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«Digan lo que digan los médicos», dijo, «la rabia en los humanos suele ser una de las tantas artimañas del Enemigo».

El marqués no entendió. El obispo le hizo una explicación tan dramática que pareció el preludio de una condena al fuego eterno.

«Por fortuna», concluyó, «aunque el cuerpo de tu niña sea irrecuperable, Dios nos ha dado los medios de salvar su alma».

La opresión del anochecer ocupó el mundo. El marqués vio el primer lucero en el cielo malva, y pensó en su hija, sola en la casa sórdida, arrastrando el pie maltratado por las chapucerías de los curanderos. Preguntó con su modestia natural:

«¿ Qué debo hacer?»

El obispo se lo explicó punto por punto. Lo autorizó para usar su nombre en cada gestión, sobre todo en el convento de Santa Clara, donde debía internar a la niña a la mayor brevedad.

«Déjala en nuestras manos», concluyó. «Dios hará el resto».

El marqués se despidió más atribulado que cuando llegó. Desde la ventana de la carroza contempló las calles desoladas, los niños bañándose desnudos en los charcos, la basura esparcida por los gallinazos. A la vuelta de la esquina vio el mar, siempre en su puesto, y lo asaltó la incertidumbre. Llegó a la casa en tinieblas con el toque del Ángelus, y por primera vez desde la muerte de doña Olalla lo rezó en voz alta: El ángel del Señor anuncio a María. Las cuerdas de la tiorba resonaban en la oscuridad como en el fondo de un estanque. El

marqués siguió a tientas el rumbo de la música hasta el dormitorio de la hija. Allí estaba, sentada en la silla del tocador, con la túnica blanca y la cabellera suelta hasta el piso, tocando un ejercicio primario que había aprendido de él. No podía creer que fuera la misma que había dejado al mediodía postrada por la inclemencia de los curanderos, a menos que hubiera ocurrido un milagro. Fue una ilusión instantánea. Sierva María se percató de su llegada, dejó de tocar, y recayó en la aflicción.

La acompañó toda la noche. La ayudó en la liturgia del dormitorio con una torpeza de papá prestado. Le puso al revés la camisa de dormir y ella tuvo que quitársela para ponérsela al derecho. Fue la primera vez que la vio desnuda, y le dolió ver su costillar a flor de piel, las teticas en botón, el vello tierno. El tobillo inflamado tenía un halo ardiente. Mientras la ayudaba a acostarse, la niña seguía sufriendo a solas con un quejido casi inaudible, y a él lo sobrecogió la certidumbre de que estaba ayudándola a morir.

Sintió el apremio de rezar por primera vez desde que perdió la fe. Fue al oratorio, tratando con todas sus fuerzas de recuperar el dios que lo

había abandonado, pero era inútil: la incredulidad resiste más que la fe, porque se sustenta de los sentidos. Oyó toser a la niña varias veces en la fresca de la madrugada, y fue a su dormitorio. Al pasar vio entreabierta la alcoba de Bernarda. Empujo la puerta por el apremio de compartir sus dudas. Estaba dormida bocabajo en el piso y con un ronquido fragoroso. El marqués permaneció asomado con la mano en la aldaba, y no la despertó. Le habló a nadie: «Tu vida por la de ella». Y corrigió enseguida:

«Nuestras dos vidas de mierda por la de ella, carajo!»

La niña dormía. El marqués la vio inmóvil y mustia y se preguntó si prefería verla muerta o sometida al castigo de la rabia. Le arregló el mosquitero para que no la sangraran los murciélagos, la arropó para que no siguiera tosiendo, y permaneció en vela junto a la cama, con el gozo nuevo de que la amaba como nunca había amado en este mundo. Entonces tomó la determinación de su vida sin consultarla con Dios ni con nadie. A las cuatro de la mañana, cuando Sierva María abrió los

ojos, lo vio sentado junto a su cama.

«Es hora de irnos», dijo el marqués.

La niña se levantó sin más explicaciones. El marqués la ayudó a vestirse para la ocasión. Buscó en el arcón unas chinelas de terciopelo, para que el contrafuerte de los botines no le maltratara el tobillo, y encontró sin buscarlo un vestido de gala que había sido de su madre cuando era niña. Estaba averaguado y percudido por el tiempo, pero era claro que no había sido usado dos veces. El marqués se lo puso a Sierva María casi un siglo después sobre los collares de santería y el escapulario del bautismo. Le venía un poco estrecho, y eso aumentaba de algún modo su antigüedad. Le puso un sombrero que encontró también en el arcón, y cuyas cintas de colores no tenían nada que ver con el vestido. Le quedó exacto. Por último le hizo una maletita de mano con una saya de dormir, un peine de dientes apretados para sacar hasta las liendres del carángano, y un pequeño breviario de la abuela con bisagras de oro y tapas de nácar.

Era domingo de ramos. El marqués llevó a Sierva María a la misa de cinco, y ella recibió de buen ánimo la palma bendita sin saber para qué.

A la salida vieron amanecer desde la carroza.

El marqués en el asiento principal, con la maletita en las rodillas, y la niña impávida en el asiento de enfrente viendo pasar por la ventana las últimas calles de sus doce años. No había manifestado la mínima curiosidad por saber para dónde la llevaban vestida de Juana la Loca y con un sombrero de carcavera a una hora tan temprana. Al cabo de una larga meditación el marqués le preguntó:

«¿Sabes quién es Dios?»

La niña negó con la cabeza.

Había relámpagos y truenos remotos en el horizonte, el cielo estaba encapotado, y el mar áspero. A la vuelta de una esquina les salió al paso el convento de Santa Clara, blanco y solitario, con tres pisos de persianas azules sobre el muladar de una playa. El marqués lo señaló con el índice.

«Ahí lo tienes», dijo. y después señaló a su izquierda: «Verás el mar a toda hora desde las ventanas». Como la niña no le hizo caso, le dio la única explicación que le daría jamás sobre su destino:

«Vas a temperar unos días con las hermanitas de Santa Clara».

Por ser domingo de ramos había en la puerta del torno más mendigos que de costumbre. Algunos leprosos que se disputaban con ellos las sobras de las cocinas se precipitaron también con la mano extendida hacia el marqués. Él les repartió limosnas exiguas, una a cada uno, hasta donde le alcanzaron los cuartillos. La tornera lo vio con sus tafetanes negros, y vio a la niña vestida de reina, y se abrió paso para atenderlos. El marqués le explicó que llevaba a Sierva María por orden del obispo. La tornera no lo dudó por el talante con que lo dijo.

Examinó el aspecto de la niña, y le quitó el sombrero.

«Aquí están prohibidos los sombreros», dijo.

Se quedó con él. El marqués quiso darle también la maletita, y ella no la recibió:

«No le hará falta nada».

La trenza mal prendida se desenrolló casi hasta el piso. La tornera no creyó que fuera natural. El marqués trató de enrollarla. La niña lo apartó, y se la arregló sin ayuda con una habilidad que sorprendió a la tornera.

«Hay que cortársela», dijo.

«Es una manda a la Santísima Virgen hasta el día que se case», dijo el marqués.

La tornera se inclinó ante la razón. Tomó a la niña de la mano, sin darle tiempo para una despedida, y la pasó por el torno. Como el tobillo le dolía al caminar, la niña se quitó la chinela izquierda. El marqués la vio alejarse, cojeando del pie descalzo, y con la chinela en la mano. Esperó en vano que en un raro instante de piedad se volviera a mirarlo. El último recuerdo que tuvo de ella fue cuando acabó de atravesar la galería del jardín, arrastrando el pie lastimado, y desapareció en el pabellón de las enterradas vivas.

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