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A pesar de tantos escarmientos, ni blancos ni negros ni indios pensaban en la rabia, ni en ninguna de las enfermedades de incubación lenta, mientras no se revelaban los primeros síntomas irreparables. Bernarda Cabrera procedió con el mismo criterio. Pensaba que las fabulaciones de los esclavos iban más rápido y más lejos que las de los cristianos, y que hasta un simple mordisco de perro podía causar un daño a la honra de la familia. Tan segura estaba de sus razones, que ni siquiera le mencionó el asunto al marido, ni volvió a recordarlo hasta el domingo siguiente, cuando la criada fue sola al mercado y vio el cadáver de un perro colgado de un almendro para que se supiera que había muerto del mal de rabia.

Le bastó una mirada para reconocer el lucero en la frente y la pelambre cenicienta del que mordió a Sierva María. Sin embargo, Bernarda no se preocupó cuando se lo contaron. No había de qué: la herida estaba seca y no quedaba ni rastro de las escoriaciones.

Diciembre había empezado mal, pero pronto recuperó sus tardes de amatista y sus noches de brisas locas. La Navidad fue más alegre que en otros años por las buenas noticias de España. Pero la ciudad no era la de antes. El mercado principal de esclavos se había trasladado a La Habana, y los mineros y hacendados de estos reinos de Tierra Firme preferían comprar su mano de obra de contrabando y a menor precio en las Antillas inglesas. De modo que había dos ciudades: una alegre y multitudinaria durante los seis meses que permanecían los galeones, y otra soñolienta en el resto del año, a la espera de que regresaran.

No volvió a saberse nada de los mordidos hasta principios de enero, cuando una india andariega conocida con el nombre de Sagunta tocó a la puerta del marqués a la hora sagrada de la siesta. Era muy vieja, y andaba descalza a pleno sol con un bordón de carreto y envuelta de pies a cabeza en una sábana blanca. Tenía la mala fama de ser remiendavirgos y abortera, aunque la compensaba con la buena de conocer secretos de indios para levantar desahuciados.

El marqués la recibió de mala gana, de pie en el zaguán y demoró en entender lo que quería, pues era una mujer de gran parsimonia y circunloquios enrevesados. Dio tantas vueltas y revueltas para llegar al asunto, que el marqués perdió la paciencia.

«Sea lo que sea, dígamelo sin más latines», le dijo.

«Estamos amenazados por una peste de mal de rabia», dijo Sagunta,

«y yo soy la única que tengo las llaves de San Huberto, patrono de los cazadores y sanador de los arrabiados».

«No veo el porqué de una peste», dijo el marqués.

«No hay anuncios de cometas ni eclipses, que yo sepa, ni tenemos culpas tan grandes como para que Dios se ocupe de nosotros».

Sagunta le informó que en marzo habría un eclipse total de sol, y le dio noticias completas de los mordidos el primer domingo de diciembre.

Dos habían desaparecido, sin duda escamoteados por los suyos para tratar de hechizarlos, y un tercero había muerto del mal de rabia en la segunda semana. Había un cuarto que no fue mordido sino apenas salpicado por la baba del mismo perro, y estaba agonizando en el hospital del Amor de Dios.

El alguacil mayor había hecho envenenar aun centenar de perros sin dueño en lo que iba del mes. En una semana más no quedaría uno vivo en la calle.

«De todos modos, no sé qué tenga yo que ver con eso», dijo el marqués.

«y menos a una hora tan extraviada».

«Su niña fue la primera mordida», dijo Sagunta.

El marqués le dijo con una gran convicción:

«Si así fuera, yo habría sido el primero en saberlo».

Creía que la niña se sentía bien, y no le parecía posible que algo tan grave le hubiera ocurrido sin que él lo supiera. Así que dio la visita por terminada y se fue a completar la siesta.

No obstante, esa tarde buscó a Sierva María en los patios del servicio. Estaba ayudando a desollar conejos, con la cara pintada de negro, descalza y con el turbante colorado de las esclavas. Le preguntó si era verdad que la había mordido un perro, y ella le contestó que no sin la menor duda. Pero Bernarda se lo confirmó esa noche. El marqués, confundido, preguntó:

«¿Por qué Sierva lo niega?».

«Porque no hay modo de que diga una verdad ni por yerro», dijo Bernarda.

«Entonces hay que proceder», dijo el marqués,

«porque el perro tenía el mal de rabia».

«Al contrario», dijo Bernarda.

«más bien, el perro debió morir por morderla a ella. Eso fue por diciembre y la muy descarada está como una flor».

Ambos siguieron atentos a los rumores crecientes sobre la gravedad de la peste, y aun contra sus deseos tuvieron que conversar otra vez sobre asuntos que les eran comunes, como en los tiempos en que se odiaban menos. Para él era claro. Siempre creyó que amaba a la hija, pero el miedo al mal de rabia lo obligaba a confesarse que se engañaba a sí mismo por comodidad. Bernarda, en cambio, no se lo preguntó siquiera, pues tenía plena conciencia de no amarla ni de ser amada por ella, y ambas cosas le parecían justas. Mucho del odio que ambos sentían por la niña era por lo que ella tenía del uno y del otro. Sin embargo, Bernarda estaba dispuesta a hacer la farsa de las lágrimas y a guardar un luto de madre adolorida por preservar su honra, con la condición de que la muerte de la niña fuera por una causa digna.

«No importa cuál», precisó, «siempre que no sea una enfermedad de perro».

El marqués comprendió en ese instante, como una deflagración celestial, cuál era el sentido de su vida.

«La niña no se va a morir», dijo, resuelto. «Pero si tiene que morir ha de ser de lo que Dios disponga».

El martes fue al hospital del Amor de Dios, en el cerro de San Lázaro, para ver al arrabiado de que le habló Sagunta. No fue consciente de que su carroza de crespones mortuorios iba a ser vista como un síntoma más de las desgracias que se estaban incubando, pues hacía muchos años que no salía de su casa sino en las grandes ocasiones, y hacía otros muchos que no había ocasiones más grandes que las infaustas.

La ciudad estaba sumergida en su marasmo de siglos, pero no faltó quien vislumbrara el rostro macilento, los ojos fugaces del caballero incierto con sus tafetanes de luto, cuya carroza abandonó el recinto amurallado y se dirigió a campo traviesa hacia el cerro de San Lázaro. En el hospital, los leprosos tirados en los pisos de ladrillos lo vieron entrar con sus trancos de muerto, y le cerraron el paso para pedirle una limosna. En el pabellón de los furiosos continuos, amarrado a un poste, estaba el arrabiado.

Era un mulato viejo con la cabeza y la barba algodonadas. Estaba ya paralizado de medio cuerpo, pero la rabia le había infundido tanta fuerza en la otra mitad, que debieron amarrarlo para que no se despedazara contra las paredes. Su relato no dejaba dudas de que lo había mordido el mismo perro ceniciento del lucero blanco que mordió a Sierva María. Y lo había babeado, en efecto, aunque no sobre la piel sana sino en una úlcera crónica que tenía en la pantorrilla. Esa precisión no fue bastante para tranquilizar al marqués, que abandonó el hospital horrorizado por la visión del moribundo y sin una luz de esperanza para Sierva María.

Cuando volvía a la ciudad por la cornisa del cerro encontró a un hombre de gran apariencia sentado en una piedra del camino junto a su caballo muerto. El marqués hizo detener el coche, y sólo cuando el hombre se puso de pie reconoció al licenciado Abrenuncio de Sa Pereira Cao, el médico más notable y controvertido de la ciudad. Era idéntico al rey de bastos. Llevaba un sombrero de alas grandes para el sol, botas de montar, y la capa negra de los libertos letrados. Saludó al marqués con una ceremonia poco usual.

«Benedictus qui venit in nomine veritatis», dijo.

Su caballo no había resistido de bajada la misma cuesta que había subido al trote, y se le reventó el corazón. Neptuno, el cochero del marqués, trató de desensillarlo. El dueño lo disuadió.

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