Sus ardientes ojos iban de Robert a Léone. Las comisuras de su boca, un poco caídas, daban un aspecto trágico a esa cara grande y velluda, a esa máscara. Robert balbuceaba que lo sentía mucho, que no había puesto ninguna intención malévola en sus palabras. Paule abrevió, y volviéndose hacia Léone, dijo:
– Jamás he dudado de que así fuera. Ustedes dos están en las mejores condiciones para conocer el pueblo y los chismes que en él corren.
¿Comprenderían la alusión? ¿Sabrían que corría el rumor de que el preceptor había sido herido a traición en un puesto de emboscado? Algunos insinuaban que él mismo había disparado su fusil tan torpemente… Ellos no parecieron conmovidos. Paule ignoraba si sus palabras habían dado en el blanco.
Agregó:
– Señora, sé que usted pertenece a una antigua familia de Cadillac…
Los padres de Léone eran, en efecto, pequeños propietarios, campesinos de vieja cepa, pero muy mal vistos a causa de sus ideas avanzadas. Su hija no estaba casada por la iglesia y se dudaba de que el pequeño Jean-Pierre estuviera bautizado. Por permanecer cerca de su familia, los Bordas habían renunciado a un ascenso que hubiera sido rápido.
– Cernes -decía Paule- tiene un preceptor que no merece. De nuevo el rostro juvenil se tornó escarlata.
– ¡Sí! -insistió Paule, pues sabía que no dependía sino de Robert Bordas el ocupar una cátedra en el Palacio Borbón. Robert se ruborizó una vez más, y encogiéndose de hombros;
– ¡Usted se burla de mi! -le dijo. Léone reía:
– ¡Oh, señora! Usted lo va a hacer engreír. ¡Mi pobre Robert!
Una sonrisa empequeñeció los rasgados ojos del joven.
– No soy yo quien lo dice, sino el señor Lousteau, nuestro administrador y su amigo, creo. Un partidario del rey, pero que sabe hacer justicia a sus adversarios. Cuando se tiene un marido como el suyo, no hay por qué tener miedo de ser ambiciosa.
Y agregó a media voz:
– ¡Ah, si yo estuviera en su lugar!… Dijo esta frase en el tono preciso. Apenas acentuó la alusión a su miserable marido.
– El primer gran hombre de nuestra familia -dijo el preceptor- será nuestro hijo Jean-Pierre. ¿Verdad, Léone?
¿Ese pequeño Jean-Pierre? Una sonrisa de complacencia suavizó los rasgos de la señora, Por supuesto, su fama había llegado hasta ella; el señor Lousteau le había hablado a menudo de él. ¡Qué felices y orgullosos debían de estar! De nuevo un suspiro, vuelta otra vez a su propia desgracia. Pero esta vez no temió decir:
– A propósito de niño prodigio, es necesario que le hable de mi propio hijo. Mi suegra tal vez ha exagerado la nota. Es cierto que es muy atrasado, y comprendo que eso lo acobarde a usted…
Robert protestó vivamente. Su negativa no había tenido otra razón que la falta de tiempo libre y el temor de no poder consagrarse a esa nueva tarea, pues la secretaría de la alcaldía y sus ocupaciones personales le tomaban todo el tiempo libre que le dejaban los muchachos del pueblo.
– Sí, sé que usted está muy ocupado. Y hasta he llegado a creer que ciertos artículos no firmados de La France du Sud-Ouest… -agregó en un tono que ponía en evidencia la atracción que ese hombre ejercía sobre ella.
Las mejillas y las orejas del preceptor volvieron a enrojecer. Para abreviar, hizo algunas preguntas sobre Guillaume. ¿El pequeño escribía y leía de corrido? Siendo así, no se había perdido nada.
Paule permanecía indecisa. Era importante no desanimarlo de entrada y, al mismo tiempo, ponerlo en antecedentes de la imbecilidad de su futuro alumno. Sí, afirmó: leía y releía dos o tres libros. Hojeaba sin cesar una colección de revistas de fines de siglo, aunque jamás habían tenido pruebas de que pudiera retener algo. ¡Oh! Y además no era muy atrayente, no, ni muy repulsivo. ¡Su pobre "mico"! Era preciso ser madre; a ella misma, a veces, le costaba soportarlo…
El preceptor sufría por ella. Propuso tomar al pequeño en observación, por la tarde, a eso de las cinco, después de la salida de los niños. Pero no se comprometía a nada antes de haberlo visto… Paule le tomó las dos manos, y con la voz sofocada por una emoción semifingida, agregó:
– Pienso en la comparación que usted no podrá evitar de hacer entre mi desdichado pequeño y su Jean-Pierre.
Volvió un poco la cabeza como para ocultar su vergüenza. ¡Qué inspirada estaba ese día! Esa pareja de preceptores acostumbrada a una atmósfera hostil, sospechosos a los campesinos como a los propietarios, tratados por el clero como enemigos públicos, jamás habrían podido imaginar que lo que les sucedía fuera posible. Alguien del castillo tenía que pedirles un favor; venía a implorarlo, y no solamente los admiraba, sino que los envidiaba. ¡Con qué humildad había hecho alusión a su marido y a su hijo degenerado! Robert, un poco excitado por la aventura y recordando que esa boina y ese impermeable disfrazaban a una baronesa auténtica, arriesgó con tono bondadoso:
– Pero, señora, me sorprende que no tema mi influencia sobre el pequeño… ¿Usted conoce mis ideas?
La risa le arrugaba las sienes; de sus ojos estirados no se veía más que el brillo.
– Usted no me conoce -dijo Paule gravemente-. Usted no sabe quién soy.
No la creerían si les aseguraba que deseaba que su pobre hijo fuera capaz de sentir esa influencia.
Así preparaba sus futuras confidencias. No había que agregar nada ni estropear nada. Ya se despedía de sus huéspedes, sorprendidos por lo que acababa de decirles respecto a sus ideas. Convinieron en que llevaría a Guillaume al día siguiente, después de las cuatro de la tarde. Y de pronto, tomando un tono de gran señora, imitado de su suegra y de su cuñada Arbis agregó:
– ¡Muy agradecida! ¡No sabéis el bien que me habéis hecho! Sí, sí. ¡Vosotros no podéis saberlo!
– Es evidente que tú le gustas -dijo Léone. Desocupó la mesa y, suspirando, tomó una pila de deberes para corregir.
– Ya no la encuentro tan antipática.
– ¡Miren eso! Te trata con deferencia: pero ¿qué quieres que te diga? Desconfíale.
– La creo un poco loca… De cualquier modo, es una exaltada.
– Una loca que sabe lo que quiere. Acuérdate de lo que se cuenta… ¡Su historia con el cura! Ponte en guardia.
Él se levantó, estiró sus grandes brazos y dijo:
– No me gustan las mujeres con barba.
– No estaría tan mal si estuviera mejor arreglada -observó Léone.
– Ahora recuerdo lo que me dijo Lousteau; no es verdaderamente una noble. Es la hija o la sobrina de Meuliére, el ex alcalde de Burdeos… ¿Por qué te ríes?
– Porque pareces defraudado de que ella no sea una noble verdadera…
Robert, con aire furioso, los hombros alzados y soplando su pipa, fue hasta el umbral de la puerta y se apoyó en la pared.
Mientras su madre se ocupaba de entregarlo al preceptor rojo, la pequeña liebre, desalojada de su madriguera y sin esperanzas de poder agazaparse en ella, parpadeaba ante la luz enceguecedora de las personas mayores. Durante la ausencia de su madre había estallado una diferencia entre las tres divinidades favorables: papá, Mamie y Fräulein. A decir verdad, abuela y Fräulein tenían frecuentes peleas, siempre sobre temas insignificantes. A veces la austríaca se permitía palabras cuya brutalidad era más evidente por el uso siempre respetuoso de la tercera persona. Pero ese día Guillaume comprendía confusamente que hasta Fräulein deseaba que fuera entregado al preceptor.
– ¿Por qué no podría llegar a ser un señor instruido? ¡Creo que vale tanto como los otros! Y volviéndose hacia Guillaume:
– Ve a divertirte afuera; ve, mi pollito; ve, mi pajarito…
Salió. Luego se deslizó de nuevo en la cocina. ¿Acaso no estaba admitido que nunca escuchaba, y que, por otra parte, no entendía nada?
La baronesa, sin dignarse responder a Fräulein, arengaba a su hijo, sentado en su sillón favorito, delante de la chimenea de la cocina. Allí pasaba las tardes lluviosas de invierno haciendo fósforos de papel o lustrando los fusiles de su padre, de los que nunca había hecho uso.