En la campana de la chimenea estaba colgado un retrato de un hombre gordo y barbudo, con los brazos cruzados. Había una palabra impresa en la parte inferior, que el niño, desde su lugar, trataba de deletrear a media voz: Jau… Jau…
– Jaurés -dijo de pronto el ogro-. ¿Sabes quién era Jaurés?
Guillou sacudió la cabeza. Léone intervino:
– ¿Vas a comenzar hablándole de Jaurés?
– Es él quien me habla de Jaurés -dijo el señor Bordas.
Reía. A Guillou le gustaban esos ojos achicados por la risa. Él había querido saber quién era Jaurés. No le molestaba clasificar porotos. Hacía un montón con los que estaban picados. Lo dejaban tranquilo. Podía pensar en lo que quería, observar al ogro, a la ogresa y su casa.
– ¿Quizá estés aburrido de hacer eso? -preguntó de pronto el señor Bordas.
El preceptor no leía su revista: descifraba el índice, cortaba las páginas, se detenía en las firmas, aproximaba el fascículo a su rostro, lo husmeaba con glotonería. Esa revista que venía de París… Pensaba en la inmensa felicidad de los hombres que colaboraban en ella. Trataba de representarse sus rostros, la sala de redacción donde se reunían para cambiar opiniones; esos hombres que saben todo, "que han rumiado las ideas…" Léone ignoraba que había enviado un estudio sobre Romain Rolland a la revista. Recibió una respuesta muy cortés, pero negativa. El estudio tenía un carácter político demasiado acentuado.
La lluvia que corría desbordaba las goteras. No se vive más que una vez. Robert Bordas jamás conocería esa vida de París. El señor Lousteau afirmaba que la vida en Cernes le podía proporcionar tema para un libro… Le aconsejó escribir su diario, pero él no se interesaba en sí mismo. Los otros tampoco le interesaban mucho. Hubiera querido persuadirlos, imponerles sus ideas, pero eran tan simples que no atraían su atención… Estaba dotado para hablar y para el artículo rápido. El señor Lousteau encontraba que sus artículos de La France du Sud-Ouest eran superiores a todo lo que se publicaba en París, salvo en L'Action Francaise. En L'Humanité, según Lousteau, no había nadie que valiera la pena. París… Había prometido a Léone que nunca dejaría Cernes, ni siquiera cuando Jean-Pierre estuviera en la Escuela Normal… Ni siquiera más tarde, cuando su hijo, una vez llegado a la meta, ocupara la primera fila. Sería menester no molestarlo, no estorbarlo. "Cada uno en su lugar", decía Léone.
Robert tenía la frente pegada al vidrio de la puerta; se dio vuelta y vio los tiernos ojos de Guillou, húmedos, fijos en él, que se desviaron al momento. Recordó que al niño le gustaba leer.
– Pequeño, ¿estás cansado de desgranar porotos? ¿Quieres que te preste un libro con figuras?
Guillou respondió que le era igual que tuviera o no figuras.
– Muéstrale la biblioteca de Jean-Pierre y podrá elegir -dijo Léone.
Precedido por el señor Bordas, quien llevaba una lámpara Pigeon, el niño atravesó el dormitorio del matrimonio. Le pareció magnífico. Sobre el enorme lecho esculpido se extendía majestuoso un edredón de color cereza, como si, sobre la colcha, se hubiera vertido jarabe de grosellas. Muy cerca del techo se veían algunas fotografías ampliadas. Después, el señor Bordas lo hizo entrar en una habitación más pequeña que olía a encierro. El preceptor levantó con orgullo la lámpara y Guillou admiró el dormitorio del hijo.
– Evidentemente, en el castillo se debe estar mejor alojado…, pero de todas maneras -agregó satisfecho el preceptor-, no está mal…
El niño, deslumbrado, no podía creer lo que veían sus ojos. Por primera vez el pequeño castellano pensó en el reducto donde dormía. Reinaba allí el olor de la señorita Adrienne -encargada de cuidar la ropa blanca del castillo-, pues allí la señorita Adrienne pasaba las tardes. Un maniquí inservible se erguía al costado de la máquina de coser. Una cama plegadiza, recubierta con una funda, era utilizada por Fräulein durante las enfermedades de Guillou. De pronto se imaginó la alfombra gastada, sobre la cual, tan a menudo, había volcado su bacinilla. Jean-Pierre Bordas tenía ese dormitorio para él solo; esa cama pintada de blanco con dibujos azules; esa biblioteca provista de libros.
– Casi todos son premios -dijo el señor Bordas-. Siempre ha ganado todos los premios de su clase.
Guillou rozaba con la mano cada volumen.
– Elige el que quieras.
– ¡Oh! La isla misteriosa… ¿Usted la ha leído? -preguntó, los ojos brillantes dirigidos hacia el señor Bordas.
– Sí, cuando tenía tu edad -dijo el preceptor-. Pero la he olvidado… ¡Creo que es una historia de Robinson!
– ¡Oh! ¡Es mucho mejor que Robinson!
– exclamó Guillou con fervor.
– ¿Por qué es mejor?
Pero ante esa brusca pregunta, se encerró en su torre. Retomó su aire ausente, casi atontado.
– Yo creía que era su continuación -prosiguió el señor Bordas después de un silencio.
– Sí, es preciso haber leído Veinte mil leguas de viaje submarino y Los hijos del capitán Grant. Yo no conozco Veinte mil leguas de viaje submarino… Pero eso no impide comprender, ¿sabe? Salvo cuando Cyrus Smith fabrica cosas, como la dinamita… Siempre salto esa página…
– ¿No hay un hombre abandonado que los compañeros del ingeniero descubren en una isla vecina?
– Sí, sí, Ayrton, ¿lo recuerda? Es tan hermoso cuando Cyrus Smith le dice: "Tu eres hombre, puesto que lloras…"
El señor Bordas, sin mirar al niño, tomó el grueso libro rojo y, tendiéndoselo:
– Toma; busca el lugar… Creo recordar que hay una lámina.
– Es al final del capítulo quince -dijo Guillou.
– Veamos, léeme toda la página… Eso me hará recordar mi niñez.
El señor Bordas encendió una lámpara de queroseno e instaló a Guillou delante de la mesa donde Jean-Pierre había dejado manchas de tinta. El niño comenzó a leer con voz ahogada. Al principio, el preceptor no captó más que algunas palabras. Estaba sentado un poco hacia atrás, en la sombra, y casi reteniendo su aliento como si hubiese temido espantar a un pájaro salvaje. Después de algunos minutos, la voz del lector se hizo más cálida… Sin duda, había perdido conciencia de que se le escuchaba:
Llegaron al lugar donde crecían los primeros hermosos árboles de la selva, cuyo follaje era ligeramente agitado por la brisa; el desconocido pareció sorber con embriaguez ese penetrante olor que impregnaba la atmósfera y un largo suspiro se escapó de su pecho. Los colonos se mantenían detrás, listos para retenerlo si hubiera hecho un movimiento para escaparse. Y en efecto, el pobre ser estuvo a punto de lanzarse al riachuelo que lo separaba de la selva y sus piernas se aflojaron, por un instante, como un resorte… Pero casi en seguida se replegó sobre sí mismo, se desplomó a medias y una gruesa lágrima fluyó de sus ojos. "¡Ah! -exclamó Cyrus Smith-, hete aquí vuelto hombre, puesto que lloras"
– ¡Qué hermoso es! -dijo el señor Bordas-. Ahora recuerdo… ¿No es que la isla había sido atacada por los presidiarios?
– Sí, Ayrton es el primero que reconoce el pabellón negro… ¿Quiere que lo lea?
El preceptor apartó un poco su silla. Habría podido, habría debido maravillarse de oír la voz ferviente de ese niño que pasaba por idiota. Habría podido y habría debido alegrarse de la tarea que se le había asignado; del poder que tenía para salvar a ese pobre ser tembloroso. Pero no oía al niño más que a través de su propio tumulto. Era un hombre de cuarenta años, lleno de deseos e ideas y jamás saldría de esa escuela que se levantaba al borde de una ruta desierta. Comprendía y juzgaba todo lo que estaba impreso en la revista, de la que aspiraba el olor a tinta y cola. Todos los debates suscitados le eran familiares, aunque no pudiera comentarlos más que con el señor Lousteau. Léone hubiera sido capaz de comprender muchas cosas, pero prefería dedicarse a las tareas domésticas. Su actividad física crecía con la pereza de su espíritu. Por la noche se enorgullecía de no poder mantener los ojos abiertos; tal era su cansancio. Era bastante inteligente como para comprender que su marido sufría y a veces lo compadecía; pero Jean-Pierre sería su desquite. Creía que un muchacho, a la edad a que había llegado su marido, se conformaría con ver cumplido su destino en un hijo… ¡Eso era lo que ella creía!