortunadamente, Nemirovsky no quiso dejar pasar el Día de la Raza sin visitar a su antiguo colega. Cuando llegaron los gendarmes, fue necesario recurrir a la Asistencia Pública. Tan confuso era el equilibrio mental de los beligerantes, que Nemirovsky (desatendiendo una monótona hemorragia nasal) entonaba versículos instructivos de Tao Te King, mientras el mago (indiferente a la supresión de un colmillo) desplegaba una serie interminable de cuentos judíos.

»Madame Hsin quedó tan dolida por este desacuerdo, que me vedó con toda franqueza las puertas de su casa. Dice el adagio que el mendigo a quien expulsan de la casilla del perro se hospeda en los palacios de la memoria; yo, para engañar mi soledad, hice una peregrinación a la ruina de la calle Deán Funes. Detrás del sauce declinaba el sol de la tarde, como en mi aplicada niñez; Fang She me recibió con resignación y me ofreció una taza de té solo, con piñones, nuez y vinagre. La ubicua y densa imagen de la señora no me impidió advertir un desmesurado baúl ropero que por su aspecto general parecía un bisabuelo venerable, en estado de putrefacción. Delatado por el baúl, Fang She me confesó que los catorce años pasados en esta república paradisiaca apenas equivalían a un minuto de la más intolerable tortura y que ya había obtenido de nuestro cónsul un acartonado y cuadrangular pasaje de vuelta en el Yellow Fish, que zarpaba para Shanghai la semana próxima. El vistoso dragón de su alegría ostentaba un solo defecto: la certidumbre de contrariar a Tai An. En verdad, si, para computar el valor de un incalculable gabán de piel de nutria con ribetes de morsa, el juez más reputado se atiene al número de polillas que lo recorren, así también la solidez de un hombre se estima por el exacto número de pordioseros que lo devoran. La emigración de Fang She minaría sin duda el inamovible crédito de Tai An; éste, para conjurar el peligro, no era incapaz de recurrir a cerrojos o a centinelas, a nudos o a narcóticos. Fang She agolpó esos argumentos con agradable lentitud y me rogó por todos los antepasados de mi línea materna que no apesadumbrara a Tai An con la insignificante noticia de su partida. Como lo exige el Libro de los Ritos, yo agregué la dudosa garantía de la línea viril; los dos nos abrazamos bajo el sauce, no sin alguna lágrima.

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[6] En efecto, el doctor sonrió y saludó. (Nota del autor.)

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