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»El 6 de mayo, a hora indeterminada, amaneció un charuto del país a pocos centímetros del tintero con Napoleón de Zarlenga. Éste, que sabe marear al cliente, quería convencer de la solidez del establecimiento a un mendigo serio, hombre que es el brazo derecho de la Sociedad Los Primeros Fríos y que ya lo quisiera para un día de fiesta el Asilo Unzué. A fin de que el barbudo se aviniera a sacar pensión, Zarlenga le obsequió el fumatérico. El de arpillera, que no es manco, lo abarajó en el aire y lo prendió en seguida, como si fuera todo un Papa. Apenas hubo ese Fumasoli egoísta dado la pitada de práctica, cuando la tagarnina estalló, tiznando de manera novedosa la cara de ese renegrido que vino toda oscura con el hollín. Quedó hecho una lástima: la barra de los mirones nos agarrábamos al abdomen de risa. Después de esa hilaridad, el bolsudo se desertó del hotel, privando a la caja de un valioso aporte. Zarlenga se llegó a enojar con la furia y preguntó quién era el gracioso que había depositado el fumante. Mi lema es que más vale no meterse con los coléricos: al avanzar a paso redoblado hacia mi cuartito, casi doy de lleno en el rusticano, que venía con los ojos redondos, como un espiritista. Para mí que ese tocame un gato, con la pavura, estaba huyendo a contramano, porque se metió en la boca de lobo, vulgo en el escritorio del broncoso. Entró sin permiso, que siempre es una cosa tan fea, y, encarándose con Zarlenga, le dijo: "El cigarro sorpresa lo traje yo, porque me dio la santísima." La vanidad es la ruina de Limardo, pensaba yo en mi reino interior. Ya tuvo que mostrar la hilacha: ¿Por qué no dejó que otro pagara el pato por él? Un muchacho del ambiente nunca se traiciona… Viera qué raro lo que pasó con Zarlenga. Se encogió de hombros, y escupió como si no estuviera en su propio domicilio. Se desenojó de golpe y se hizo el soñador; palpito que aflojó, porque temía que, si le daba su merecido, más de uno de nosotros no trepidaría en desertar esa misma noche, aprovechando el sueño pesado que le produce el ejercicio. Limardo se quedó con su cara pan que no se vende, y el trompa logró una victoria moral que a todos nos tiene anchos. Ipso facto olí la matufia: esa broma no era de un rústico, porque la señorita hermana de Fainberg ha vuelto a dar que hablar con el socio del Bazar de Cachadas, sito en Pueyrredón y Valentín Gómez.

»Me duele darle una noticia que lo afectará en la fibra, señor Parodi, pero al día siguiente del estallido nos turbó la paz una crisis que puso preocupados a los espíritus más propensos a la francachela. Es una cosa fácil de decir, pero que hay que haberla vivido: ¡Zarlenga y la Musante se disgustaron! Me rompo la cabeza de que se haya efectuado un conflicto así en el Nuevo Imparcial. Desde la vez que un turco retacón, provisto de una media tijera y chillando como un marrano, se despachó antes de la sopa de queda al Tigre Bengolea, cualquier disgusto, cualquier contestación de mal modo está formalmente prohibida por la dirección. Por eso nadie le mezquina una manito al cocinero, cuando pone en razón a los revoltosos. Pero, como nos inculcaba el avisito contra la tos, el ejemplo tiene que venir de arriba. Si las esferas dirigentes son pasto del desquicio, qué nos queda a nosotros, a la masa compacta de pensionistas. Le notifico que he vivido ratos amargos, con el espíritu por el suelo, carente de rumbo moral. De mí puede decirse lo que se quiera, pero no que en la hora de la prueba he sido un derrotista. ¿A qué sembrar el pánico? Yo estaba como con un candado en la boca. Cada cinco minutos desfilaba con pretextos surtidos por el corredor que da al escritorio, donde Zarlenga y la Musante juntaban rabia, sin la franqueza de un insulto; después volvía al tinglado de los 0,60, repitiendo con aire sobrador: ¡Chimento!, ¡chimento! Esos oscurantistas, metidos en su escoba de cuatro, ni me llevaban el apunte; pero perro porfiado saca mendrugo. Limardo, que limpiaba con las uñas los dientes del peine de Paja Brava, acabó por tener que oírme. Sin dejarme concluir, se levantó como si fuera la hora de la leche y se perdió de vista hacia el escritorio. Yo me hacía cruces y lo seguía como una sombra. De golpe se dio vuelta y habló con una voz que me puso obediente: "Sirva de algo, y traiga para aquí en seguida a todos los pensionistas." No me lo hice decir dos veces, y salí a juntar esa basura. Todos acudimos como un solo hombre, menos el Gran Perfil, que se dio de baja en el primer patio, y después descubrimos que faltaba el alambre-cadena del water. Esa columna viva era un muestrario de las napas sociales: el misántropo se codeaba con el bufón, el 0,95 con el 0,60, el vivillo con Paja Brava, el mendigo con el pedigüeño, el punguista liviano, sin carpeta, con el gran scrushante. El viejo espíritu del hotel revivió una hora de franca expansión. Era un cuadro que parecía más bien un friso: el pueblo detrás de su pastor; todos, en el confusionismo, sentimos que Limardo era nuestro jefe. Se adelantó, y, cuando llegó al escritorio, abrió sin permiso la puerta. Yo me dije al oído: Savastano, a la piecita. La voz de la razón clamó en el desierto; yo estaba rodeado por una pared de fanáticos, que me cerraban la retirada.

»Mis ojos, empañados por la nerviosidad de la hora, retuvieron una escena que ni Lorusso. A Zarlenga me lo medio tapaba el Napoleón, pero a esa carnudita Juana Musante la devoré a mis anchas con la visual; estaba con el batón colorado y las babuchas con rosetones y yo me tuve que apoyar en uno de los 0,95. Limardo, cargado de amenazas como una nube, ocupó el centro del escenario. Quien más, quien menos, nadie dejó de comprender en ese momento que el Imparcial iba a cambiar de patrón. Ya nos corría un hilo frío por la espalda con el estampido de las cachetadas que Limardo iba a sacudirle a Zarlenga.

»En vez, tomó la palabra, que siempre es impotente ante el misterio. Habló con su pico de oro, y dijo cosas que todavía me fermentan el seso. En tales ocasiones el orador suele resultar un solemne turiferario, pero Limardo, sin tanto voulez vous, atropelló derecho viejo y se mandó unas parrafadas al uso nostro sobre la desavenencia de la discordia. Dijo que el matrimonio era una cosa tan unida que había que cuidar de no separarla, y que la Musante y Zarlenga tenían que darse un beso delante de todos, para que la clientela supiera que se querían.

»¡Usted lo viera a Zarlenga! Ante un consejo tan sano, se quedó como embalsamado y no sabía qué línea de conducta seguir; pero la Musante, que tiene la pensadora bien puesta, no es sujeto propicio para embuchar esas fiorituras. Se levantó como si le hubieran impugnado la carbonada. Ver esa grela tan grandiosa y tan enojada sobró para que si me descubre un facultativo me manda como por un tubo a Villa María. La Musante no anduvo con paños tibios; le fajó al rusticano que se ocupara de su matrimonio, si lo tenía, y que, si volvía a meter el hocico, se lo iban a rebanar como a chancho. Zarlenga, para cerrar el debate, reconoció que el señor Renovales (ausente a la sazón por Quilmes Bock en confitería La Perla) había estado en lo cierto al querer expulsar a Tadeo Limardo. Le ordenó que saliera como chijete, sin consultar que ya eran las ocho pasadas. El pobre iluso de Limardo tuvo con apuro que hacer la valija y paquete, pero las manos le temblaban enteramente y Simón Fainberg se brindó a coadyuvar; a río revuelto, el rusticano perdió una cortaplumas de hueso y un peto de franela. Al rústico los ojos se le preñaron de lágrimas al mirar por última vez el establecimiento que le dio techo. Nos dijo adiós con el movimiento de la cabeza, entró en la noche y se perdió, rumbo a lo desconocido.

»Con los primeros gallos del otro día, Limardo me despertó, portador de un mate de leche que impulsivamente insumí, sin exigirle rendición de cuentas de cómo había regresado al hotel. Ese mate de persona expulsada todavía me quema la boca. Usted me dirá que Limardo se manifestó como un anarquista al desacatar de ese modo la orden de su hotelero, pero hay que ver también lo que significa privarse de un recinto que le ha costado tanto dolor de cabeza a los propietarios y que ya es una segunda naturaleza.

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