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Al comienzo de la tarde del día siguiente, con impermeable, gruesos zapatos y una boina hundida hasta los ojos, se dirigió al pueblo. Creía que la lluvia sobre la cara borraría los rastros de su orgía solitaria. Ya no la sostenía ninguna exaltación: solamente su voluntad. Otra mujer hubiera elegido cuidadosamente el traje que convenía a una diligencia de esa naturaleza. En todo caso, se habría esforzado en sacar el mejor partido de su aspecto físico. La señora Galeas ni siquiera tuvo la idea de empolvarse la cara, ni de intentar nada para disimular el bozo moreno que le recubría los labios y las mejillas. Sus cabellos, lavados habrían parecido menos grasientos. Podría haber supuesto que el preceptor desconocido era, como la mayoría de los hombres, sensible a los perfumes… Pero no: iba a tentar su última oportunidad sin más arreglo que el de costumbre, más descuidada que nunca.

El hombre, ese preceptor, estaba en la cocina sentado frente a su mujer, y hablaba mientras desgranaba porotos. Era un jueves, día bendito entre todos. La escuela se alzaba al borde del camino como, por lo demás, todas las casas del poco agraciado pueblo de Cernes. La herrería, la carnicería, la taberna y el correo no formaban un grupo viviente alrededor del campanario. Sólo la iglesia se destacaba, con las tumbas apretadas contra ella, sobre un promontorio que domina el valle del Ciron. Cernes no tenía más que una calle, que era, precisamente, el camino departamental. La escuela estaba un poco retirada. Los niños entraban por la puerta central, pero la cocina del preceptor se abría a la derecha, sobre el pasillo que llevaba al patio de recreo. Más allá se extendía la huerta. Sin presentir nada de lo que se aproximaba a su casa, Robert y Léone Bordas discutían todavía el motivo de la extraña visita de la víspera.

– Por más que digas -insistía la mujer-, ciento cincuenta, o tal vez doscientos francos más por mes por hacer trabajar al chiquitín del castillo, es algo. Valía la pena pensarlo dos veces…

– No estamos tan apretados como para eso. ¿Acaso nos falta algo? Y menos ahora que recibo casi todos los libros que necesito. (Hacía comentarios críticos de novelas y poemas en el Journal des Instituteurs.)

– No piensas más que en ti; pero está Jean Pierre…

– Jean-Pierre tampoco necesita nada. De cualquier modo, no pretenderás que tenga maestro particular.

Ella sonrió complacida. Por supuesto, su hijo no necesitaba lecciones particulares; en cualquier materia que fuera, era siempre el primero. Tenía trece años y estaba cursando el penúltimo de la escuela; pero como estaba dos años adelantado, probablemente tendría que repetir el último, pues no había muchas posibilidades de que pudiese obtener permiso para continuar sus estudios antes de alcanzar la edad reglamentaria. En el Liceo ya lo consideraban una futura gloria. Sus profesores no dudaban de que lo verían ganar del primer golpe los dos concursos: Normal de Letras y Normal de Ciencias.

– Y bien. ¡Exactamente! Quiero que tome lecciones particulares.

Esa declaración de Léone no fue acompañada de ninguna mirada, de ningún signo que indicara duda o ruego. Esa mujer delgada, de mejillas pálidas, ligeramente pelirroja, cuyos rasgos menudos conservaban su encanto a pesar de estar ajada, tenía una voz seca, penetrante, acostumbrada a gritar para dominar la clase.

– Tiene que tomar lecciones de equitación. Robert Bordas continuó clasificando sus porotos, fingiendo creer que ella bromeaba:

– Pero sí, seguro, y además, lecciones de danza, ya que estás en eso.

La risa empequeñecía sus grandes ojos rasgados. Aunque estuviese sin afeitar y con el cuello desabrochado, ese hombre que se aproximaba a la cuarentena tenía todavía la gracia de la juventud. Era fácil imaginar al niño que debió haber sido. Se levantó y dio una vuelta a la mesa, ayudándose con un bastón, de punta de caucho, renqueando apenas.

Su largo espinazo de gato flaco era el de un adolescente. Encendió un cigarrillo y dijo:

– He aquí otra más que quiere la revolución, pero que sueña con transformar a su hijo en propietario de caballos de carrera.

Ella se encogió de hombros.

– Entonces -insistió él- ¿por qué quieres hacer un jinete de Jean-Pierre? ¿Para que se enganche a los dragones de Libourne con un montón de marranos que pondrán en cuarentena al hijo del preceptor?

– No te exaltes, ahorra tu voz para el mitin del once de noviembre…

Ella vio, por su expresión, que había ido demasiado lejos; volcó en una fuente los porotos que llenaban su delantal y fue a abrazar a su marido.

– Oye, Robert…

Robert bien sabía que ella quería las mismas cosas que él. Lo seguía ciegamente, con una confianza total. Pero la política no era su fuerte e imaginaba bastante mal cómo iría el mundo una vez cumplida la revolución. Sería siempre un grupo de elegidos quienes dirigirían el país, ella estaba segura de eso. Los más inteligentes, los más instruidos, pero también los que tuvieran virtudes de jefe.

– Y bien, quiero que Jean-Pierre sepa montar a caballo y, sobre todo, que adquiera las cualidades de destreza, valentía y audacia que en parte le faltan. Tiene todas las otras, salvo ésas…

Robert Bordas observaba la mirada perdida de su mujer. No lo veía. Su corazón, en ese momento, estaba lejos de él.

– La Escuela Normal forma profesores selectos para la Universidad -observó él un poco secamente-. Es su única razón de ser.

– ¡Vamos! Mira un poco a todos los ministros, los grandes escritores, todos los jefes de partido que han salido de ella… ¡Y Jaurés, el primero, y León Blum!…

Él interrumpió:

– Me sentiría orgulloso si Jean-Pierre presentara un día una buena tesis y se graduara en la Facultad de Letras. No pido nada más para él…O quizá en la Sorbona…, o en el Colegio de Francia… ¿Quién sabe? ¡Esto sí sería hermoso!

Ella rió agriamente.

– ¡Ah!, ¡ahora sí! ¡Ahora me toca a mí admirar al famoso revolucionario que hay en ti! ¿Entonces crees que todas esas antiguallas quedarán en pie?

– ¡Seguramente! La Universidad será transformada, renovada; pero en Francia la enseñanza superior será siempre la enseñanza superior… Tú no sabes lo que dices…

Se interrumpió. A través de los vidrios de la puerta divisó a una mujer en la niebla.

– Y ahora, ¿quién es ésa?

– Una madre que viene a molestarnos y a quejarse de que hemos sido injustos con su pequeña.

Antes de entrar, Paule se limpió cuidadosamente los zapatos para quitarles el barro. No la reconocieron. No sabían quién era esa extraña mujer con una boina calada hasta los ojos, negros y ojerosos, que ardían en un rostro tan velludo como el de un muchacho. Evitó nombrarse. Dijo a Robert que era la madre del niño de quien le había hablado la víspera la baronesa de Cernes. Él tardó algunos segundos en comprender de qué se trataba, pero Léone ya lo había adivinado. Precediendo a la señora Galeas, la condujo a una habitación glacial, y abrió los postigos. Todo relucía: el piso, el aparador y la mesa de estilo Lévitan. Un cortinado de encaje crudo velaba la ventana. Enormes hortensias dibujaban un ancho friso a la altura del cielo raso. El empapelado era de color granate.

– Dejo a usted con mi marido…

Paule le aseguró que no tenía nada secreto que comunicarle; sólo disipar un mal entendido nada más.

Esa ola de sangre que avivó las mejillas de Robert Bordas era una debilidad que conservaba de su juventud. Sintió que le ardían las orejas. Esa señora de desagradable mirada, ¿iba a forzarlo a explicar su broma del día anterior? ¡Pero sí! Ella tenía el tupé de abordar el tema con la mayor tranquilidad. Paule le dijo que temía que su suegra hubiese comprendido mal una reflexión completamente inocente y que por ese motivo se hubiera peleado con él. En modo alguno trataba de hacer volver al señor Bordas sobre su negativa; pero sería muy doloroso que ese incidente significara un nuevo adversario en el pueblo para una mujer indefensa como era ella. Siendo de él, precisamente, de quien hubiera tenido el derecho de esperar más comprensión.

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