– La suerte -dijo- es que ni siquiera tenemos que quitar su nombre de la bandera.
Sólo entonces reviví el incidente como una cuchillada y sentí que la tierra se hundía bajo mis pies, no por lo que Alfonso había dicho de un modo tan oportuno, sino porque se me hubiera olvidado aclararlo. Alfonso, como era de esperarse, me dio una explicación de adulto. Si era el único entuerto que no habíamos ventilado no era decente dejarlo en el aire sin explicación. El resto lo haría Alfonso con Álvaro y Germán, y si hubiera que salvar el barco entre todos también yo podría volver en dos horas. Contábamos como reserva extrema con el consejo editorial, una especie de Divina Providencia que nunca habíamos logrado sentar a la larga mesa de nogal de las grandes decisiones.
Los comentarios de Germán y Álvaro me infundieron el valor que me hacía falta para irme. Alfonso comprendió mis razones y las recibió como un alivio, pero de ningún modo dio a entender que Crónica pudiera acabarse con mi renuncia. Al contrario, me aconsejó que tomara la crisis con calma, me tranquilizó con la idea de construirle una base firme con el consejo editorial, y ya me avisaría cuando pudiera hacerse algo que en realidad valiera la pena.
Fue el primer indicio que tuve de que Alfonso concebía la posibilidad inverosímil de que Crónica se acabara. Y así fue, sin pena ni gloria, el 28 de junio, al cabo de cincuenta y ocho números en catorce meses. Sin embargo, medio siglo después, tengo la impresión de que la revista fue un acontecimiento importante del periodismo nacional. No quedó una colección completa, sólo los seis primeros números, y algunos recortes en la biblioteca catalana de don Ramón Vinyes.
Una casualidad afortunada para mí fue que en la casa donde vivía querían cambiar los muebles de sala, y me los ofrecieron a precio de subasta. La víspera del viaje, en mi arreglo de cuentas con El Heraldo, aceptaron anticiparme seis meses de «La Jirafa». Con parte de esa plata compré los muebles de Mayito para nuestra casa de Cartagena, porque sabía que la familia no llevaba los de Sucre ni tenía modo de comprar otros. No puedo omitir que con cincuenta años más de uso siguen bien conservados y en servicio, porque la madre agradecida no permitió que los vendieran.
Una semana después de la visita de mi padre me mudé para Cartagena con la única carga de los muebles y poco más de lo que llevaba puesto. Al contrario de la primera vez, sabía cómo hacer cuanto hiciera falta, conocía a todo el que necesitara en Cartagena, y quería de todo corazón que a la familia le fuera bien, pero que a mí me fuera mal como castigo por mi falta de carácter. La casa estaba en un buen lugar del barrio de la Popa, a la sombra del convento histórico que siempre ha parecido a punto de desbarrancarse. Los cuatro dormitorios y los dos baños de la planta baja estaban reservados para los padres y los once hijos, yo el mayor, de casi veintiséis años, y Eligió el menor, de cinco. Todos bien criados en la cultura caribe de las hamacas y las esteras en el piso y las camas para cuantos tuvieron lugar. En la planta alta vivía el tío Hermógenes Sol, hermano de mi padre, con su hijo Carlos Martínez Simahan. La casa entera no era suficiente para tantos, pero el alquiler estaba moderado por los negocios del tío con la propietaria, de quien sólo sabíamos que era muy rica y la llamaban la Pepa. La familia, con su implacable don de burla, no tardó en encontrar la dirección perfecta con aires de cuplé: «La casa de la Pepa en el pie de la Popa». La llegada de la prole es para mí un recuerdo misterioso. Se había ido la luz en media ciudad, y tratábamos de preparar la casa en las tinieblas para acostar a los niños. Con mis hermanos mayores nos reconocíamos por las voces, pero los menores habían cambiado tanto desde mi última visita, que sus ojos enormes y tristes me espantaban a la luz de las velas. El desorden de baúles, bultos y hamacas colgadas en las tinieblas lo sufrí como un 9 de abril doméstico. Sin embargo, la impresión mayor la sentí cuando traté de mover un talego sin forma que se me escapaba de las manos. Eran los restos de la abuela Tranquilina que mi madre había desenterrado y los llevaba para depositarlos en el osario de San Pedro Claver, donde están los de mi padre y la tía Elvira Carrillo en una misma cripta.
Mi tío Hermógenes Sol era el hombre providencial en aquella emergencia. Lo habían nombrado secretario general de la Policía Departamental en Cartagena y su primera disposición radical fue abrir una brecha burocrática para salvar a la familia. Incluido yo, el descarriado político con una reputación de comunista que no me había ganado por mi ideología sino por mi modo de vestir. Había empleos para todos. A papá le dieron un cargo administrativo sin responsabilidad política. A mi hermano Luis Enrique lo nombraron detective y a mí me dieron una canonjía en las oficinas del Censo Nacional que el gobierno conservador se empeñaba en hacer, tal vez para tener alguna idea de cuántos adversarios quedábamos vivos. El costo moral del empleo era más peligroso para mí que el costo político, porque cobraba el sueldo cada dos semanas y no podía dejarme ver por el sector en el resto del mes para evitar preguntas. La justificación oficial, no sólo para mí sino para unos ciento y tantos empleados más, era que estaba en comisión fuera de la ciudad.
El café Moka, frente a las oficinas del censo, permanecía atestado de falsos burócratas de los pueblos vecinos que sólo iban para cobrar. No hubo un céntimo para mi uso personal durante el tiempo en que firmé la nómina porque mi sueldo era sustancial y se iba completo para el presupuesto doméstico. Mientras tanto, papá había tratado de matricularme en la facultad de derecho, y se dio de bruces con la verdad que yo le había ocultado. El solo hecho de que él lo supiera me hizo tan feliz como si me hubieran entregado el diploma. Mi felicidad era aún más merecida, porque en medio de tantas contrariedades y trapisondas había encontrado por fin el tiempo y el espacio para terminar la novela.
Mi entrada en El Universal me la hicieron sentir como un regreso a casa. Eran las seis de la tarde, la hora más movida, y el silencio abrupto que mi entrada provocó en los linotipos y las máquinas de escribir se me anudó en la garganta. Al maestro Zabala no le había pasado un minuto en sus mechones de indio. Como si nunca me hubiera ido me pidió el favor de que le escribiera una nota editorial que tenía atrasada. Mi máquina la ocupaba un primípara adolescente que se cayó por la prisa atolondrada con que me cedió el asiento. Lo primero que me sorprendió fue la dificultad de una nota anónima con la circunspección editorial, después de unos dos años de desafueros con «La Jirafa». Llevaba escrita una cuartilla cuando se acercó a saludarme el director López Escauriaza. Su flema británica era un lugar común en tertulias de amigos y caricaturas políticas, y me impresionó su rubor de alegría al saludarme con un abrazo. Cuando terminé la nota, Zabala me esperaba con un papelito donde el director había hecho cuentas para proponerme un sueldo de ciento veinte pesos al mes por notas editoriales. Me impresionó tanto la cifra, insólita por la fecha y el lugar, que ni siquiera contesté ni di las gracias sino que me senté a escribir dos notas más, embriagado por la sensación de que la Tierra giraba en realidad alrededor del sol.
Era como haber vuelto a los orígenes. Los mismos temas corregidos en rojo liberal por el maestro Zabala, sincopados por la misma censura de un censor ya vencido por las astucias impías de la redacción, las mis masmediasnoches de bisté a caballo con patacones en La Cueva y el mismo tema de componer el mundo hasta el amanecer en el paseo de los Mártires. Rojas Herazo había pasado un año vendiendo cuadros para mudarse a cualquier parte, hasta que se casó con Rosa Isabel, la grande, y se mudó para Bogotá. Al final de la noche me sentaba a escribir «La Jirafa» que mandaba a El Heraldo por el único medio moderno de entonces que era el correo ordinario, y con muy pocas faltas por fuerza mayor, hasta el pago de la deuda.