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«¿Hemos visto jamás un hombre tan bueno?»

Delaura respondió con un gesto ambiguo. El obispo se incorporó con un movimiento difícil y permaneció apoyado en el brazo de la poltrona hasta que te dominó la respiración. No quiso cenar. Delaura se apresuró a encender un candil para alumbrarle el camino del dormitorio.

«Hemos estado muy mal con el virrey», dijo el obispo.

«¿Había alguna razón para estar bien?», preguntó Delaura. «No se toca a la puerta de un obispo sin un anuncio formal».

El obispo no estaba de acuerdo y se lo hizo saber con una gran vivacidad. «Mi puerta es la de la Iglesia, y él se comportó como un cristiano de los de antes», dijo. «El impertinente fui yo por culpa de mi mal de pecho, y algo he de hacer por en-

mendarlo». Ya en la puerta del dormitorio había cambiado de tono y de tema, y despidió a Delaura con una palmadita familiar en el hombro.

«Ruega por mí esta noche», le dijo. «Temo que sea muy larga».

En efecto, se sintió morir con la crisis de asma que había presentido durante la visita. Como no lo alivió un vomitivo de tártaro ni otros paliativos extremos, tuvieron que sangrarlo de urgencia. Al amanecer había recobrado el buen ánimo.

Cayetano, desvelado en la biblioteca vecina, no se enteró de nada. Empezaba los rezos de la mañana cuando le anunciaron que el obispo lo esperaba en su dormitorio. Lo encontró desayunando en la cama con un tazón de chocolate acompañado de pan y queso, respirando como un fuelle nuevo y con el espíritu exaltado. A Cayetano le bastó con verlo para darse cuenta de que sus decisiones estaban tomadas.

Así era. Contra la solicitud de la abadesa, Sierva María se quedaba en Santa Clara, y el padre Cayetano Delaura seguía a cargo de ella con la confianza plena del obispo. No se mantendría bajo régimen carcelario, como hasta entonces, y debía participar de las ventajas generales de la población del convento. El obispo agradecía las actas, pero su falta de rigor contrariaba la claridad del proceso, de modo que el exorcista debía proceder según su propio criterio. Ordenó por último que Delaura visitara al marqués en nombre suyo, con poderes para resolver cuanto hiciera falta, mientras él tenía tiempo y salud para atenderlo en audiencia.

«No habrá ninguna instrucción más», le dijo el obispo para terminar. «Que Dios te bendiga».

Cayetano corrió al convento con el corazón desmandado, pero no encontró a Sierva María en su celda. Estaba en la sala de actos, cubierta de joyas legítimas y con la cabellera extendida a sus pies, posando con su exquisita dignidad de negra para un célebre retratista del séquito del virrey. Tan admirable como su belleza era el juicio con que obedecía al artista. Cayetano cayó en éxtasis. Sentado en la sombra y viéndola a ella sin ser visto, le sobro el tiempo para borrar cualquier duda del corazón.

A la hora nona el retrato estaba terminado. El pintor lo escudriñó a distancia, le dio dos o tres pinceladas finales, y antes de firmarlo le pidió a Sierva María que lo viera. Era idéntica, parada en una nube, y en medio de una corte de demonios sumisos. Ella lo contempló sin prisa y se reconoció en el esplendor de sus años. Por fin dijo:

«Es como un espejo».

«¿Hasta por los demonios?», preguntó el pintor.

«Así son», dijo ella.

Terminada la pose, Cayetano la acompañó hasta la celda. Nunca la había visto caminar, y lo hacía con la gracia y la facilidad con que bailaba. Nunca la había visto con un traje distinto del balandrán de reclusa, y el vestido de reina le daba una edad y una elegancia que le revelaron hasta qué punto era ya una mujer. Nunca habían caminado juntos, y le encantó el candor con que se acompañaban.

La celda era distinta gracias a los dones de persuasión de los virreyes, que en la visita de despedida habían convencido a la abadesa de las buenas razones del obispo. El colchón era nuevo, las sábanas de lino y las almohadas de plumas, y habían puesto utensilios para el aseo cotidiano y el baño del cuerpo. La luz del mar entraba por la ventana sin crucetas y resplandecía en las paredes recién encaladas. Como la comida era la misma de la clausura, ya no fue necesario llevar nada de fuera, pero Delaura se las arregló siempre para pasar de contrabando algunas exquisiteces de los portales. Sierva María quiso compartir la merienda, y Delaura se conformó con uno de los bizcochuelos que sustentaban el prestigio de las clarisas. Mientras comían, ella hizo un comentario casual:

«He conocido la nieve».

Cayetano no se alarmó. En otra época se habló de un virrey que quiso traer la nieve de los Pirineos para que la conocieran los aborígenes, pues ignoraba que la teníamos casi dentro del mar en la Sierra Nevada de Santa Marta. Tal vez, con sus artes novedosas, don Rodrigo de Buen Lozano había coronado la hazaña.

«No», dijo la niña. «Fue en un sueño».

Lo contó: estaba frente a una ventana donde caía una nevada intensa, mientras ella arrancaba y se comía una por una las uvas de un racimo que tenía en el regazo. Delaura sintió un aletazo de pavor.

Temblando ante la inminencia de la última respuesta, se atrevió a preguntarle:

«¿ Cómo terminó?»

«Me da miedo contárselo», dijo Sierva María.

Él no necesitó más. Cerró los ojos y rezó por ella. Cuando terminó era otro.

«No te preocupes», le dijo. «Te prometo que muy pronto serás libre y feliz, por la gracia del Espíritu Santo».

Bernarda no se había enterado hasta entonces de que Sierva María estaba en el convento. Lo supo casi por casualidad, una noche en que encontró a Dulce Olivia barriendo y ordenando la casa, y la confundió con una alucinación de las suyas. En busca de alguna explicación racional, se dio a registrar cuarto por cuarto, y en el recorrido cayó en la cuenta de que no había visto a Sierva María desde hacía tiempo. Caridad del Cobre le dijo lo que sabía: «El señor marqués nos avisó que se iba muy lejos y que no la veríamos más». Como la luz estaba encendida en el dormitorio del marido, Bernarda entró sin tocar. Estaba desvelado en la hamaca, entre el humo de las bostas que ardían a fuego lento para espantar a los mosquitos. Vio a la extraña mujer transfigurada por la bata de seda, y también pensó que era una aparición, porque estaba pálida y mustia, y parecía venir de muy lejos. Bernarda le preguntó por Sierva María.

«Hace días que no está con nosotros», dijo él.

Ella lo entendió en el peor sentido y tuvo que sentarse en el primer sillón que encontró para tomar a lento.

«Quiere decir que Abrenuncio hizo lo que había que hacer», dijo.

El marqués se santiguó:

«jDios nos libre!»

Le contó la verdad. Tuvo el cuidado de explicarle que no la había informado a tiempo porque quiso tratarla, de acuerdo con lo que ella quería, como si hubiera muerto. Bernarda lo escuchó sin parpadear con una atención que no le había merecido en doce años de mala vida común.

«Sabía que iba a costarme la vida», dijo el marqués, «pero en pago de la de ella».

Bernarda suspiró: «Quiere decir que ahora nuestra vergüenza es de dominio público». Vio en los párpados del marido el destello de una lágrima, y un temblor le subió de las entrañas. Esta vez no era la muerte sino la certidumbre ineludible de lo que tarde o temprano tenía que suceder. No se equivocó. El marqués se levantó de la hamaca con sus últimas fuerzas, se derrumbó frente a ella y se soltó en un llanto áspero de viejo inservible. Bernarda capituló por el fuego de las lágrimas de hombre que se escurrieron por sus ingles a través de la seda. Confesó, con todo lo que odiaba a Sierva María, que era un alivio saber que estaba viva.

«Siempre he entendido todo, menos la muerte», dijo.

Volvió a encerrarse en su cuarto, a melaza y cacao, y cuando salió al cabo de dos semanas era un cadáver errante. El marqués había notado trajines de viaje desde muy temprano, y no les prestó atención. Antes que calentara el sol vio salir a Bernarda por el portón del patio en una mula mansa, y seguida por otra con el equipaje. Muchas veces se había ido así, sin muleros ni esclavos, sin despedirse de nadie ni dar razones de nada. Pero el marqués supo que aquella vez se iba para no volver, porque además del baúl de siempre llevaba las dos múcuras repletas de oro puro que tuvo enterradas durante años debajo de la cama.

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