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«¡Qué lejos estamos!», suspiró.

«¿De qué?»

«De nosotros mismos», dijo el obispo «¿Te parece justo que uno necesite hasta un año para saber que es huérfano?» y a falta de respuesta, se desahogó de su añoranza: «Me llena de terror la sola idea de que en España hayan dormido ya esta noche».

«No podemos intervenir en la rotación de la tierra», dijo Delaura.

«Pero podríamos ignorarla para que no nos duela», dijo el obispo. «Más que la fe, lo que a Galileo le faltaba era corazón».

Delaura conocía aquellas crisis que atormentaban al obispo en sus noches de lluvias tristes desde que la vejez se lo tomó por asalto. Lo único que podía hacer era distraerlo de sus bilis negras hasta que lo venciera el sueño.

A fines de abril se anunció por bando la llegada inminente del nuevo virrey, don Rodrigo de Buen Lozano, de paso para su sede de Santa Fe. Venía con su séquito de oidores y funcionarios, sus criados y sus médicos personales, y un cuarteto de cuerda que le había regalado la reina para sobrellevar los tedios de las Indias. La virreina tenía algún parentesco con la abadesa y había pedido que la alojaran en el convento.

Sierva María fue olvidada en medio de la abrasión de la cal viva, los vapores del alquitrán, el tormento de los martillazos y las blasfemias a gritos de las gentes de toda ley que invadieron la casa hasta la clausura. Un andamio se derrumbó con un estrépito colosal, y un albañil murió y siete obreros más quedaron heridos. La abadesa atribuyó el desastre a los hados maléficos de Sierva María, y aprovechó la nueva ocasión para insistir en que la mandaran a otro convento mientras pasaba el jubileo. Esta vez el argumento principal fue que la vecindad de una energúmena no era recomendable para la virreina. El obispo no le contestó.

Don Rodrigo de Buen Lozano era un asturiano maduro y apuesto, campeón de pelota vasca y de tiro a la perdiz, que compensaba con sus gracias los veintidós años que le llevaba a la esposa. Se reía con todo el cuerpo, aun de sí mismo, y no perdía ocasión de demostrarlo. Desde que percibió las primeras brisas del Caribe, cruzadas de tambores nocturnos y fragancias de guayabas maduras, se quitó los atuendos primaverales y andaba despechugado por entre los corrillos de las señoras.

Desembarcó en mangas de camisa, sin discursos ni alardes de lombardas. En honor suyo se autorizaron fandangos, bundes y cumbiambas, aunque estaban prohibidos por el obispo, y corralejas de toros y peleas de gallos en descampado.

La virreina era casi adolescente, activa y un poco díscola, e irrumpió en el convento como un ventarrón de novedad. No hubo rincón que no registrara, ni problema que no entendiera, ni nada bueno que no quisiera mejorar. En el recorrido del convento quería agotarlo todo con la facilidad de una primeriza. Tanto, que la abadesa creyó prudente ahorrarle la mala impresión de la cárcel.

«No vale la pena», le dijo.

«Sólo hay dos reclusas, y una está poseída por el demonio».

Bastó decirlo para despertar su interés. De nada le valió que las celdas no hubieran sido preparadas ni las reclusas advertidas. Tan pronto como se abrió la puerta, Martina Laborde se arrojó a sus pies con una súplica de perdón.

No parecía fácil después de una fuga frustrada y otra conseguida. La primera la había intentado seis años antes, por la terraza del mar, con otras tres monjas condenadas por distintas causas y con diversas penas. Una lo logró. Fue entonces cuando clausuraron las ventanas y fortificaron el patio bajo la terraza. El año siguiente, las tres restantes amarraron a la guardiana, que entonces dormía dentro del pabellón, y escaparon por una puerta de servicio. La familia de Martina, de acuerdo con su confesor, la devolvió al convento. Durante cuatro años largos siguió siendo la única presa, y no tenía derecho a visitas en el locutorio ni a la misa dominical en la capilla. De modo que el perdón parecía imposible. Sin embargo, la virreina prometió interceder ante el esposo.

En la celda de Sierva María el aire estaba todavía áspero por la cal viva y los resabios del alquitrán, pero había un orden nuevo. Tan pronto como la guardiana abrió la puerta, la virreina se sintió hechizada por un soplo glacial. Sierva María estaba sentada, con la túnica raída y las chinelas sucias, y cosía despacio en un rincón iluminado por su propia luz. No levantó la vista hasta que la virreida la saludó. Ésta percibía en su mirada la fuerza irresistible de una revelación. «Santísimo Sacramento», murmuró, y dio un paso dentro de la celda.

«Cuidado», le dijo la abadesa al oído. «Es como una tigra».

La agarró del brazo. La virreina no entró, pero la sola visión de Sierva María le bastó para hacerse al propósito de redimirla.

El gobernador de la ciudad, que era soltero y mariposón, le ofreció al virrey un almuerzo de hombres solos. Tocó el cuarteto de cuerda español, tocó un conjunto de gaitas y tambores de San Jacinto, y se hicieron danzas públicas y mojigangas de negros que eran parodias procaces de los bailes de blancos. A los postres, una cortina se abrió en el fondo de la sala, y apareció la esclava abisinia que el gobernador había comprado por su peso en oro. Estaba vestida con una túnica casi transparente que aumentaba el peligro de su desnudez. Después de mostrarse de cerca a la concurrencia ordinaria se detuvo frente al virrey, y la túnica resbaló por su cuerpo hasta los pies.

Su perfección era alarmante. El hombro no había sido profanado por el hierro de plata del traficante, ni la espalda por la inicial del primer dueño, y toda ella exhalaba un hálito confidencial. El virrey palideció, tomó aliento, y con un gesto de la mano borró de su memoria la visión insoportable.

«Llévensela, por el amor de Nuestro Señor», ordenó.

«No quiero verla más en el resto de mis días».

Tal vez como represalia por la frivolidad del gobernador, la virreina presentó a Sierva María en la cena que la abadesa les ofreció en su comedor privado. Martina Laborde les había advertido: «No traten de quitarle los collares y las pulseras, y verán lo bien que se porta». Así fue. Le pusieron el traje de la abuela con que llegó al convento, le lavaron y peinaron la cabellera suelta para que le arrastrara mejor, y la virreina misma la llevó de la mano a la mesa del esposo. Hasta la abadesa quedó asombrada de su prestancia, de su luz personal, del prodigio de la cabellera. La virreina murmuró al oído del esposo:

«Está poseída por el demonio».

El virrey se resistió a creerlo. Había visto en Burgos una energúmena que defecó sin pausas toda una noche hasta rebosar el cuarto. Tratando de evitarle a Sierva María un destino semejante, la encomendó a sus médicos. Estos confirmaron que no tenía ningún síntoma de la rabia, y coincidieron con Abrenuncio en que ya no era probable que la contrajera. Sin embargo, nadie se creyó autorizado para dudar de que estuviera poseida por el demonio.

El obispo aprovechó la fiesta para reflexionar sobre el memorial de la abadesa y la situación final de Sierva María. Cayetano Delaura, a su vez, intentó la purificación previa al exorcismo, y se encerró a cazabe y agua en la biblioteca. No lo consiguió. Pasó noches de delirio y días en vela escribiendo versos desaforados que eran su único sedante para las ansias del cuerpo.

Algunos de esos poemas se encontraron en un legajo apenas descifrable cuando la biblioteca fue desmantelada casi un siglo después. El primero, y el único legible por completo, era el recuerdo de sí mismo a los doce años, sentado sobre su baúl de escolar bajo una tenue llovizna de primavera, en el patio empedrado del seminario de Ávila. Acababa de llegar después de varios días de mula desde Toledo, con un vestido de su padre arreglado a su medida, y aquel baúl que pesaba dos veces más que él, porque su madre había puesto dentro cuanto le hiciere falta para sobrevivir con honra hasta el final del noviciado. El portero ayudó a ponerlo en el centro del patio, y allí lo abandonó a su suerte bajo la llovizna.

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