El obispo se alarmó cuando le vio llegar con la cara arañada y un mordisco en la mano que dolía de sólo verlo. Pero más lo alarmó la reacción de Delaura, que mostraba sus heridas como trofeos de guerra y se burlaba del peligro de contraer la rabia. Sin embargo, el médico del obispo le hizo una curación severa, pues era de los que temían que el eclipse del lunes siguiente fuera el preludio de graves desastres.
En cambio, Martina Laborde, la vulneraria, no halló la menor resistencia en Sierva María. Se había asomado en puntillas a la celda, como al azar, y la había visto amarrada de pies y manos en la cama.
La niña se puso en guardia, y mantuvo sus ojos bajos y alerta hasta que Martina le sonrió. Entonces sonrió también y se entregó sin condiciones. Fue como si el alma de Dominga de Adviento hubiera saturado el ámbito de la celda.
Martina le contó quién era, y por qué estaba allí para el resto de sus días, a pesar de que había perdido la voz de tanto proclamar su inocencia. Cuando le preguntó a Sierva María las razones de su encierro, ella pudo decirle apenas lo que sabía por su exorcista:
«Tengo adentro un diablo».
Martina la dejó en paz, pensando que mentía, o que le habían mentido, sin saber que ella era una de las pocas blancas a quienes les había dicho la verdad. Le hizo una demostración del arte de bordar, y la niña le pidió que la soltara para tratar de hacerla igual. Martina le mostró las tijeras que llevaba en el bolsillo de la bata con otros útiles de costura.
«Lo que quieres es que te suelte», le dijo.
«Pero te advierto que si tratas de hacerme mal tengo cómo matarte».
Sierva María no puso en duda su determinación.
Se hizo soltar, y repitió la lección con la facilidad y el buen oído con que aprendió a tocar la tiorba. Antes de retirarse, Martina le prometió conseguir el permiso para ver juntas, el lunes próximo, el eclipse total de sol.
Al amanecer del viernes, las golondrinas se despidieron con una amplia vuelta en el cielo, y rociaron calles y tejados con una nevada de añil nauseabundo. Fue dificil comer y dormir mientras los soles del mediodía no secaron el fiemo empedernido y las brisas de la noche depuraron el aire.
– Pero el terror prevaleció. Nunca se había visto que las golondrinas cagaran en pleno vuelo ni que la hedentina de su estiércol estorbara para vivir.
En el convento, desde luego, nadie dudó de que Sierva María tuviera poderes bastantes para alterar las leyes de las migraciones. Delaura lo sintió hasta en la dureza del aire, el domingo después de la misa, mientras atravesaba el jardín con una canastilla de dulces de los portales. Sierva María, ajena a todo, llevaba todavía el rosario colgado del cuerpo, pero no le contestó el saludo ni se dignó mirarlo. Él se sentó a su lado, masticó con deleite una almojábana de la canastilla, y dijo con la boca llena:
«Sabe a gloria».
Acercó a la boca de Sierva María la otra mitad de la almojábana. Ella la esquivó, pero no se volvió hacia la pared, como las otras veces, sino que le indicó a Delaura que la guardiana los espiaba.
Él hizo un gesto enérgico con la mano hacia la puerta.
«Quítese de ahí», ordenó.
Cuando la guardiana se apartó, la niña quiso saciar sus hambres atrasadas con la media almojabana, pero escupió el bocado. «Sabe a mierda de golondrina», dijo. Sin embargo, su humor cambió.
Facilitó la curación de las peladuras que le escocían la espalda, y le prestó atención a Delaura por primera vez cuando descubrió que tenía la mano vendada. Con una inocencia que no podía ser fingida le preguntó qué le había pasado.
«Me mordió una perrita rabiosa con una cola de más de un metro», dijo Delaura.
Sierva María quiso ver la herida. Delaura se quitó la venda, y ella tocó apenas con el índice el halo solferino de la inflamación, como si fuera una brasa, y rió por primera vez.
«Soy más mala que la peste», dijo.
Delaura no le contestó con los Evangelios sino con Garcilaso:
“Bien puedes hacer esto con quien pueda sufrirlo”
Se fue enardecido por la revelación de que algo inmenso e irreparable había empezado a ocurrir en su vida. La guardiana le recordó al salir, de parte de la abadesa, que estaba prohibido llevar comida de la calle por el riesgo de que alguien les mandara alimentos envenenados, como ocurrió durante el asedio. Delaura le mintió que había llevado la canastilla con licencia del obispo, y sentó una protesta formal por la mala comida de las reclusas en un convento célebre por su buena cocina.
Durante la cena le leyó al obispo con un ánimo nuevo. Lo acompañó en las oraciones de la noche, como siempre, y mantuvo los ojos cerrados para pensar mejor en Sierva María mientras rezaba. Se retiró a la biblioteca más temprano que de costumbre, pensando en ella, y cuanto más pensaba más le crecían las ansias de pensar. Repitió en voz alta los sonetos de amor de Garcilaso, asustado por la sospecha de que en cada verso había una premonición cifrada que tenía algo que ver con su vida. No logró dormir. Al alba se dobló sobre el escritorio con la frente apoyada en el libro que no leyó. Desde el fondo del sueño oyó los tres nocturnos de los maitines del nuevo día en el santuario vecino. «Dios te salve María de Todos los Ángeles», dijo dormido. Su propia voz lo despertó de pronto, y vio a Sierva María con la bata de reclusa y la cabellera a fuego vivo sobre los hombros, que tiró el clavel viejo y puso un ramo de gardenias recién nacidas en el florero del mesón. Delaura, con Garcilaso, le dijo de voz ardiente: «Por vos nací, por vos tengo la vida, por vos he de morir y por vos muero». Sierva María sonrió sin mirarlo. Él cerró los ojos para estar seguro de que no era un engaño de las sombras. La visión se había desvanecido cuando los abrió, pero la biblioteca estaba saturada por el rastro de sus gardenias.
CUATRO
El padre Cayetano Delaura fue invitado por el obispo a esperar el eclipse bajo la pérgola de campánulas amarillas, el único lugar de la casa que dominaba el cielo del mar. Los alcatraces inmóviles en el aire con las alas abiertas parecían muertos en pleno vuelo. El obispo se abanicaba despacio, en una hamaca colgada de dos horcones con cabrestantes de barco, donde acababa de hacer la siesta. Delaura se mecía a su lado en un mecedor de mimbre. Ambos estaban en estado de gracia, tomando agua de tamarindo y mirando por encima de los tejados el vasto cielo sin nubes. Poco después de las dos empezó a oscurecer, las gallinas se recogieron en las perchas y todas las estrellas se encendieron al mismo tiempo. Un escalofrío sobrenatural estremeció el mundo. El obispo oyó el aleteo de las palomas retrasadas buscando a tientas los palomares en la oscuridad.
«Dios es grande», suspiró. «Hasta los animales sienten».
La monja de turno le llevó un candil y unos vidrios ahumados para mirar el sol. El obispo se enderezó en la hamaca y empezó a observar el eclipse a través del cristal.
«Hay que mirar con un solo ojo», dijo, tratando de dominar el silbido de su respiración. «Si no, se corre el riesgo de perder ambos».
Delaura permaneció con el cristal en la mano sin mirar el eclipse. Al cabo de un largo silencio, el obispo lo rastreó en la penumbra, y vio sus ojos fosforescentes ajenos por completo a los hechizos de la falsa noche.
«¿En qué piensas?», le preguntó.
Delaura no contestó. Vio el sol como una luna menguante que le lastimó la retina a pesar del cristal Oscuro. Pero no dejó de mirar.
«Sigues pensando en la niña», dijo el obispo.
Cayetano se sobresaltó, a pesar de que el obispo tenía aquellos aciertos con más frecuencia de la que hubiera sido natural. «Pensaba que el vulgo puede relacionar sus males con este eclipse», dijo. El obispo sacudió la cabeza sin apartar la vista del cielo.
«¿y quién sabe si tienen razón?», dijo. «Las barajas del Señor no son fáciles de leer».