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– ¡Manos arriba!

Las levanté aliviado, seguro de que eran por fin mis amigos, y me encontré con dos agentes de la policía, montunos y más bien andrajosos, que me apuntaban con sus fusiles nuevos. Querían saber por qué había violado el toque de queda que regía desde dos horas antes. No sabía siquiera que lo hubieran impuesto el domingo anterior, como me informaron ellos, ni había oído toques de cornetas o campanas, ni ningún otro indicio que me hubiera permitido entender por qué no había nadie en las calles. Los agentes fueron más perezosos que comprensivos cuando vieron mis papeles de identidad mientras les explicaba por qué estaba allí. Me los devolvieron sin mirarlos. Me preguntaron cuánta plata tenía y les dije que no llegaba a cuatro pesos. Entonces el más resuelto de los dos me pidió un cigarrillo y les mostré la colilla apagada que pensaba fumarme antes de dormir. Me la quitó y se la fumó hasta las uñas. Al cabo de un rato me llevaron del brazo a lo largo de la calle, más por las ansias de fumar que por disposición de la ley, en busca de un lugar abierto para comprar cigarrillos sueltos de a un centavo. La noche se había vuelto diáfana y fresca bajo la luna llena, y el silencio parecía una sustancia invisible que podía respirarse como el aire. Entonces comprendí lo que tanto nos contaba papá sin que se lo creyéramos, que ensayaba el violín de madrugada en el silencio del cementerio para sentir que sus valses de amor podían oírse en todo el ámbito del Caribe.

Cansados de la búsqueda inútil de cigarrillos sueltos, salimos de la muralla hasta un muelle de cabotaje con vida propia detrás del mercado público, donde atracaban las goletas de Curazao y Aruba y otras Antillas menores. Era el trasnochadero de la gente más divertida y útil de la ciudad, que tenía derecho a salvoconductos para el toque de queda por la índole de sus oficios. Comían hasta la madrugada en una fonda a cielo abierto con buen precio y mejor compañía, pues allí iban a parar no sólo los empleados nocturnos, sino todo el que quisiera comer cuando ya no había dónde. El lugar no tenía nombre oficial y se conocía con el que menos le sentaba: La Cueva.

Los agentes llegaron como a su casa. Era evidente que los clientes ya sentados a la mesa se conocían de siempre y se sentían contentos de estar juntos. Era imposible detectar apellidos porque todos se trataban con sus apodos de la escuela y hablaban a gritos al mismo tiempo sin entenderse ni mirar a quién. Estaban en ropas de trabajo, salvo un sesentón adónico de cabeza nevada en esmoquin de otros tiempos, junto a una mujer madura y todavía muy bella con un traje de lentejuelas gastado por el uso y demasiadas joyas legítimas. Su presencia podía ser un dato vivo de su condición, porque eran muy escasas las mujeres cuyos maridos les permitieran aparecer por aquellos sitios de mala fama. Hubiera pensado que eran turistas de no haber sido por el desenfado y el acento criollo, y su familiaridad con todos. Más tarde supe que no eran nada de lo que parecían, sino un viejo matrimonio de cartageneros despistados que se vestían de gala con cualquier pretexto para cenar fuera de casa y aquella noche encontraron dormidos a los anfitriones y los restaurantes cerrados por el toque de queda.

Fueron ellos quienes nos invitaron a cenar. Los otros abrieron sitios en el mesón, y los tres nos sentamos un poco oprimidos e intimidados. También trataban a los agentes con familiaridad de criados. Uno era serio y suelto, y tenía reflejos de niño bien en la mesa. El otro parecía despalomado, salvo en el comer y el fumar. Yo, más por tímido que por comedido, ordené menos platos que ellos y cuando me di cuenta de que iba a quedar con más de la mitad de mi hambre ya los otros habían terminado.

El propietario y servidor único de La Cueva se llamaba José Dolores, un negro casi adolescente, de una belleza incómoda, envuelto en sábanas inmaculadas de musulmán, y siempre con un clavel vivo en la oreja. Pero lo que más se le notaba era la inteligencia excesiva, que sabía usar sin reservas para ser feliz y hacer felices a los demás. Era evidente que le faltaba muy poco para ser mujer y tenía una fama bien fundada de que sólo se acostaba con su marido. Nadie le hizo nunca una broma por su condición, porque tenía una gracia y una rapidez de réplica que no dejaba favor sin agradecer ni agravio sin cobrar. Él solo lo hacía todo, desde cocinar con certeza lo que sabía que a cada cliente le gustaba, hasta freír las tajadas de plátano verde con una mano y arreglar las cuentas con la otra, sin más ayuda que la muy escasa de un niño de unos seis años que lo llamaba mamá. Cuando nos despedimos me sentía conmovido por el hallazgo, pero no me habría imaginado que aquel lugar de trasnochados díscolos iba a ser uno de los inolvidables de mi vida.

Después de la comida acompañé a los agentes para que completaran sus rondas atrasadas. La luna era un plato de oro en el cielo. La brisa empezaba a levantarse y arrastraba desde muy lejos retazos de músicas y gritos remotos de parranda grande. Pero los agentes sabían que en los barrios de pobres nadie se iba a la cama por el toque de queda sino que armaban bailes de cuota en casas distintas cada noche, sin salir a la calle hasta el amanecer.

Cuando dieron las dos tocamos en mi hotel sin ninguna duda de que los amigos habían llegado, pero esta vez el guardián nos mandó al carajo sin complacencias por despertarlo para nada. Los agentes cayeron entonces en la cuenta de que yo no tenía dónde dormir y resolvieron llevarme a su cuartel. Me pareció una burla tan atrevida que perdí el buen humor y les solté una impertinencia. Uno de ellos, sorprendido de mi reacción pueril, me puso en orden con el cañón del fusil en el estómago.

– Deja de ser pendejo -me dijo muerto de risa-. Acuérdate que todavía estás preso por violar el toque de queda.

Así dormí -en un calabozo para seis y sobre una estera fermentada de sudor ajeno- mi primera noche feliz de Cartagena.

Llegar al alma de la ciudad fue mucho más fácil que sobrevivir al primer día. Antes de dos semanas había resuelto las relaciones con mis padres, que aprobaron sin reservas mi decisión de vivir en una ciudad sin guerra. La dueña del hotel, arrepentida de haberme condenado a una noche de cárcel, me acomodó con veinte estudiantes más en un galpón recién construido en la azotea de su hermosa casa colonial. No tuve motivos de queja, pues era una copia caribe del dormitorio del Liceo Nacional, y costaba menos que la pensión de Bogotá con todo incluido.

El ingreso a la facultad de derecho se resolvió en una hora con el examen de admisión ante el secretario, Ignacio Vélez Martínez, y un maestro de economía política, cuyo nombre no he logrado encontrar en mis recuerdos. Como era de uso, el acto fue en presencia del segundo año en pleno. Desde el preámbulo me llamó la atención la claridad de juicio y la precisión del lenguaje de los dos maestros, en una región famosa en el interior del país por su desparpajo verbal. El primer tema, por sorteo, fue la guerra de Secesión de los Estados Unidos, de la cual yo sabía un poco menos que nada. Fue una lástima no haber leído todavía a los nuevos novelistas norteamericanos, que apenas empezaban a llegarnos, pero tuve la suerte de que el doctor Vélez Martínez empezara con una referencia casual a La cabaña del tío Tom, que yo conocía bien desde el bachillerato. La atrapé al vuelo. Los dos maestros debieron sufrir un golpe de nostalgia, pues los sesenta minutos que habíamos reservado para el examen se nos fueron íntegros en un análisis emocional sobre la ignominia del régimen esclavista en el sur de los Estados Unidos. Y allí nos quedamos. De modo que lo previsto por mí como una ruleta rusa fue una conversación entretenida que mereció una buena calificación y algunos aplausos cordiales.

Así ingresé a la universidad para terminar el segundo año de derecho, con la condición nunca cumplida de que presentara exámenes de rehabilitación en una o dos materias que todavía estaba debiendo del primer año en Bogotá. Algunos condiscípulos se entusiasmaron con mi modo de domesticar los temas, porque había entre ellos una cierta militancia en favor de la libertad creativa en una universidad varada en el rigor académico. Era mi sueño solitario desde el liceo, no por un inconformismo gratuito sino como mi única esperanza de aprobar los exámenes sin estudiar. Sin embargo, los mismos que proclamaban la independencia de criterio en las aulas no podían más que rendirse a la fatalidad y subían al patíbulo de los exámenes con los mamotretos atávicos de los textos coloniales aprendidos de memoria. Por fortuna en la vida real eran maestros curtidos en el arte de mantener vivos los bailes de cuota de los viernes, a pesar de los riesgos de la represión cada día más descarada a la sombra del estado de sitio. Los bailes siguieron haciéndose por acuerdos de mano izquierda con las autoridades de orden público mientras se mantuvo el toque de queda, y cuando fue eliminado renacieron de sus agonías con más ánimos que antes. Sobre todo en Torices, Getsemaní o el pie de la Popa, los barrios más parranderos de aquellos años sombríos. Bastaba con asomarse por las ventanas para escoger la fiesta que nos gustara más, y por cincuenta centavos se bailaba hasta el amanecer con la música más caliente del Caribe aumentada por el estruendo de los altavoces. Las parejas invitadas de cortesía eran las mismas estudiantes que veíamos en la semana a la salida de las escuelas, sólo que llevaban los uniformes de la misa dominical y bailaban como cándidas mujeres de la vida bajo el ojo avizor de tías chaperonas o madres liberadas. Una de esas noches de caza mayor andaba por Getsemaní, que fue durante la Colonia el arrabal de los esclavos, cuando reconocí como un santo y seña una fuerte palmada en la espalda y el estampido de una voz:

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