Las tumbas todavía estaban cubiertas con ramos marchitos del día de Todos los Santos. Galeas soltó la mano de su hijo y tomó una carretilla. Guillaume lo miró alejarse. Esa tricota zurcida, de color pardo; esos fondillos del pantalón que parecían vacíos; esa enorme pelambre bajo la boinita: eso era su padre. Permaneció sentado sobre una lápida semidesaparecida, entibiada un poco por el sol de otoño. Sin embargo, sentía frío; pensó que podría enfermarse, que al día siguiente no podría salir. La muerte… Volverse como esos que trataba de imaginar en esa tierra grasa: los muertos. Esos topos humanos, cuya presencia se manifiesta por pequeños montículos.
Más allá del muro veía la campiña, ya inhabitable ante la proximidad del invierno: las viñas ateridas; la tierra como aceitosa, viscosa, elemento inhumano donde hubiera sido tan loco aventurarse como sobre las olas del mar. Abajo de la colina corría hacia el río Ciron un arroyo hinchado por las lluvias y se acumulaba un misterio de marismas y tallares inextricables. Guillou había oído decir que allí se veía, algunas veces, levantar vuelo a una becada.
El niño expulsado de su madriguera temblaba de miedo y de frío en medio de la vida hostil y de la naturaleza enemiga.
En el flanco de las colinas estallaba el rojo industrial de las tejas nuevas, pero por instinto su mirada buscaba el rosado, deslucido por las lluvias, de las viejas tejas redondas. Muy cerca de él, las grietas deshonraban el presbiterio de la iglesia; un vitral estaba rajado. Sabía que "Dios no estaba más allí", que el señor cura no quería dejar ahí a Dios por temor a los sacrilegios. Dios tampoco estaba en la capilla del castillo, donde Fräulein amontonaba escobas, cajones, sillas rotas. ¿Dónde residía el Dios de ese mundo cruel? ¿Dónde, pues, había dejado algún rastro?
Guillou sintió frío. Una ortiga le quemó la pantorrilla. Se levantó y dio algunos pasos hasta la pirámide del monumento a los muertos que se había inaugurado el año anterior. Trece nombres para el pueblito: de Cernes, Georges; Loclotte, Jean; Lapeyre, Joseph; Lapeyre, Ernest; Lartigue, Rene… Guillou veía la tricota color pardo de su padre agacharse y levantarse entre las tumbas; oyó el rechinar de la rueda de la carretilla. Mañana sería entregado al preceptor rojo. El preceptor podría morir, súbitamente esa noche. Quizá sucediera algo: un ciclón, un terremoto… Pero no, nada haría callar jamás esa voz terrible de su madre; nada apagaría esos malvados ojos clavados sobre él, que a la vez lo hacían consciente de su flacura, de sus rodillas sucias, de sus calcetines caídos. Entonces Guillaume volvía a tragar saliva y para desarmar a su enemiga trataba de cerrar la boca… Pero la voz exasperada estallaba (y él creía oírla aún, en ese pequeño cementerio donde él tiritaba): "Vete donde quieras, pero que no te vea más".
A esa misma hora, Paule había encendido el fuego en su dormitorio y pensaba. Uno, voluntariamente, no puede hacerse amar; no es libre para agradar, pero ningún poder de la tierra o del cielo podría impedir a una mujer elegir un hombre y escogerlo por dios. Ni a él mismo le concierne puesto que nada se le pide en cambio. Está resuelta a hacer de ese ídolo el centro de su vida. No le falta más que levantar un altar en su desierto y consagrarlo a esa divinidad de cabellos rizados.
Los otros terminan siempre por implorar a su dios, pero ella está resuelta a no esperar nada del suyo. No le quitará más que lo que se puede tomar de un ser, sin que él lo sepa. ¡Milagroso poder de la mirada solapada y del pensamiento incontrolable! Tal vez un día le fuera dado arriesgar un gesto; tal vez ese dios soporte el contacto de una boca sobre su mano…
3
Su madre lo arrastraba rápidamente por la carretera hendida de huellas llenas de agua de lluvia. Se cruzaron con los niños de la escuela que entraban en sus casas sin hablar ni reír. Las carteras, invisibles, que llevaban sobre la espalda, hinchaban sus abrigos. Los ojos, sombríos o claros, de esos jorobaditos, resplandecían en el fondo de los capuchones. Guillou pensaba que si hubiese tenido que trabajar y jugar con ellos, habrían sido sus verdugos. Pero sería entregado al preceptor, solo. No se ocuparía más que de él, y sobre él concentraría ese temible poder de las personas mayores, para fastidiar al pequeño Guillou con sus preguntas, para acosarlo con explicaciones y argumentos. Ese poder no se agotaría sobre una clase entera. Guillou, solo, debería hacer frente a ese monstruo de la ciencia, indignado y exasperado contra un niño que ignora hasta el sentido de las palabras con que se lo aturde.
Iba a la escuela a la hora en que los otros muchachos salían de ella. Eso lo impresionó. Tuvo como una sensación de su diferencia, de su soledad. La mano seca y cálida que retenía la suya estrechó su apretón. Una fuerza indiferente, si no enemiga, lo remolcaba. Su madre, encerrada en un universo desconocido de pasiones y pensamientos, no le dirigió la palabra ni una sola vez.
He aquí ya las primeras casas en el crepúsculo bañado y perfumado por sus humos; el resplandor de las lámparas y de las llamas detrás de los vidrios empañados, y la claridad más viva del hotel Dupuy. Había dos carros detenidos; las anchas espaldas de los boyeros se movían delante del mostrador. Un minuto más, Esa luz: era allí… Recordó la gruesa voz que adoptaba Mamie cuando contaba el Pulgarcito: "¡Es la casa del ogro!". Ahora él distinguía, a través de los vidrios de la puerta, a la mujer del ogro, sin duda al acecho de su presa.
– ¿Por qué tiemblas, imbécil? El señor Bordas no te comerá.
– ¿Quizá tenga frío?
Paule se encogió de hombros y dijo con tono exasperado:
– No. Es nervioso. No se sabe por qué le ocurre eso. A los dieciocho meses tuvo convulsiones…
Los dientes de Guillou castañeteaban. No se oía más que ese castañeteo y el péndulo del gran reloj.
– Léone, quítale los zapatos -dijo el ogro-. Ponle las pantuflas de Jean-Pierre.
– Por favor -protestó Paule-. No se tornen esa molestia.
Pero Léone ya volvía con un par de pantuflas. Tomó a Guillou sobre sus rodillas, le quitó el abrigo y se acercó al fuego.
– Un muchacho grande como tú -dijo su madre-. ¿No tienes vergüenza? No he traído ni libros ni cuadernos -agregó.
El ogro aseguró que no los necesitaba. Esa tarde se contentarían con hablar y trabar relación.
– Volveré dentro de dos horas -dijo Paule.
Guillou no oyó las palabras que su madre y el preceptor cambiaron a media voz, sobre el umbral. Supo que ella había partido, porque no sentía más frío. La puerta había sido cerrada.
– ¿Quieres ayudarnos a desgranar porotos? -preguntó Léone-. Pero tal vez tú no sepas hacerlo.
Él rió y dijo que siempre ayudaba a Fräulein. Lo tranquilizaba que se le hablara de porotos. Se aventuró a agregar:
– En casa los han recogido hace mucho tiempo.
– ¡Oh! Éstos son los tardíos -dijo la institutriz-. Muchos están podridos; hay que clasificarlos.
Guillou se acercó a la mesa y se puso a trabajar. La cocina de los Bordas era igual a todas las cocinas, con la gran chimenea de cuya cremallera pendía la olla; la larga mesa, los calderos de cobre sobre un estante y, sobre otro, potes con encurtidos, y dos jamones envueltos en bolsas, suspendidos de las vigas… Y sin embargo, Guillou había penetrado en un mundo extraño y delicioso. ¿Era quizá el olor de la pipa del señor Bordas, que aun apagada no se la quitaba de la boca? Pero, sobre todo, había libros por todas partes, montones de periódicos sobre el aparador y sobre una mesita al alcance de la mano del maestro. Con las piernas estiradas y sin prestar ninguna atención a Guillou, el señor Bordas cortaba las páginas de una revista con tapa blanca y título rojo.