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Tirado a la bartola en la hamaca, el marqués recayó en el terror de que lo acuchillaran los esclavos, y les prohibió entrar en la casa aun durante el día. Así que cuando Cayetano Delaura fue a visitarlo por orden del obispo, tuvo que empujar el portón y entrar sin ser invitado, porque nadie respondió a los aldabonazos. Los mastines se alborotaron en sus jaulas, pero él siguió adelante. En el huerto, con la chilaba sarracena y el gorro toledano, el marqués hacía la siesta en la hamaca, cubierto por completo por los azahares de los naranjos. Delaura lo con-

templó sin despertarlo, y fue como ver a Sierva María decrépita y hecha trizas por la soledad. El marqués despertó, y tardó en reconocerlo por el parche en el ojo. Delaura levantó la mano con los dedos extendidos en señal de paz.

«Dios lo guarde, señor marqués», dijo. «¿Cómo está?»

«Aquí», dijo el marqués. «Pudriéndome».

Apartó con una mano lánguida las telarañas de la siesta y se sentó en la hamaca. Cayetano se excusó por entrar sin ser invitado. El marqués le explicó que nadie hacía caso del aldabón porque se había perdido la costumbre de recibir visitas.

Delaura habló en tono solemne: «El señor obispo, muy atareado y mal del asma, me manda en representación suya». Una vez cumplido el protocolo inicial, se sentó junto a la hamaca y fue al asunto que le abrasaba las entrañas.

«Quiero informarle que me ha sido encomendada la salud espiritual de su hija», dijo.

El marqués lo agradeció y quiso saber cómo estaba.

«Bien», dijo Delaura, «pero quiero ayudarla a que esté mejor».

Explicó el sentido y el método de los exorcismos. Le habló de la potestad que dio Jesús a sus discípulos para expulsar de los cuerpos los espíritus inmundos, y sanar enfermedades y flaquezas. Le contó la lección evangélica de Legión y los dos mil cerdos endemoniados. Sin embargo, lo primordial era establecer si Sierva María estaba en realidad poseída. Él no lo creía, pero requería la ayuda del marqués para disipar cualquier duda. Ante todo, dijo, quería saber cómo era la hija antes de entrar en el convento.

«No lo sé», dijo el marqués. «Siento que la conozco menos cuanto más la conozco».

Lo atormentaba la culpa de haberla abandonado a su suerte en el patio de los esclavos. A eso atribuía sus silencios, que podían durar meses; las explosiones de violencia irracional, la astucia con que se burlaba de la madre colgándoles a los gatos el cencerro que ella le ponía en el puño. La mayor dificultad para conocerla era su vicio de mentir por placer.

«Como los negros», dijo Delaura.

«Los negros nos mienten a nosotros, pero no entre ellos», dijo el marqués.

En el dormitorio, Delaura separó con una sola mirada lo que fue la profusa utilería de la abuela y los objetos nuevos de Sierva María: las muñecas vivas, las bailarinas de cuerda, las cajas de música.

Sobre la cama, tal como la hizo el marqués, seguía la maletita con que la llevó al convento. La tiorba cubierta de polvo estaba de cualquier modo en un rincón. El marqués explicó que era un instrumento italiano caído en desuso, y magnificó las facultades de la niña para tocarla. Empezó afinándola por distracción, y no sólo terminó tocándola de buena memoria, sino cantando la canción que cantaba con Sierva María.

Fue un instante revelador. La música le dijo a Delaura lo que el marqués no había acertado a decirle de la hija. Éste, a su vez, se conmovió tanto que no pudo terminar la canción. Suspiró:

No se imagina lo bien que le quedaba el sombrero».

Delaura se contagió de su emoción.

«Veo que la quiere mucho», le dijo.

«No se imagina cuánto», dijo el marqués.«Daría el alma por verla».

Delaura sintió una vez más que el Espíritu Santo no se saltaba el mínimo detalle.

«Nada será más fácil», dijo, «si podemos demostrar que no está poseída»

«Hable con Abrenuncio», dijo el marqués. «Desde el principio ha dicho que Sierva esta sana, pero sólo él puede explicarlo».

Delaura vio su encrucijada. Abrenuncio podía serle providencial, pero hablar con él podía tener implicaciones indeseables. El marqués pareció leerle el pensamiento.

«Es un gran hombre», dijo.

Delaura hizo un gesto significativo con la cabeza.

«Conozco los expedientes del Santo Oficio», dijo.

«Cualquier sacrificio será poco para recuperarla», insistió el marqués. y como Delaura no daba muestras de nada, concluyó:

«Se lo ruego por el amor de Dios».

Delaura, con una grieta en el corazón, le dijo:

«Le suplico que no me haga sufrir más».

El marqués no insistió. Cogió la maletita sobre la cama y le pidió a Delaura que se la llevara a la hija.

«Al menos sabrá que pienso en ella», le dijo.

Delaura huyó sin despedirse. Protegió la maletita bajo la capa y se envolvió en ella, porque llovía a mares. Tardó en darse cuenta de que su voz interior iba repitiendo versos sueltos de la canción de la tiorba. Empezó a cantarla en voz alta, azotado por la lluvia, y la repitió de memoria hasta el final. En el barrio de los artesanos dobló a la izquierda de la ermita, todavía cantando, y tocó a la puerta de Abrenuncio.

Al cabo de un largo silencio, se oyeron los pasos cojitrancos, y la voz medio dormida:

«¡Quién es!»

«La ley», dijo Delaura.

Fue lo único que se le ocurrió para no gritar el nombre. Abrenuncio abrió el portón creyendo que en verdad era gente del gobierno, y no lo reconoció. «Soy el bibliotecario de la diócesis», dijo Delaura. El médico le franqueó el paso en el zaguán en penumbra, y lo ayudó a quitarse la capa ensopada. En su estilo propio le preguntó en latín:

«¿En qué batalla perdió ese ojo?»

Delaura le contó en su latín clásico el percance del eclipse, y se extendió en detalles sobre la persistencia del mal, aunque el médico del obispo le había asegurado que el parche era infalible. Pero Abrenuncio sólo le puso atención a la pureza de su latín.

«Es de una perfección absoluta», dijo asombrado. «¿De dónde es?»

«De Ávila», dijo Delaura.

«Pues más meritorio aún», dijo Abrenuncio.

Le hizo quitar la sotana y las sandalias, las puso a escurrir, y le echó encima su capa de liberto sobre las calzas atascadas. Luego le quitó el parche y lo tiró en el cajón de la basura. «Lo único malo de ese ojo es que ve más de lo que debe», dijo. Delaura estaba pendiente de la cantidad de libros apelmazados en la sala. Abrenuncio lo notó, y lo condujo a la botica, donde había muchos más en estantes altos hasta el techo.

«¡Espíritu Santo!», exclamó Delaura. «Esto es la biblioteca del Petrarca».

«Con unos doscientos libros más», dijo Abrenuncio.

Lo dejó curiosear a gusto. Había ejemplares únicos que podían costar la cárcel en España. Delaura los reconocía, los hojeaba engolosinado y los reponía en los estantes con el dolor de su alma. En posición privilegiada, con el eterno Fray Gerundio, encontró a Voltaire completo en francés, y una traducción al latín de las Cartas Filosóficas.

«Voltaire en latín es casi una herejía», dijo en broma.

Abrenuncio le contó que era traducido por un monje de Coimbra que se daba el lujo de hacer libros raros para solaz de peregrinos. Mientras Delaura lo hojeaba, el médico le preguntó si sabía francés.

«No lo hablo, pero lo leo», dijo Delaura en latín, y agregó sin falsos pudores: «y además griego, inglés, italiano, portugués y un poco de alemán».

«Se lo pregunto por lo que dijo de Voltaire», dijo

Abrenuncio. «Es una prosa perfecta».

«Y la que más nos duele», dijo Delaura. «Lástima que sea de un francés».

«Usted lo dice por ser español»,dijo Abrenuncio.

«A mi edad, y con tantas sangres cruzadas, ya no sé a ciencia cierta de dónde soy», dijo Delaura. «Ni quién soy».

«Nadie lo sabe por estos reinos», dijo Abrenuncio. «Y creo que necesitarán siglos para saberlo».

Delaura conversaba sin interrumpir el examen de la biblioteca. De pronto, como le ocurría a menudo, se acordó del libro que le confiscó el rector del seminario a los doce años, y del cual recordaba sólo un episodio que había repetido a lo largo de la vida a quien pudiera ayudarlo.

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