– Galeas, muestra tu autoridad una vez en tu vida -suplicaba la anciana-. No tienes más que decir una palabra: "¡No y no! Yo no quiero entregar mi hijo a ese comunista…" Después deja pasar la tormenta.
Pero Fraulein protestaba:
– No escuches a la señora baronesa -tuteaba a Galeas, pues lo había criado-. ¿Por qué Guillou no habrá de ser instruido como los niños de Arbis?
– Deje tranquilos a los Arbis, Fräulein. No tienen nada que ver en el asunto. No quiero que mi nieto tome ideas de ese hombre. ¡Eso es todo!
– ¡Pobre pichón! Como si le fueran a hablar de política.
– No se trata de política… ¿Y la religión? ¿Qué hace con ella? Todavía no sabe bien el catecismo…
Guillaume observaba a su padre, inmóvil, los ojos fijos en los sarmientos abrasados. No daba señales de inclinarse por un lado u otro.
Guillou, con la boca abierta, trataba de comprender.
– En el fondo, a la señora baronesa le importa muy poco que él viva, más tarde, como un campesino… Después de todo, ¡quién sabe si no es lo que ella desea!
– Usted no tiene por qué abogar ante mí a favor de mi nieto. De todos modos, es el colmo -insistió la baronesa con un tono falsamente indignado y que traicionaba cierta confusión.
– Sí, sí. La señora baronesa quiere mucho a Guillou, está contenta de tenerlo aquí, cerca; pero es con los otros con quienes cuenta cuando piensa en el porvenir de la familia…
La baronesa trató a Fräulein de "atolondrada". Pero la voz agria de la austríaca dominaba fácilmente a la de su ama.
– La prueba está en que después de la muerte de Georges se convino en que el mayor de los Arbis, Stanislas, agregaría el nombre de Cernes al nombre de Arbis, como si en este mundo no quedara nada de Cernes; como si Guillou no se llamara Guillaume de Cernes.
– El pequeño escucha -dijo de pronto Galeas. Y volvió a caer en su silencio. Fräulein tomó al niño por los hombros y lo empujó dulcemente hacia afuera. Pero él permaneció en la antecocina, desde donde oyó gritar a Fräulein:
– He aquí uno que no habría podido llamarse Désiré 1 cuando nació. ¿Recuerda la señora baronesa que me dijo que no debía ser frecuente que un enfermo diera un hijo a su enfermera…?
– Yo no le he dicho tal cosa, Fräulein.
Galeas estaba muy bien de salud… No entra en mis costumbres ser tan grosera.
– En fin, la señora baronesa debe recordar que el niño no estaba previsto en el programa. Yo, que conocía a mi Galeas, sabía que no era más lerdo que otros, como bien se ha visto.
Una llama de sospecha brilló entre los rosados párpados sin pestañas de la austríaca. "Ojos de marrana…", le había dicho un día la señora de Galeas. La baronesa, ofendida, le dio la espalda.
Guillou, con la nariz aplastada contra el vidrio de la antecocina, miraba saltar las gotas de lluvia, cada una de las cuales era como un pequeño personaje danzarín. Las personas mayores se ocupaban de él sin cesar y estaban divididas al respecto. No habrían podido llamarlo Désiré. Él habría querido volver a pensar en esas historias que se narraba a sí mismo y que sólo él conocía, pero esta vez era imposible evadirse, a menos que el preceptor hubiera mantenido su negativa. Entonces Guillou sería tan feliz, que le importaría muy poco no haber sido deseado.
Sólo pedía no ser mezclado con otros niños que le harían sufrir; no tener nada que ver con maestros que hablan a gritos, que se exasperan y que articulan palabras desprovistas de sentido, en un tono duro.
Mamie no lo había deseado; ¡su madre tampoco! ¿Sabrían ellas por anticipado que él no sería como los otros? ¿Y el pobre papá? De cualquier modo, no sería él quien lo libraría del preceptor.
Cómo se agotaba la baronesa repitiéndole:
– Sólo tienes que decir "no"… ¡No es tan difícil, que digamos! Puesto que te repito que no tienes más que decir "no"… No tienes más que decir "no"…
Pero Galeas, sin responder nada, sacudía su gruesa cabeza gris y rizada. Por fin, dijo:
– No tengo derecho…
– ¿Qué quieres decir con eso, Galeas? El padre tiene todos los derechos en lo que concierne a la educación de los niños.
Pero, siempre sacudiendo la cabeza con aire terco, repetía: "No tengo derecho…"
Fue entonces cuando Guillaume volvió llorando y se abalanzó contra las piernas de Fräulein, diciendo:
– ¡Aquí está mamá! Ríe sola. Seguramente el preceptor ha aceptado.
– ¿Y qué hay con eso? Él no te comerá tontito. Limpíele la nariz, Fräulein. Este niño está asqueroso.
Desapareció por el lavadero en el momento en que su madre pasaba, triunfante, el umbral de la cocina.
– Todo está arreglado -dijo-. Llevaré a Guillaume mañana, a las cuatro de la tarde.
– Si su marido consiente.
– Seguro, madre. Pero, por supuesto, él consiente. ¿Verdad, Galeas?
– De cualquier modo, hija mía, le aseguro que el pequeño le va a dar que hacer.
– Y a todo esto, ¿dónde está? -preguntó Paule-. Me parece que le he oído sollozar.
Entonces vieron a Guillaume que salía del lavadero con su aspecto más miserable, la cara embadurnada de mocos, saliva y lágrimas.
– ¡No iré! -gimió sin mirar a su madre-. ¡No iré a casa del preceptor!
Paule siempre se había avergonzado de él, y ese día, detrás de ese pequeño ser que hacía muecas, aparecía el padre en su sillón. La boca abierta del niño era la réplica de esa otra boca mojada y fría. Con cólera contenida y voz casi dulce, Paule dijo:
– No podré arrastrarte hasta allí a la fuerza. No nos quedará, pues, otro recurso que ponerte de pupilo en el Liceo.
La baronesa se alzó de hombros.
– Usted sabe que no aceptarán al pequeño desdichado.
– Entonces no veo otra solución que un reformatorio…
Había amenazado a Guillou tan a menudo con eso, que él ya se hacía una vaga y terrorífica idea de las casas de corrección. Se puso a temblar y gimió:
– ¡No, mamá! No, no… Y se arrojó contra Fräulein escondiendo la cara en su pecho blando.
– No lo creas, pichón… ¿Piensas que la dejaré…?
– Fräulein no tiene nada que ver con este asunto. Y esta vez no es broma. Ya me he informado y tengo las direcciones -agregó Paule con cierta alegre excitación.
Lo que acabó de abrumar al niño fue la carcajada de su vieja Mamie.
– ¿Por qué no ponerlo en una bolsa, hija mía? ¿Por qué no tirarlo al río como a un gatito?
Loco de terror, el pequeño se frotaba la cara con el pañuelo sucio:
– ¡No, Mamie, en una bolsa no! No tenía ningún sentido de la ironía y tomaba todo al pie de la letra.
– ¡Tontito! -dijo la baronesa atrayéndole hacia sí.
Pero sin brusquedad volvió a alejarlo.
– No se sabe por dónde tomarlo. ¡Qué sucio! Llévelo, Fräulein. Ve a limpiarte, ve… Le castañeteaban los dientes:
– Iré a casa del preceptor, mamá. ¡Seré muy juicioso!
– ¡Ah! Por fin eres razonable. Fräulein le lavaba la cara en el grifo de la pileta.
– Es para asustarte, mi pichón; no lo creas, búrlate de ellas.
Galeas, entonces, se irguió y sin mirar a nadie dijo:
– Ahora hay sol. ¿Me acompañas al cementerio, pequeño?
Guillou temía los paseos con su padre; pero esta vez se dejó tomar la mano con gusto y, siempre sollozando, lo siguió.
Ya no llovía. La hierba empapada brillaba bajo el sol tibio. El camino contorneaba el pueblo, a través de las praderas. Habitualmente Guillaume tenía miedo de las vacas que levantan la cabeza y siguen a uno con la vista, como si vacilaran en abalanzarse. Su padre le apretaba la mano sin pronunciar una palabra. Habrían podido caminar horas sin decirse nada. Guillou no sabía que el pobre hombre estaba desesperado por ese silencio y que trataba, en vano, de fijar una idea. Pero él nada tiene que decir a un muchachito. Entraron en el cementerio por una brecha llena de ortigas, detrás del presbiterio de la iglesia.