«Este fenómeno fue calculado hace milenios por los astrónomos asirios», dijo Delaura.
«Es una respuesta de jesuita», dijo el obispo.
Cayetano siguió mirando el sol sin el cristal por simple distracción. A las dos y doce parecía un disco negro, perfecto, y por un instante fue la media noche a pleno día. Luego el eclipse recobró su condición terrenal, y empezaron a cantar los gallos del amanecer. Cuando Delaura dejó de mirar, la medalla de fuego persistía en su retina.
«Sigo viendo el eclipse», dijo, divertido. «Adonde quiera que mire, ahí está».
El obispo dio el espectáculo por terminado. «Se te quitará dentro de unas horas», dijo. Se estiró sentado en la hamaca, bostezó y dio gracias al Señor por el nuevo día.
Delaura no había perdido el hilo.
«Con mis respetos, padre mío», dijo, «no creo que esa criatura esté poseída».
Esta vez el obispo se alarmó de veras.
«¿Por qué lo dices?»
«Creo que sólo está aterrorizada», dijo Delaura.
«Tenemos pruebas a manta de Dios», dijo el obispo. «¿O es que no lees las actas?»
Sí. Delaura las había estudiado a fondo, y eran más útiles para conocer la mentalidad de la abadesa que el estado de Sierva María. Habían exorcizado los lugares donde la niña estuvo en la mañana de su ingreso, y cuanto había tocado. A quienes estuvieron en contacto con ella los habían sometido a abstinencias y depuraciones. La novicia que le robó el anillo el primer día fue condenada a trabajos forzados en el huerto. Decían que la niña se había complacido descuartizando un chivo que degolló con sus manos, y se comió las criadillas y los ojos aliñados como fuego vivo.
Hacía gala de un don de lenguas que le permitía entenderse con los africanos de cualquier nación, mejor que ellos mismos entre sí, o con las bestias de cualquier pelaje. Al día siguiente de su llegada, las once guacamayas cautivas que adornaban el jardín desde hacía veinte años amanecieron muertas sin causa. Había fascinado a la servidumbre con canciones demoníacas que cantaba con voces distintas de la suya. Cuando supo que la abadesa la buscaba, se hizo invisible sólo
para ella.
«Sin embargo», dijo Delaura, «creo que lo que nos parece demoníaco son las costumbres de los negros, que la niña ha aprendido por el abandono en que la tuvieron sus padres».
«¡Cuidado!», lo alertó el obispo.
«El Enemigo se vale mejor de nuestra inteligencia que de nuestros yerros».
«Pues el mejor regalo para él sería que exorcizáramos una criatura sana», dijo Delaura.
El obispo se encrespó.
«¿Debo entender que estás en rebeldía?»
«Debe entender que mantengo mis dudas, padre mío», dijo Delaura.
«Pero obedezco con toda humildad».
Así que volvió al convento sin convencer al obispo. Llevaba en el ojo izquierdo un parche de tuerto que le había puesto su médico mientras se le borraba el sol impreso en la retina. Sintió las miradas que lo siguieron a lo largo del jardín y de los corredores sucesivos hasta el pabellón de la cárcel, pero nadie le dirigió la palabra. En todo el ámbito había como una convalecencia del eclipse.
Cuando la guardiana le abrió la celda de Sierva María, Delaura sintió que el corazón se le reventaba en el pecho y apenas si podía tenerse en pie.
Sólo por sondear su humor de esa mañana le preguntó a la niña si había visto el eclipse. En efecto, lo había visto desde la terraza. No entendió que él llevara un parche en el ojo si ella había mirado el sol sin protección y estaba bien. Le contó que las monjas lo habían visto de rodillas y que el convento se había paralizado hasta que empezaron a cantar los gallos. Pero a ella no le había parecido nada del otro mundo.
«Lo que vi es lo que se ve todas las noches», dijo.
Algo había cambiado en ella que Delaura no podía precisar, y cuyo síntoma más visible era un átimo de tristeza. No se equivocó. Apenas habían empezado las curaciones, la niña fijó en él sus ojos ansiosos y le dijo con voz trémula:
«Me voy a morir».
Delaura se estremeció.
«¿Quién te lo dijo?»
«Martina», dijo la niña.
«¿La has visto?»
La niña le contó que había ido dos veces a su celda para enseñarla a bordar, y habían visto juntas el eclipse. Le dijo que era buena y suave y que la abadesa le había dado permiso de hacer las clases de bordado en la terraza para ver los atardeceres en el mar.
«Ajá», dijo él, sin parpadear.
«¿y te dijo cuándo te vas a morir?»
La niña afirmó con los labios apretados para no llorar.
«Después del eclipse», dijo.
«Después del eclipse pueden ser los próximos cien años», dijo Delaura.
Pero tuvo que concentrarse en las curaciones para que ella no notara que tenía un nudo en la garganta. Sierva María no dijo más. Él volvió a mirarla, intrigado por su silencio, y vio que tenía los ojos húmedos.
«Tengo miedo», dijo ella.
Se derrumbó en la cama y se soltó en un llanto desgarrado. Él se sentó más cerca y la reconfortó con paliativos de confesor. Sólo entonces supo Sierva María que Cayetano era su exorcista y no su médico.
«¿Y entonces por qué me cura?», le preguntó.
A él le tembló la voz:
«Porque te quiero mucho».
Ella no fue sensible a su audacia.
Ya de salida, Delaura se asomó a la celda de
Martina. Por primera vez de cerca vio que tenía la piel picada de viruela, el cráneo pelado, la nariz demasiado grande y los dientes de rata, pero su poder de seducción era un fluido material que se sentía de inmediato. Delaura prefirió hablar desde el umbral.
«Esa pobre niña tiene ya demasiados motivos para estar asustada», dijo.
«Le ruego que no se los aumente».
Martina se desconcertó. Nunca se le habría ocurrido pronosticar a nadie el día de su muerte, y mucho menos a una niña tan encantadora e indefensa. Sólo la había interrogado sobre su estado, y por tres o cuatro respuestas se dio cuenta de que mentía por vicio. La seriedad con que Martina lo dijo le bastó a Delaura para comprender que Sierva María le había mentido también a él. Le pidió perdón por su ligereza, y le rogó que no le hiciera ningún reclamo a la niña.
«Yo sabré bien lo que hago», concluyó.
Martina lo envolvió en su hechizo. «Sé quién es su reverencia», dijo, «y sé que siempre ha sabido muy bien lo que hace».
Pero Delaura llevaba un ala herida, por la comprobación de que Sierva María no había necesitado la ayuda de nadie para incubar en la soledad de su celda el pánico de la muerte.
En el curso de esa semana, la madre Josefa Miranda le hizo llegar al obispo un memorial de quejas y reclamos, escrito de su puño y letra. Pedía que se relevara a las clarisas de la tutela de Sierva María, considerada por ella como un castigo tardío por culpas ya purgadas de sobra. Enumeraba una nueva lista de sucesos fenomenales incorporados a las actas, y sólo explicables por un contubernio descarado de la niña con el demonio. El final era una za personal contra ella, y del abuso de llevar comida al convento contra las prohibiciones de la regla.
El obispo le mostró el memorial a Delaura tan pronto como regresó a casa, y él lo leyó de pie, sin que se le moviera un músculo de la cara. Termino enfurecido.
«Si alguien está poseído por todos los demonios es Josefa Miranda», dijo. «Demonios de rencor, de intolerancia, de imbecilidad. ¡Es detestable!»
El obispo se admiró de su virulencia. Delaura lo notó, y trató de explicarse en un tono tranquilo.
«Quiero decir», dijo, «que le atribuye tantos poderes a las fuerzas del mal, que más bien parece devota del demonio».
«Mi investidura no me permite estar de acuerdo contigo», dijo el obispo.
«Pero me gustaría estarlo».
Lo reprendió por cualquier exceso que hubiera podido cometer, y le pidió paciencia para sobrellevar el genio aciago de la abadesa. «Los Evangelios están llenos de mujeres como ella, aun con peores defectos», dijo. «y sin embargo Jesús las enalteció». No pudo continuar, porque el primer trueno de la estación retumbó en la casa y se escapó rodando por el mar, y un aguacero bíblico los apartó del resto del mundo. El obispo se tendió en el mecedor y naufragó en la nostalgia.