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Ella se mordió los labios. Cayetano se sentó en la cama y le hizo el relato minucioso de su castigo, pero no le dijo las razones. Ella entendió más de lo que él era capaz de decir. Lo miró sin recelos y le preguntó por qué no tenía el parche en el ojo.

«Ya no me hace falta», dijo él, alentado. «Ahora cierro los ojos y veo una cabellera como un río de oro».

Se fue al cabo de dos horas, feliz, porque Sierva María aceptó que volviera, siempre que le llevara sus dulces favoritos de los portales. Llegó tan temprano la noche siguiente que aún había vida en el convento, y ella tenía el candil encendido para terminar el bordado de Martina. La tercera noche llevó mechas y aceite para alimentar la luz. La cuarta noche, sábado, estuvo varias horas ayudándola a espulgarse de los piojos que habían vuelto a proliferar en el encierro. Cuando la cabellera quedó limpia y peinada, él sintió una vez más el sudor glacial de la tentación. Se acostó junto a Sierva María con la respiración desacordada y se encontró con sus ojos diáfanos a un palmo de los suyos. Ambos se aturdieron. Él, rezando de miedo, le sostuvo la mirada. Ella se atrevió a hablar:

«¿Cuántos años tiene?»

«Cumplí treinta y seis en marzo», dijo él.

Ella lo escudriñó.

«Ya es un viejecito», le dijo con un punto de burla. Se fijó en los surcos de su frente, y agregó con toda la inclemencia de su edad: «Un viejecito arrugado». El lo tomó con buen ánimo. Sierva María le preguntó por qué tenía un mechón blanco.

«Es un lunar», dijo él.

«De afeite», dijo ella.

«De natura», dijo él. «También mi madre lo tuvo».

Hasta entonces no había dejado de mirarla a los ojos y ella no daba muestras de rendirse. Él suspiró hondo, y recitó:

«Oh dulces prendas por mí mal halladas».

Ella no entendió.

«Es un verso del abuelo de mi tatarabuela»,

le explicó él. «Escribió tres églogas, dos elegías, cinco canciones y cuarenta sonetos. Y la mayoría por una portuguesa sm mayores gracias que nunca fue suya, primero porque él era casado, y después porque ella se casó con otro y murió antes que él».

«¿También era fraile?»

«Soldado», dijo él. Algo se movió en el corazón de Sierva María, pues quiso oir el verso de nuevo. Él lo repitió, y esta vez siguió de largo, con voz intensa y bien articulada, hasta el último de los cuarenta sonetos del caballero de amor y de armas, don Garcilaso de la Vega, muerto en la flor de la edad por una pedrada de guerra. Cuando terminó, Cayetano tomó la mano de Sierva María y la puso sobre su corazón. Ella sintió dentro el fragor de su tormenta.

«Siempre estoy así», dijo él, y sin darle tiempo al pánico se liberó de la materia turbia que le impedía vivir. Le confesó que no tenía un instante sin pensar en ella, que cuanto comía y bebía tenía el sabor de ella, que la vida era ella a toda hora y en todas partes, como sólo Dios tenía el derecho y el poder de serIo, y que el gozo supremo de su corazón sería morirse con ella. Siguió hablándole sin mirarla, con la misma fluidez y el calor con que recitaba, hasta que tuvo la impresión de que Sierva María se había dormido. Pero estaba despierta, fijos en él sus ojos de cierva azorada. Apenas se atrevió a preguntar:

«¿ Y ahora?»

«Ahora nada», dijo él. «Me basta con que lo sepas».

No pudo seguir. Llorando en silencio pasó su brazo por debajo de la cabeza de ella para que le sirviera de almohada, y ella se enroscó en su costado. Permanecieron así, sin dormir, sin hablar, hasta que empezaron a cantar los gallos, y él tuvo que apurarse para llegar a tiempo a la misa de cinco. Antes que se fuera, Sierva María le regaló el precioso collar de Oddúa: dieciocho pulgadas de cuentas de nacar y coral. El pánico había sido reemplazado por la zozobra del corazón. Delaura no tenía sosiego, hacía las cosas de cualquier modo, flotaba, hasta la hora feliz en que huía del hospital para ver a Sierva María. Llegaba jadeando a la celda ensopado por las lluvias perpetuas, y ella lo esperaba con tal ansiedad que la sola sonrisa de él le devolvía el aliento. Una noche fue ella quien tomó la iniciativa con los versos que aprendía de tanto oírlos. «Cuando me paro a contemplar mi estado ya ver los pasos por donde me has traído», recitó. y preguntó con picardía:

«¿Cómo sigue?»

«Yo acabaré, que me entregué sin arte a quien sabrá perderme y acabarme», dijo él. Ella lo repitió con la misma ternura, y continuaron así hasta el final del libro, saltando versos, pervirtiendo y tergiversando los sonetos por conveniencia, jugueteando con ellos a su antojo con un dominio de dueños. Se durmieron de cansancio. La guardiana entró con el desayuno a las cinco, en medio de la algazara de los gallos, y ambos despertaron asustados. Se les paró la vida. La vigilante puso el desayuno en la mesa, hizo una inspección de rutina con el farol, y salió sin ver a Cayetano en la cama.

«Lucifer es un bicho», se burló él cuando recobró el aire. «También a mí me ha vuelto invisible».

Sierva María tuvo que refinar su astucia para que la vigilante no volviera a entrar en la celda aquel día. Tarde en la noche, después de una jornada entera de retozos, se sentían amados desde siempre.

Cayetano, entre broma y de veras, se atrevió a zafarle a Sierva María el cordón del corpiño. Ella se protegió el.pecho con las dos manos, y hubo un destello de furia en sus ojos y una ráfaga de rubor le encendió la frente. Cayetano le agarró las manos con el pulgar y el índice, como si estuvieran a fuego vivo, y se las apartó del pecho. Ella trató de resistir, y él le opuso una fuerza tierna pero resuelta.

«Repite conmigo», le dijo: «En fin a vuestras manos he venido».

Ella obedeció. «Do sé que he de morir», prosiguió

él, mientras le abría el corpiño con sus dedos helados. Ella lo repitió casi sin voz, temblando de miedo: «Para que sólo en mí fuese probado cuánto corta una espada en un rendido». Entonces la besó en los labios por primera vez. El cuerpo de Sierva María se estremeció con un quejido, soltó una tenue brisa de mar y se abandonó a su suerte. Él se paseó por su piel con la yema de los dedos, sin tocarla apenas, y vivió por primera vez el prodigio de sentirse en otro cuerpo. Una voz interior le hizo ver qué lejos había estado del diablo en sus insomnios de latín y griego, en los éxtasis de la fe, en los yermos de la pureza, mientras ella convivía con todas las potencias del amor libre en las barracas de los esclavos. Se dejó guiar por ella, tanteando en las tinieblas, pero se arrepintió en el último instante y se desbarrancó en un cataclismo moral. Permaneció bocarriba con los ojos cerrados.

Sierva María se asustó de su silencio y su quietud de muerte, y lo tocó con un dedo.

«¿Qué le pasa?», le preguntó.

«Déjame ahora», murmuró él. «Estoy rezando».

En los días siguientes sólo tuvieron instantes de sosiego mientras estaban juntos. No se saciaron de hablar de los dolores del amor. Se agotaban a besos, declamaban llorando a lágrima viva versos de enamorados, se cantaban al oído, se revolcaban en cenagales de deseo hasta el límite de sus fuerzas; exhaustos pero vírgenes. Pues él había decidido mantener su voto hasta recibir el sacramento, y ella lo compartió.

En las pausas de la pasión intercambiaron pruebas excesivas. Él le dijo que sería capaz de cualquier cosa por ella. Sierva María le pidió con una crueldad infantil que se comiera por ella una cucaracha. Él la atrapó antes de que ella pudiera impedirlo, y se la comió viva. En otros desafíos vesánicos él le preguntó si se cortaría la trenza por él, y ella dijo que sí, pero le advirtió en broma o en serio que en ese caso tendría que casarse con ella para cumplir la condición de la manda. Él llevó a la celda un cuchillo de cocina,y le dijo: «Veamos si es cierto». Ella se volvió de espaldas para que él pudiera cortar de raíz. Lo instó: «Atrévase». No se atrevió. Días después, ella le preguntó si se dejaría degollar como un chivo. Él dijo que sí con firmeza. Ella sacó el cuchillo y se dispuso a probarlo. Él saltó de terror con el escalofrío final. «Tú no», dijo. «Tú no». Ella, muerta de risa, quiso saber por qué, y él le dijo la verdad:

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