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– ¡Bandido!

Era Manuel Zapata Olivella, habitante empedernido de la calle de la Mala Crianza, donde viviera la familia de los abuelos de sus tatarabuelos africanos. Nos habíamos visto en Bogotá, en medio del fragor del 9 de abril, y nuestro primer asombro en Cartagena fue reencontrarnos vivos. Manuel, además de médico de caridad era novelista, activista político y promotor de la música caribe, pero su vocación más dominante era tratar de resolverle los problemas a todo el mundo. No bien habíamos intercambiado nuestras experiencias del viernes aciago y nuestros planes para el porvenir, cuando me propuso que probara suerte en el periodismo. Un mes antes el dirigente liberal Domingo López Escauriaza había fundado el diario El Universal, cuyo jefe de redacción era Clemente Manuel Zabala. Había oído hablar de éste no como periodista sino como erudito de todas las músicas y comunista en reposo. Zapata Olivella se empeñó en que fuéramos a verlo, pues sabía que buscaba gente nueva para provocar con el ejemplo un periodismo creador contra el rutinario y sumiso que reinaba en el país, sobre todo en Cartagena, que era entonces una de las ciudades más retardatarias.

Tenía muy claro que el periodismo no era mi oficio. Quería ser un escritor distinto, pero trataba de serlo por imitación de otros autores que no tenían nada que ver conmigo. De modo que en aquellos días estaba en una pausa de reflexión, porque después de mis primeros tres cuentos publicados en Bogotá, y tan elogiados por Eduardo Zalamea y otros críticos y amigos buenos y malos, me sentía en un callejón sin salida. Zapata Olivella insistió contra mis razones en que periodismo y literatura terminaban a la corta por ser lo mismo, y un vínculo con El Universal podría asegurarme tres destinos al mismo tiempo: resolverme la vida de una manera digna y útil, colocarme en un medio profesional que era por sí solo un oficio importante y trabajar con Clemente Manuel Zabala, el mejor maestro de periodismo que podía imaginarse. El freno de timidez que me produjo aquel razonamiento tan sencillo pudo ponerme a salvo de una desgracia. Pero Zapata Olivella no sabía sobrevivir a sus fracasos y me emplazó para el día siguiente a las cinco de la tarde en el número 381 de la calle de San Juan de Dios, donde estaba el periódico.

Dormí a saltos esa noche. El día siguiente, al desayuno, le pregunté a la dueña del hotel dónde estaba la calle de San Juan de Dios, y ella me la señaló con el dedo desde la ventana.

– Es ahí mismo -me dijo-, dos cuadras más allá.

Allí estaba la oficina de El Universal, frente a la inmensa pared de piedra dorada de la iglesia de San Pedro Claver, el primer santo de las Américas, cuyo cuerpo incorrupto está expuesto desde hace más de cien años bajo el altar mayor. Es un viejo edificio colonial bordado de remiendos republicanos y dos puertas grandes y unas ventanas por las cuales se veía todo lo que era el periódico. Pero mi verdadero terror estaba detrás de una baranda de madera sin cepillar a unos tres metros de la ventana: un hombre maduro y solitario, vestido de dril blanco con saco y corbata, de piel prieta y cabellos duros y negros de indio, que escribía a lápiz en un viejo escritorio con rimeros de papeles atrasados. Volví a pasar en sentido contrario con una fascinación apremiante, y dos veces más, y en la cuarta vez como en la primera no tuve ni la mínima duda de que aquel hombre era Clemente Manuel Zabala, idéntico a como lo había supuesto, pero más temible. Aterrado, tomé la decisión simple de no concurrir a la cita de aquella tarde con un hombre a quien bastaba verlo por una ventana para descubrir que sabía demasiado sobre la vida y sus oficios. Regresé al hotel y me regalé otro de mis días típicos sin remordimientos tirado bocarriba en la cama con Los monederos falsos de André Gide, y fumando sin pausas. A las cinco de la tarde, el portón del dormitorio se estremeció con una palmada seca como un tiro de rifle.

– ¡Vamos, carajo! -me gritó desde la entrada Zapata Olivella-. Zabala te está esperando, y nadie en este país puede darse el lujo de dejarlo colgado.

El principio fue más difícil de lo que hubiera imaginado en una pesadilla. Zabala me recibió sin saber qué hacer, fumando sin pausas con un desasosiego agravado por el calor. Nos mostró todo. De un lado, la dirección y la gerencia. Del otro, la sala de redacción y el taller con tres escritorios desocupados a esas horas tempranas, y al fondo una rotativa sobreviviente de una asonada y los dos únicos linotipos.

Mi sorpresa grande fue que Zabala había leído mis tres cuentos y la nota de Zalamea le había parecido justa.

– A mí no -le dije-. Los cuentos no me gustan. Los escribí por impulsos un poco inconscientes y después de leerlos impresos no supe por dónde seguir.

Zabala aspiró a fondo el humo y le dijo a Zapata Olivella:

– Es un buen síntoma.

Manuel atrapó la ocasión al vuelo y le dijo que yo podría serle útil en el periódico con el tiempo libre de la universidad. Zabala dijo que él había pensado lo mismo cuando Manuel le pidió la cita para mí. Al doctor López Escauriaza, el director, me presentó como el colaborador posible del que le había hablado la noche anterior.

– Sería estupendo -dijo el director con su eterna sonrisa de caballero a la antigua.

No quedamos en nada pero el maestro Zabala me pidió que volviera al día siguiente para presentarme a Héctor Rojas Herazo, poeta y pintor de los buenos y su columnista estelar. No le dije que había sido mi maestro de dibujo en el colegio San José por una timidez que hoy me parece inexplicable. Al salir de allí, Manuel dio un salto de júbilo en la plaza de la Aduana, frente a la fachada imponente de San Pedro Claver, y exclamó con un júbilo prematuro:

– ¡Ya viste, tigre, la vaina está hecha! Le correspondí con un abrazo cordial para no desilusionarlo, pero me iba con serias dudas sobre mi porvenir. Manuel me preguntó entonces cómo me había parecido Zabala, y le contesté la verdad. Me pareció un pescador de almas. Ése era tal vez un motivo determinante de los grupos juveniles que se nutrían de su razón y su cautela. Concluí, sin duda con una falsa apreciación de viejo prematuro, que tal vez era ese modo de ser lo que le había impedido tener un papel decisivo en la vida pública del país.

Manuel me llamó en la noche muerto de risa por una conversación que había tenido con Zabala. Este le había hablado de mí con un gran entusiasmo, reiteró su seguridad de que sería una adquisición importante para la página editorial, y el director pensaba igual. Pero la razón verdadera de su llamada era contarme que lo único que inquietaba al maestro Zabala era que mi timidez enfermiza podía ser un obstáculo grande en mi vida.

Si a última hora decidí volver al periódico fue porque la mañana siguiente me abrió la puerta de la ducha un compañero de cuarto y me puso ante los ojos la página editorial de El Universal. Había una nota terrorífica sobre mi llegada a la ciudad, que me comprometía como escritor antes de serlo y como periodista inminente a menos de veinticuatro horas de haber visto por dentro un periódico por primera vez. A Manuel, que me llamó al instante por teléfono para felicitarme, le reproché sin disimular la rabia de que hubiera escrito algo tan irresponsable sin antes hablarlo conmigo. Sin embargo, algo cambió en mí, y tal vez para siempre, cuando supe que la nota la había escrito el maestro Zabala de su puño y letra. Así que me amarré los pantalones y volví a la redacción para darle las gracias. Apenas si me hizo caso. Me presentó a Héctor Rojas Herazo, con pantalones de caqui y camisa de flores amazónicas, y palabras enormes disparadas con una voz de trueno, que no se rendía en la conversación hasta atrapar su presa.

El, por supuesto, no me reconoció como uno más de sus alumnos en el colegio San José de Barranquilla.

El maestro Zabala -como lo llamaban todos- nos puso en su órbita con recuerdos de dos o tres amigos comunes, y de otros que yo debía conocer. Luego nos dejó solos y volvió a la guerra encarnizada de su lápiz al rojo vivo contra sus papeles urgentes, como si nunca hubiera tenido nada que ver con nosotros. Héctor siguió hablándome en el rumor de llovizna menuda de los linotipos- como si tampoco él hubiera tenido algo que ver con Zabala. Era un conversador infinito, de una inteligencia verbal deslumbrante, un aventurero de la imaginación que inventaba realidades inverosímiles que él mismo terminaba por creer. Conversamos durante horas de otros amigos vivos y muertos, de libros que nunca debieron ser escritos, de mujeres que nos olvidaron y no podíamos olvidar, de las playas idílicas del paraíso caribe de Tolú -donde él nació- y de los brujos infalibles y las desgracias bíblicas de Aracataca. De todo lo habido y lo debido, sin beber nada, sin respirar apenas y fumando hasta por los codos por miedo de que la vida no nos alcanzara para todo lo que todavía nos faltaba por conversar.

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