Mi madre siguió firme en su determinación de impedirlo contra todo argumento, hasta treinta años después del drama, cuando ella misma me llamó a Barcelona para darme la mala noticia de que Julieta Chímente, la madre de Cayetano, había muerto sin reponerse todavía de la falta del hijo. Pero esa vez, con su moral a toda prueba, mi madre no encontró razones para impedir el reportaje.
– Sólo una cosa te suplico como madre -me dijo-. Trátalo como si Cayetano fuera hijo mío.
El relato, con el título de Crónica de una muerte anunciada, se publicó dos años después. Mi madre no lo leyó por un motivo que conservo como otra joya suya en mi museo personal: «Una cosa que salió tan mal en la vida no puede salir bien en un libro».
El teléfono de mi escritorio había sonado a las cinco de la tarde una semana después de la muerte de Cayetano, cuando empezaba a escribir mi tarea diaria en El Heraldo. Llamaba mi papá, acabado de llegar a Barranquilla sin anunciarse, y me esperaba de urgencia en el café Roma. La tensión de su voz me asustó, pero más me alarmé de verlo como nunca, desarreglado y sin afeitar, con el vestido azul celeste del 9 de abril masticado por el bochorno de la carretera, y sostenido apenas por la rara placidez de los vencidos.
Quedé tan abrumado que no me siento capaz de transmitir la angustia y la lucidez con que papá me informó del desastre familiar. Sucre, el paraíso de la vida fácil y las muchachas bellas, había sucumbido al embate sísmico de la violencia política. La muerte de Cayetano no era más que un síntoma.
– Tú no te das cuenta de lo que es aquel infierno porque vives en este oasis de paz -me dijo-. Pero los que todavía estamos vivos allá es porque Dios nos conoce.
Era uno de los pocos miembros del Partido Conservador que no habían tenido que esconderse de los liberales enardecidos después del 9 de abril, y ahora los mismos suyos que se acogieron a su sombra lo repudiaban por su tibieza. Me pintó un cuadro tan aterrador -y tan real- que justificaba de sobra su determinación atolondrada de abandonarlo todo para llevarse la familia a Cartagena. Yo no tenía razón ni corazón contra él, pero pensé que podía entretenerlo con una solución menos radical que la mudanza inmediata.
Hacía falta tiempo para pensar. Nos tomamos dos refrescos en silencio, cada cual en lo suyo, y él recobró su idealismo febril antes de terminar y me dejó sin habla. «Lo único que me consuela de toda esta vaina -dijo con un suspiro trémulo- es la felicidad de que puedas por fin terminar tus estudios.» Nunca le dije cuánto me conmovió aquella dicha fantástica por una causa tan trivial. Sentí un soplo helado en el vientre, fulminado por la idea perversa de que el éxodo de la familia no era más que una astucia suya para obligarme a ser abogado. Lo miré directo a los ojos y eran dos remansos atónitos. Me daba cuenta de que estaba tan indefenso y ansioso que no me obligaría a nada, ni me negaría nada, pero tenía bastante fe en su Divina Providencia para creer que podía rendirme por cansancio. Y más aún: con el mismo ánimo cautivo me reveló que me había conseguido un empleo en Cartagena, y tenía todo listo para mi posesión el lunes siguiente. Un gran empleo, me explicó, al que sólo tenía que asistir cada quince días para cobrar el sueldo.
Era mucho más de lo que yo podía digerir. Con los dientes apretados le adelanté algunas reticencias que lo prepararan para una negativa final. Le conté la larga conversación con mi madre en el viaje a Aracataca de la que nunca recibí ningún comentario suyo, pero entendí que su indiferencia por el tema era la mejor respuesta. Lo más triste era que yo le jugaba con los dados compuestos, porque sabía que no sería aceptado en la universidad por haber perdido dos materias del segundo año, que nunca rehabilité, y otras tres irrecuperables en el tercero. Se lo había ocultado a la familia por evitarle un disgusto inútil y no quise imaginar siquiera cuál sería la reacción de papá si se lo contaba aquella tarde. Al principio de la conversación había resuelto no ceder a ninguna debilidad del corazón porque me dolía que un hombre tan bondadoso tuviera que dejarse ver por sus hijos en semejante estado de derrota. Sin embargo, me pareció que era hacerle demasiada confianza a la vida. Al final me entregué a la fórmula fácil de pedirle una noche de gracia para pensar.
– De acuerdo -dijo él-, siempre que no pierdas de vista que tienes en tus manos la suerte de la familia.
La condición sobraba. Era tan consciente de mi debilidad, que cuando lo despedí en el último autobús, a las siete de la noche, tuve que sobornar al corazón para no irme en el asiento de al lado. Para mí era claro que se había cerrado el ciclo, y que la familia volvía a ser tan pobre que sólo podía sobrevivir con el concurso de todos. No era una buena noche para decidir nada. La policía había desalojado por la fuerza a varias familias de refugiados del interior que estaban acampados en el parque de San Nicolás huyendo de la violencia rural. Sin embargo, la paz del café Roma era inexpugnable. Los refugiados españoles me preguntaban siempre qué sabía de don Ramón Vinyes, y siempre les decía en broma que sus cartas no llevaban noticias de España sino preguntas ansiosas por las de Barranquilla. Desde que murió no volvieron a mencionarlo pero mantenían en la mesa su silla vacía. Un contertulio me felicitó por «La Jirafa» del día anterior que le había recordado de algún modo el romanticismo desgarrado de Mariano José de Larra, y nunca supe por qué. El profesor Pérez Domenech me sacó del apuro con una de sus frases oportunas: «Espero que no siga también el mal ejemplo de pegarse un tiro». Creo que no lo habría dicho si hubiera sabido hasta qué punto podía ser cierto aquella noche. Media hora después llevé del brazo a Germán Vargas hasta el fondo del café Japy. Tan pronto como nos sirvieron le dije que tenía que hacerle una consulta urgente. El se quedó a mitad de camino con el pocillo que estaba a punto de probar -idéntico a don Ramón-, y me preguntó alarmado:
– ¿Para dónde se va?
Su clarividencia me impresionó.
– ¡Cómo carajo lo sabe! -le dije.
No lo sabía, pero lo había previsto, y pensaba que mi renuncia sería el final de Crónica, y una irresponsabilidad grave que pesaría sobre mí por el resto de mi vida. Me dio a entender que era poco menos que una traición, y nadie tenía más derecho que él para decírmelo. Nadie sabía qué hacer con Crónica pero todos éramos conscientes de que Alfonso la había mantenido en un momento crucial, incluso con inversiones superiores a sus posibilidades, de modo que nunca logré quitarle a Germán la mala idea de que mi mudanza irremediable era una sentencia de muerte para la revista. Estoy seguro de que él, que lo entendía todo, sabía que mis motivos eran ineludibles, pero cumplió con el deber moral de decirme lo que pensaba.
Al día siguiente, mientras me llevaba a la oficina de Crónica, Álvaro Cepeda dio una muestra conmovedora de la crispación que le causaban las borrascas íntimas de los amigos. Sin duda ya conocía por Germán mi decisión de irme y su timidez ejemplar nos salvó a ambos de cualquier argumento de salón.
– Qué carajo -me dijo-. Irse para Cartagena no es irse para ninguna parte. Lo jodido sería irse para Nueva York, como me tocó a mí, y aquí estoy completito.
Era la clase de respuestas parabólicas que le servían en casos como el mío para saltarse las ganas de llorar. Por lo mismo no me sorprendió que prefiriera hablar por primera vez del proyecto de hacer cine en Colombia, que habríamos de continuar sin resultados por el resto de nuestras vidas. Lo rozó como un modo sesgado de dejarme con alguna esperanza, y frenó en seco entre la muchedumbre atascada y los ventorrillos de cacharros de la calle San Blas.
– ¡Ya le dije a Alfonso -me gritó desde la ventanilla que mande al carajo la revista y hagamos una como Time!
La conversación con Alfonso no fue fácil para mi ni para él porque teníamos una aclaración atrasada desde hacía unos seis meses, y ambos sufríamos de una especie de tartamudez mental en ocasiones difíciles. Ocurrió que en uno de mis berrinches pueriles en la sala de armada había quitado mi nombre y mi título de la bandera de Crónica, como una metáfora de renuncia formal, y cuando la tormenta pasó me olvidé de reponerlos. Nadie cayó en la cuenta antes que Germán Vargas dos semanas después, y lo comentó con Alfonso. También para él fue una sorpresa. Porfirio, el jefe de armada, les contó cómo había sido el berrinche, y ellos acordaron dejar las cosas como estaban hasta que yo les diera mis razones. Para desgracia mía, lo olvidé por completo hasta el día en que Alfonso y yo nos pusimos de acuerdo para que me fuera de Crónica. Cuando terminamos, me despidió muerto de risa con una broma típica de las suyas, fuerte pero irresistible.