«Es el demonio, padre mío», le dijo Delaura. «El más terrible de todos».
CINCO
El obispo lo llamó a capítulo en su oficina y escuchó sin contemplaciones su confesión descarnada y completa, consciente de que no estaba
oficiando un sacramento sino una diligencia judicial. La única debilidad que tuvo con él fue mantener en secreto su verdadera falta, pero lo despojó de sus encomiendas y privilegios sin ninguna explicación pública, y lo mandó a servir de enfermero de leprosos en el hospital del Amor de Dios. Él suplicó el consuelo de decir la misa de cinco para los leprosos, y el obispo se lo concedió. Se arrodilló con una sensación de alivio profundo, y rezaron juntos un Padre Nuestro. El obispo lo bendijo y lo ayudó a incorporarse.
«Que Dios se apiade de ti», le dijo. Y lo borró de su corazón.
Aun después de que Cayetano había empezado a cumplir la condena, altos dignatarios de la diócesis intercedieron a su favor, pero el obispo fue inquebrantable. Descartó la teoría de que los exorcistas terminan poseídos por los mismos demonios que quieren conjurar. Su argumento final fue que Delaura no se había concretado a enfrentarlos con la autoridad inapelable de Cristo, sino que incurrió en la impertinencia de discutir con ellos sobre asuntos de fe. Fue eso, dijo el obispo, lo que comprometió su alma y lo puso al borde de la herejía. Sorprendió más, sin embargo, que el obispo hubiera sido tan severo con su hombre de confianza por una culpa que merecía a duras penas una penitencia de velas verdes.
Martina se había hecho cargo de Sierva María con una devoción ejemplar. También ella estaba atribulada por la negativa del indulto, pero la niña no lo advirtió hasta una tarde de bordado en la terraza, cuando alzó la vista y la vio bañada en lágrimas. Martina no le ocultó su desesperación:
«Prefiero estar muerta a seguir muriéndome en este encierro».
Su única esperanza, dijo, eran los tratos de Sierva María con sus demonios. Quería saber quiénes eran, cómo eran, cómo negociar con ellos. La niña enumeró seis, y Martina identificó a uno como un demonio africano que alguna vez había hostigado la casa de sus padres. Una nueva ilusión la animó.
«Quisiera hablar con él», dijo. y precisó el mensaje: «A cambio de mi alma».
Sierva María se regodeó en la picardía. «No tiene habla», dijo. «Uno lo mira a la cara y ya sabe lo que dice». Con toda seriedad le prometió avisarle para que se viera con él en la siguiente visitación.
Cayetano, por su parte, se había sometido con humildad a las condiciones infames del hospital.
Los leprosos, en estado de muerte legal, dormían por los suelos en barracas de palma con pisos de tierra aplanada. Muchos se arrastraban como mejor podían. Los martes, día de curación general, eran agotadores. Cayetano se impuso el sacrificio purificador de lavar los cuerpos menos válidos en las artesas del establo. En esas estaba el primer martes de la penitencia, con la dignidad sacerdotal reducida al burdo camisón de enfermero, cuando apareció Abrenuncio en el alazán que le regaló el marqués.
«¿Cómo va ese ojo?», le preguntó.
Cayetano no le dio pie para hablar de su desgracia o condolerse de su estado. Le agradeció el colirio que, en efecto, le había borrado de la retina la imagen del eclipse.
«No tiene nada que agradecerme», le dijo Abrenuncio. «Le di lo mejor que conocemos para el deslumbramiento solar: gotas de agua lluvia».
Lo invitó a que lo visitara. Cayetano le explicó que no podía salir a la calle sin licencia. Abrenuncio no le dio importancia. «Si usted conoce las ir debilidades de estos reinos, sabrá que las leyes no se cumplen por más de tres días», le dijo. Puso la biblioteca a su disposición para que continuara sus estudios mientras le hacían justicia. Cayetano lo oyó, con interés pero sin ninguna, ilusión..
«Ahí le dejo esa angustia», concluyo Abrenuncio espoleando el caballo. «Ninguno de ellos puede haber hecho un talento como el suyo para malbaratarlo trafricando mulatos».
El martes siguiente le llevó de regalo el tomo de las Cartas Filosóficas en latín. Cayetano lo hojeó, lo olfateó por dentro, calculó su valor. Cuanto más lo apreciaba menos entendía a Abrenuncio.
«Quisiera saber por qué me complace tanto», le dijo.
«Porque los ateos no acertamos a vivir sin los clérigos», dijo Abrenuncio. «Los pacientes nos encomiendan sus cuerpos, pero no sus almas, y andamos como el diablo, tratando de disputárselas a Dios».
«Eso no va con sus creencias», dijo Cayetano.
«Ni yo mismo sé cuáles son», dijo Abrenuncio.
«El Santo Oficio lo sabe», dijo Cayetano.
Al contrario de lo que pudiera pensarse, aquel dardo entusiasmó a Abrenuncio. «Venga a casa y lo discutimos despacio», dijo. «No duermo más de dos horas por noche, y siempre a retazos, así que cualquier momento será bueno». Espoleó el caballo y se fue.
Cayetano aprendió pronto que un poder grande no se pierde a medias. Las mismas personas que antes lo cortejaban por su privanza le sacaban el cuerpo como a un leproso. Sus amigos de las artes y las letras mundanas se hicieron de lado para no tropezar con el Santo Oficio. Pero a él le daba lo mismo. No tenía más corazón que para Sierva María, y aun así no le bastaba. Estaba convencido de que no habría océanos ni montañas, ni leyes de la tierra o el cielo, ni poder del infierno que pudieran apartarlos.
Una noche, por una inspiración desmesurada, escapó del hospital para colarse de cualquier modo en el convento. Había cuatro puertas. La principal, que era la del torno; otra de igual tamaño del lado del mar, y dos pequeñas de servicio. Las dos primeras eran infranqueables. A Cayetano le fue fácil identificar desde la playa la ventana de Sierva María en el pabellón de la cárcel, por ser la única que ya no estaba condenada. Revisó el edificio palmo a palmo desde la calle buscando en vano una brecha mínima por donde escalarlo.
Estaba apunto de rendirse cuando recordó el túnel por donde la población abastecía el convento durante el Cessatio a Divinis. Los túneles, de cuarteles o de conventos, eran muy de la época. Había no menos de seis conocidos en la ciudad, y otros se fueron descubriendo en el curso de los años con sus arandelas de folletín. Un leproso que había sido sepulturero le reveló a Cayetano cuál era el que buscaba; un albañal en desuso que comunicaba el convento con un solar vecino donde el siglo anterior estuvo el cementerio de las primeras clarisas. Salía justo debajo del pabellón de la cárcel, y frente a un muro alto y áspero que parecía inaccesible. Sin embargo, Cayetano consiguió escalarlo al cabo de muchos intentos frustrados, como creía conseguirlo todo por el poder de la oración.
El pabellón era un remanso en la madrugada.
Seguro de que la vigilante dormía fuera, sólo se cuidó de Martina Laborde, que roncaba con la puerta entreabierta. Hasta ese momento lo había tenido en vilo la tensión de la aventura, pero cuando se vio frente a la celda, con el candado abierto en la argolla, el corazón se le salió de quicio. Empujó la puerta con la punta de.los dedos, dejó de vivir mientras duró el chillido de los goznes, y vio a Sierva María dormida a la luz de la veladora del Santísimo. Ella abrió los ojos de pronto, pero se demoró para reconocerlo con el camisón de lienzo de los enfermeros de leprosos.
El le mostró las uñas ensangrentadas.
«Escalé la tapia», le dijo sin voz.
Sierva María no se conmovió.
«Para qué», dijo.
«Para verte», dijo él.
No supo qué más decir, aturdido por el temblor de las manos y las grietas de la voz.
«Váyase», dijo Sierva María.
Él negó con la cabeza varias veces por miedo de que le fallara la voz. «Váyase», repitió ella. «O me pongo a gritar». Él estaba entonces tan cerca que podía sentir su aliento virgen.
«Así me maten no me voy», dijo. Y de pronto se sintió del otro lado del terror, y agregó con voz firme: «De modo que si vas a gritar puedes empezar ya».