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El palacio donde vivía era el más antiguo de la ciudad, con dos pisos de espacios enormes y en ruinas, de los cuales el obispo no ocupaba ni la mitad de uno. Estaba junto a la catedral, y tenía con ésta un claustro común de arcos renegridos, y un patio con un aljibe en ruinas entre matorrales desérticos. Hasta la fachada imponente de piedra labrada y sus portones de maderas enterizas revelaban los estragos del abandono.

El marqués fue recibido en la puerta mayor por un diácono indio. Repartió limosnas menudas entre los grupos de mendigos que se arrastraban en el zaguán, y entró en la penumbra fresca de la casa en el momento en que sonaron en la catedral y resonaban en su vientre las campanadas enormes de las cuatro de la tarde. El corredor central estaba tan oscuro que seguía al diácono sin verlo, pensando cada paso para no tropezar con estatuas mal puestas y escombros atravesados. Al final del corredor había una pequeña antesala mejor iluminada por un tragaluz. El diácono se detuvo allí, le indicó al marqués que se sentara a esperar, y siguió por la puerta contigua. El marqués permaneció de pie, escudriñando en la pared principal un gran retrato al óleo de un joven militar con el uniforme de gala de los alféreces del rey. Sólo cuando leyó la placa de bronce en el marco, se dio cuenta de que era el retrato del obispo joven.

El diácono abrió la puerta para invitarlo a pasar, y el marqués no tuvo que moverse para ver otra vez al obispo cuarenta años más viejo que en el retrato.

Era mucho más grande e imponente de cuanto se decía, aún agobiado por el asma y vencido por el calor. Sudaba a chorros y se mecía muy despacio en un mecedor filipino, abanicándose apenas con un abanico de palma, y con el cuerpo inclinado hacia adelante para respirar mejor. Llevaba unas abarcas de labriego y una camisola de lienzo basto con pedazos luidos por los abusos del jabón. La sinceridad de su pobreza se notaba a primera vista. Sin embargo, lo más notable era la pureza de sus ojos, sólo comprensible por algún privilegio del alma.

Dejó de mecerse tan pronto como vio al marqués en la puerta, y le hizo una señal afectuosa con el abanico.

«Adelante, Ygnacio», le dijo. «Ésta es tu casa».

El marqués se secó en los pantalones el sudor de las manos, franqueó la puerta y se encontró en una terraza al aire libre, bajo un palio de campánulas amarillas y helechos colgados, desde donde se veían las torres de todas las iglesias, los tejados rojos de las casas principales, los palomares adormilados por el calor, las fortificaciones militares perfiladas contra el cielo de vidrio, y el mar ardiente. El obispo tendió con toda intención su mano de soldado, y el marqués le besó el anillo.

A causa del asma su respiración era grande y pedregosa, y sus frases estaban perturbadas por suspiros inoportunos y por una tos áspera y breve, pero nada afectaba su elocuencia. Estableció de inmediato un intercambio fácil de minucias cotidianas. Sentado frente a él, el marqués agradeció aquel preámbulo de consolación, tan rico y dilatado, que fueron sorprendidos por las campanadas de las cinco. Más que un sonido fue una trepidación que hizo vibrar la luz de la tarde y el cielo se llenó de palomas asustadas.

«Es horrible», dijo el obispo. «Cada hora me resuena en las entrañas como un temblor de tierra».

La frase sorprendió al marqués, pues era lo mismo que él había pensado cuando dieron las cuatro. Al obispo le pareció una coincidencia natural. «Las ideas no son de nadie», dijo. Dibujó en el aire con el índice una serie de círculos continuos, y concluyó:

«Andan volando por ahí, como los ángeles».

Una monja de servicio llevó una garrafa con frutas picadas en un vinazo de dos orejas, y un platón de aguas humeantes que impregnaron el aire de un olor medicinal. El obispo aspiró el vapor con los ojos cerrados, y cuando emergió del éxtasis era otro: dueño absoluto de su autoridad.

«Te hemos hecho venir», dijo al marqués, «porque sabemos que estás necesitando de Dios y te haces el distraído».

La voz había perdido sus tonalidades de órgano y los ojos recobraron el fulgor terrenal. El marqués se tomó de un sorbo la mitad del vaso de vino para ponerse a tono.

«Su Señoría Ilustrísima debe saber que arrastro la más grande desgracia que puede sufrir un ser humano», dijo, con una humildad desarmante. «He

dejado de creer».

«Ya lo sabemos, hijo», replicó el obispo sin sorpresa. «Cómo no íbamos a saberlo!»Lo dijo con una cierta alegría, pues también él, siendo alférez del rey en Marruecos, había perdido la fe a los veinte años en medio del fragor de un combate. «Fue la certidumbre fulminante de que Dios había dejado de ser», dijo. Aterrado, se entregó a una vida de oración y penitencia.

«Hasta que Dios se apiadó de mí y me indicó el camino de la vocación», concluyó. «Así que lo esencial no es que tú no creas, sino que Dios siga creyendo en ti. Y de eso no hay duda, pues es Él en su diligencia infinita el que nos ha iluminado para brindarte este alivio».

«Había querido sobrellevar mi desgracia en silencio», dijo el marqués.

«Pues muy mal lo has logrado», dijo el obispo.

«Es un secreto a gritos que tu pobre niña rueda por los suelos presa de convulsiones obscenas y ladrando en jerga de idólatras. ¿No son síntomas inequívocos de una posesión demoníaca?»

El marqués estaba espantado.

«¿Qué quiere decir?»

«Que entre las numerosas argucias del demonio es muy frecuente adoptar la apariencia de una enfermedad inmunda para introducirse en un cuerpo inocente», dijo. «y una vez dentro no hay poder humano capaz de hacerlo salir».

El marqués explicó las vicisitudes médicas del mordisco del perro, pero el obispo encontró siempre una explicación a su favor. Preguntó lo que sin duda sabía de sobra:

«¿Sabes quién es Abrenuncio?»

«Fue el primer médico que vio a la niña», dijo el marqués.

«Quería oirlo de tu propia voz», dijo el obispo.

Sacudió una campanilla que mantenía a su alcance, y un sacerdote de unos treinta años bien llevados apareció en el acto, como un genio liberado de una botella. El obispo lo presentó como el padre Cayetano Delaura, nada más, y lo hizo sentar. Llevaba una sotana casera para el calor y las barcas iguales a las del obispo. Era intenso, pálido, de ojos vivaces, y el cabello muy negro con un mechón blanco en la frente. Su aliento breve y sus manos febriles no parecían los de un hombre feliz.

«¿Qué sabemos de Abrenuncio?», le preguntó el obispo.

El padre Delaura no tuvo que pensarlo.

«Abrenuncio de Sa Pereira Cao», dijo, como deletreando el nombre. Y enseguida se dirigió al marqués: «¿Ha reparado, señor marqués, en que el último apellido significa perro en lengua de portugueses?»

En estricta verdad, continuó Delaura, no se sabía si aquel era su verdadero nombre. De acuerdo con los expedientes del Santo Oficio era un judío portugués expulsado de la península y amparado aquí por un gobernador agradecido, al que le curó una potra de dos libras con las aguas depurativas de Turbaco. Habló de sus recetas mágicas, de la soberbia con que vaticinaba la muerte, de su presumible pederastia, de sus lecturas libertinas, de su vida sin Dios. Sin embargo, el único cargo concreto que le habían hecho era el de resucitar a un sastrecillo remendón de Getsemaní. Se consiguieron testimonios serios de que estaba ya amortajado y en el ataúd cuando Abrenuncio le ordenó levantarse. Por fortuna, el mismo resucitado afirmó ante el tribunal del Santo Oficio que en ningún momento había perdido la conciencia. «Lo salvó de la hoguera», dijo Delaura. Por último, evocó el incidente del caballo muerto en el cerro de San Lázaro y sepultado en tierra sagrada.

«Lo amaba como a un ser humano», intercedió el marqués.

«Fue una afrenta a nuestra fe, señor marqués», dijo Delaura. «Caballos de cien años no son cosa de Dios».

El marqués se alarmó de que una broma privada hubiera llegado a los archivos del Santo Oficio. Intentó una tímida defensa: «Abrenuncio es un deslenguado, pero creo con toda humildad que de ahí a la herejía hay un buen trecho». La discusión habría sido agria e interminable de no ser porque el obispo los puso en el rumbo perdido.

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