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TRES

El convento de Santa Clara era un edificio cuadrado frente al mar, con tres pisos de numerosas ventanas iguales, y una galería de arcos de medio punto alrededor de un jardín agreste y sombrío.

Había un sendero de piedras entre matas de plátano y helechos silvestres, una palmera esbelta que había crecido más alto que las azoteas en busca de la luz, y un árbol colosal, de cuyas ramas colgaban bejucos de vainilla y ristras de orquídeas. Debajo del árbol había un estanque de aguas muertas con un marco de hierro oxidado donde hacían maromas de circo las guacamayas cautivas.

El edificio estaba dividido por el jardín en dos bloques distintos. A la derecha estaban los tres pisos de las enterradas vivas, apenas perturbados por el resuello de la resaca en los acantilados y los rezos

y cánticos de las horas canónicas. Este bloque se comunicaba con la capilla por una puerta interior, para que las monjas de clausura pudieran entrar en el coro sin pasar por la nave pública, y oir misa y

cantar detrás de una celosía que les permitía ver sin ser vistas. El precioso artesonado de maderas nobles, que se repetía en los cielos de todo el convento, había sido construido por un artesano español que

le dedicó media vida por el derecho de ser sepultado en una hornacina del altar mayor. Allí estaba, apretujado tras las losas de mármol con casi dos siglos de abadesas y obispos, y otras gentes principales.

Cuando Sierva María entró en el convento las monjas de clausura eran ochenta y dos españolas, todas con sus servicios, y treinta y seis criollas de las grandes familias del virreinato. Después de hacer sus votos de pobreza, silencio y castidad, el único contacto que tenían con el exterior eran las escasas visitas en un locutorio con celosías de madera por donde pasaba la voz pero no la luz.

Estaba junto a la puerta del torno, y el uso era reglamentado y restringido, y siempre en presencia de una escucha.

A la izquierda del jardín estaban las escuelas, los talleres de todo, con una población profusa de novicias y maestras de artesanías. Estaba la casa de servicio, con una cocina enorme de fogones de leña, un mesón de carnicería y un gran horno de pan. Al fondo había un patio siempre empantanado por las lavazas donde convivían varias familias de esclavos, y por último estaban los establos, un corral de chivos, la porqueriza, el huerto y las colmenas, donde se criaba y se cultivaba cuanto hacía falta para el buen vivir.

Al final de todo, lo más lejos posible y dejado de la mano de Dios, había un pabellón solitario que durante sesenta y ocho años sirvió de cárcel a la Inquisición, y seguía siéndolo para clarisas descarriadas. Fue en la última celda de ese rincón de olvido donde encerraron a Sierva María, a los noventa y tres días de ser mordida por el perro y sin ningún síntoma de la rabia.

La tornera que la había llevado de la mano se encontró al final del corredor con una novicia que iba para las cocinas, y le pidió que la llevara con la abadesa. La novicia pensó que no era prudente someter al fragor del servicio a una niña tan lánguida y bien vestida, y la dejó sentada en uno de los bancos de piedra del jardín para recogerla más tarde. Pero la olvidó de regreso.

Dos novicias que pasaron después se interesaron por sus collares y sus anillos, y le preguntaron quién era. Ella no contestó. Le preguntaron si sabía castellano, y fue como hablarle a un muerto.

«Es sordomuda», dijo la novicia más joven.

«O alemana», dijo la otra.

La más joven empezó a tratarla como si careciera de los cinco sentidos. Le soltó la trenza que tenía enrollada en el cuello y la midió por cuartas. «Casi cuatro», dijo, convencida de que la niña no la oía.

Empezó a desbaratarla, pero Sierva María la intimidó con la mirada. La novicia se la sostuvo y le sacó la lengua.

«Tienes los ojos del diablo», le dijo.

Le quitó un anillo sin resistencia, pero cuando la otra trató de arrebatarle los collares se revolvió como una víbora y le dio en la mano un mordisco instantáneo y certero. La novicia corrió a lavarse la sangre.

Cuando cantaron la tercia Sierva María se había levantado una vez para tomar agua en el estanque. Asustada, regresó al banco sin beber, pero volvió cuando se dio cuenta de que eran cánticos de monjas. Quitó la nata de hojas podridas con un golpe diestro de la mano, y bebió en el cuenco hasta saciarse sin apartar los gusarapos. Luego orinó detrás del árbol, acuclillada y con un palo listo para defenderse de animales abusivos y hombres ponzoñosos, como se lo enseñó Dominga de Adviento.

Poco después pasaron dos esclavas negras que reconocieron los collares de santería y le hablaron en lengua yoruba. La niña les contestó entusiasmada en la misma lengua. Como nadie sabía por qué estaba allí, las esclavas la llevaron a la cocina tumultuosa, donde fue recibida con alborozo por la servidumbre. Alguien se fijó entonces en la herida del tobillo y quiso saber qué le había pasado. «Me lo hizo madre con un cuchillo», dijo ella. A quienes le preguntaron cómo se llamaba, les dio su nombre de negra: María Mandinga.

Recuperó su mundo al instante. Ayudó a degollar un chivo que se resistía a morir. Le sacó los ojos y le cortó las criadillas, que eran las partes que más le gustaban. Jugó al diábolo con los adultos en la cocina y con los niños del patio, y les ganó a todos. Cantó en yoruba, en congo y en mandinga, y aun los que no entendían la escucharon absortos.

Al almuerzo se comió un plato con las criadillas y los ojos del chivo, guisados en manteca de cerdo y sazonados con especias ardientes.

A esa hora todo el convento sabía ya que la niña estaba allí, menos Josefa Miranda, la abadesa. Era una mujer enjuta y aguerrida, y con una mentalidad estrecha que le venía de familia. Se había formado en Burgos, a la sombra del Santo Oficio, pero el don de mando y el rigor de sus prejuicios eran de dentro y de siempre. Tenía dos vicarias capaces, pero estaban de sobra, porque ella se ocupaba de todo y sin ayuda de nadie.

Su rencor contra el episcopado local había empezado casi cien años antes de su nacimiento. La causa primera, como en los grandes pleitos de la historia, fue una divergencia mínima por asuntos de dinero y jurisdicción entre las clarisas y el obispo franciscano. Ante la intransigencia de éste, las monjas obtuvieron el apoyo del gobierno civil, y ese fue el principio de una guerra que en algún momento llegó a ser de todos contra todos.

Respaldado por otras comunidades, el obispo puso el convento en estado de sitio para rendirlo por hambre, y decretó el Cessatio a Divinis. Es decir: el cese de todo servicio religioso en la ciudad hasta nueva orden. La población se dividió en pedazos, y las autoridades civiles y religiosas se enfrentaron apoyadas por unos o por otros. Sin embargo, las clarisas seguían vivas y en pie de guerra al cabo de seis meses de asedio, hasta que se descubrió un túnel secreto por donde las abastecían sus partidarios. Los franciscanos, esta vez con el apoyo de un nuevo gobernador, violaron la clausura de Santa Clara y dispersaron a sus monjas. Se necesitaron veinte años para que se calmaran los ánimos y se restituyera a las clarisas el convento desmantelado, pero al cabo de un siglo Josefa Miranda seguía cocinándose a fuego lento en sus rencores. Los inculcó en sus novicias, los cultivó en sus entrañas más que en su corazón, y encarnó todas las culpas de su origen en el obispo De Cáceres y Virtudes y en todo el que tuviera algo que ver con él. De modo que su reacción era previsible, cuando le avisaron, de parte del obispo, que el marqués de Casalduero había llevado al convento a su hija de doce años con síntomas mortales de posesión demoníaca. Sólo hizo una pregunta:

«¿Pero es que existe un tal marqués?» La hizo con doble veneno, porque era asunto del obispo, y porque siempre negó la legitimidad de los nobles criollos, a los cuales llamaba «nobles de gotera».

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