«¿Recuerda el título?», preguntó Abrenuncio.
«Nunca lo supe», dijo Delaura. «y daría cualquier cosa por conocer el final».
Sin anunciárselo, el médico le puso enfrente un libro que él reconoció al primer golpe de vista. Era una antigua edición sevillana de Los cuatro libros del Amadís de Gaula. Delaura lo revisó, trémulo, y se dio cuenta de que estaba a punto de ser insalvable.
Al fin se atrevió:
«¿Sabe que éste es un libro prohibido?»
«Como las mejores novelas de estos siglos», dijo Abrenuncio. «Y en lugar de ellas ya no se imprimen sino tratados para hombres doctos. ¿Qué
leerían los pobres de hoy si no leyeran a escondidas
las novelas de caballería?»
«Hay otras», dijo Delaura. «Cien ejemplares de la edición príncipe del Quijote se leyeron aquí el mismo año en que fueron impresos».
«Se leyeron no», dijo Abrenuncio. «Pasaron por la aduana hacia los distintos reinos».
Delaura no le puso atención, porque había logrado identificar el precioso ejemplar del Amadís de Gaula.
«Este libro desapareció hace nueve años del capítulo secreto de nuestra biblioteca y nunca le hallamos el rastro», dijo.
«Debí imaginármelo», dijo Abrenuncio. «Pero hay otros motivos para considerarlo un ejemplar histórico: circuló durante más de un año de mano en mano, por lo menos entre once personas, y por lo menos tres murieron. Estoy seguro de que fueron víctimas de algún efluvio ignoto», «Mi deber sería denunciarlo al Santo Oficio»,
dijo Delaura.
Abrenuncio lo tomó en broma:
«¿He dicho una herejía?»
«Lo digo por haber tenido aquí un libro prohibido y ajeno, y no haberlo denunciado».
«Ese y muchos otros», dijo Abrenuncio, señalando con un amplio círculo del índice sus anaqueles atestados. «Pero si fuera por eso usted habría venido hace tiempo, y yo no le hubiera abierto la puerta».
Se volvió hacia él, y concluyó de buen talante: «En cambio, me alegro de que haya venido ahora, por el placer de verlo aquí».
«El marqués, ansioso por la suerte de su hija, me sugirió que viniera», dijo Delaura.
Abrenuncio lo hizo sentar frente a él, y ambos se abandonaron al vicio de la conversación, mientras una tormenta apocalíptica convulsionaba el mar. El médico hizo una exposición inteligente y erudita de la rabia desde el origen de la humanidad, de sus estragos impunes, de la incapacidad milenaria de la ciencia médica para impedirlos. Dio ejemplos lamentables de cómo se la había confundido desde siempre con la posesión demoníaca, al igual que ciertas formas de locura y otros trastornos del espíritu. En cuanto a Sierva María, al cabo de casi ciento cincuenta días no parecía probable que la contrajera. El único riesgo vigente, concluyó Abrenuncio, era que muriera como tantos otros por la crueldad de los exorcismos.
La última frase le pareció a Delaura una exageración propia de la medicina medieval, pero no la discutió, porque servía bien a sus indicios teológicos de que la niña no estaba poseída. Dijo que los tres idiomas africanos de Sierva María, tan diferentes del español y el portugués, no tenían ni mucho menos la carga satánica que les atribuían en el convento. Había numerosos testimonios de que tenía una fuerza fisica notable, pero no había ninguno de que fuera un poder sobrenatural. Tampoco se le había probado ningún acto de levitación o adivinación del futuro, dos fenómenos que por cierto servían también como pruebas secundarias de santidad. Sin embargo, Delaura había procurado el apoyo de cofrades insignes, y aun de otras comunidades, y ninguno se había atrevido a pronunciarse contra las actas del convento ni a contrariar la credulidad popular. Pero era consciente de que ni sus criterios ni los de Abrenuncio convencerían a nadie, y mucho menos los dos juntos.
«Seríamos usted y yo contra todos», dijo.
«Por eso me sorprendió que viniera», dijo
Abrenuncio. «No soy más que una pieza codiciada en el coto de caza del Santo Oficio».
«La verdad es que ni siquiera sé a ciencia cierta por qué he venido», dijo Delaura. «A no ser que esa criatura me haya sido impuesta por el Espíritu Santo para probar la fortaleza de mi fe».
Le bastó con decirlo para liberarse del nudo de suspiros que lo oprimía. Abrenuncio lo miró a los ojos, hasta el fondo del alma, y se dio cuenta de que estaba a punto de llorar.
«No se atormente en vano», le dijo con un tono sedante. «Tal vez sólo haya venido porque necesitaba hablar de ella».
Delaura se sintió desnudo. Se levantó, buscó los rumbos de la puerta, y no escapó en estampida porque estaba a medio vestir. Abrenuncio lo ayudó a ponerse la ropa todavía mojada, mientras trataba de demorarlo para seguir la charla. «Con usted conversaría sin parar hasta el siglo venturo»,
le dijo. Trató de retenerlo con un frasquito de un colirio transparente para curar la persistencia del eclipse en su ojo. Lo hizo regresar de la puerta para buscar la maletita que había olvidado en algún lugar de la casa. Pero Delaura parecía presa de un dolor mortal. Agradeció la tarde, la ayuda médica, el colirio, pero lo único que concedió fue la promesa de volver otro día con más tiempo.
No podía soportar el apremio de ver a Sierva María. Apenas si advirtió, ya en la puerta, que era noche cerrada. Había escampado, pero los albañales estaban rebosados por la tormenta, y Delaura se echó por el medio de la calle con el agua a los tobillos. La tornera del convento trató de cerrarle el paso por la proximidad de la queda. Él la hizo a un lado:
«Orden del señor obispo».
Sierva María se despertó asustada y no lo reconoció en las tinieblas. Él no supo cómo explicarle por qué iba a una hora tan distinta y agarró al vuelo el pretexto:
«Tu padre quiere verte».
La niña reconoció la maletita, y la cara se le reencendió de furia.
«Pero yo no quiero», dijo.
Él, desconcertado, le preguntó por qué «Porque no», dijo ella. «Prefiero morirme».
Delaura trató de zafarle la correa del tobillo sano creyendo que la complacía.
«Déjeme», dijo ella. «No me toque».
Él no le hizo caso, y la niña le soltó una ráfaga de escupitajos en la cara. Él se mantuvo firme, y le ofreció la otra mejilla. Sierva María siguió escupiéndolo. Él volvió a cambiar la mejilla, embriagado por la vaharada de placer prohibido que le
subió de las entrañas. Cerró los ojos y rezó con el alma mientras ella seguía escupiéndolo, más feroz cuanto más gozaba él, hasta que se dio cuenta de la inutilidad de su rabia. Entonces Delaura asistió al espectáculo pavoroso de una verdadera energúmena. La cabellera de Sierva María se encrespó con vida propia como las serpientes de la Medusa, y de la boca salió una baba verde y un sartal de improperios en lenguas de idólatras. Delaura blandió su crucifijo, lo acercó a la cara de ella, y gritó aterrado:
«Sal de ahí, quienquiera que seas, bestia de los infiernos».
Sus gritos atizaron los de la niña, que estaba a punto de romper las hebillas de.las correas. La guardiana acudió asustada y trató de someterla, pero sólo Martina lo consiguió con sus maneras celestiales. Delaura huyó.
El obispo estaba inquieto de que no hubiera llegado a la lectura de la cena. Se dio cuenta de que flotaba en una nube personal donde nada de este mundo ni del otro le importaba, como no fuera la imagen terrorífica de Sierva María envilecida por el diablo. Huyó a la biblioteca pero no pudo leer. Rezó con la fe exacerbada, cantó la
canción de la tiorba, lloró con lágrimas de aceite ardiente que le abrasaron las entrañas. Abrió la maletita de Sierva María y puso las cosas una por una sobre la mesa. Las conoció, las olió con un deseo ávido del cuerpo, las amó, y habló con ellas en hexámetros obscenos, hasta que no pudo más.
Entonces se desnudó el torso, sacó de la gaveta del mesón de trabajo la disciplina de hierro que nunca se había atrevido a tocar, y empezó a flagelarse con un odio insaciable que no había de darle tregua hasta extirpar en sus entrañas hasta el último vestigio de Sierva María. El obispo, que había quedado pendiente de él, lo encontró revolcándose en un lodazal de sangre y de lágrimas.