Mientras tanto, Paule había tomado por la alameda de la izquierda de la escalinata y, sin ser vista, llegó, por detrás de las dependencias, a un camino estrecho y casi siempre desierto. Allí empezó a caminar con su paso de hombre, a una extraña prisa, pues no iba a ninguna parte. Pero la caminata la ayudaría a rumiar las palabras del preceptor que su suegra le había repetido: esa alusión a su historia con el cura.
El horror siempre presente de haberse precipitado en ese destino que era el suyo hubiera sido soportable de no haber existido esa afrenta sufrida durante el primer año de su matrimonio; hiciera lo que hiciese, estaba marcada a los ojos de todos, cargada de una falta que no había cometido, de una falta más ridicula que innoble. Pero los verdaderos responsables de esa calumnia no eran, esta vez, ni su marido ni la baronesa. Esos enemigos desconocidos escapaban a su venganza; apenas los había percibido de lejos, en el transcurso de una ceremonia; esos vicarios generales, esos canónigos que consideraban a la nuera de la baronesa de Cernes una criatura peligrosa para los sacerdotes. Esa infamia era conocida y divulgada por toda la diócesis. En Cernes ya se habían sucedido tres párrocos; pero a cada uno le había sido recordado, por la autoridad diocesana, que el permiso para decir misa en la capilla privada del castillo había sido retirado y que, para salvaguardar las apariencias, era necesario evitar las intimidades con esa familia, por ilustre que fuera, "en razón de un escándalo presente aún en todos los espíritus".
Por culpa de Paule, desde hacía años la capilla de Cernes había sido privada de sus funciones, lo cual poco importaba a la joven; el alejamiento de la iglesia parroquial había sido, por el contrario, un feliz pretexto para no poner jamás los pies allí. Pero no había nadie, en diez leguas a la redonda, que no conociese la causa de ese entredicho: la nuera de la anciana baronesa, "la que tuvo una historia con el cura…" Los más indulgentes agregaban que no se sabía hasta dónde habían llegado. No creían que hubiesen pecado, pero eso no impidió que fuera necesario trasladar al sacerdote.
Los troncos se han oscurecido nuevamente, pero el horizonte permanece rojo. Hace mucho tiempo que Paule no presta atención a esas cosas: los árboles, las nubes, el horizonte. A veces le sirven, como a los campesinos, para augurar el tiempo y la temperatura. Pero ya ha muerto esa parte de sí misma que participaba del mundo visible en la época en que, a esa misma hora y sobre esa misma ruta, caminaba al lado de ese inocente, de ese joven sacerdote famélico. Él empujaba su bicicleta y le hablaba a media voz. Los campesinos que los veían pasar no dudaban de que el tema de sus conversaciones fuera el amor. Sin embargo, jamás hubo entre ellos más que el encuentro de dos soledades que no se mezclaron nunca.
Paule oye reír, más allá del codo del camino, a un grupo de muchachos y jovencitas; ya van a aparecer; se interna en el tallar para no verlos; para no ser vista. En otra época, cuando arrastraba a su compañero por el atajo, esa huida imprudente había despertado las primeras sospechas. Esta tarde, a pesar de la humedad que sube de la tierra, se sienta sobre las hojas marchitas de un castaño, encoge las rodillas hasta la altura del mentón, anudando los brazos alrededor de las piernas. ¿Dónde está ahora ese pobre sacerdote? Ella no sabe dónde está sufriendo; pero él sufre, si es que todavía vive. No hubo nada entre ellos; no se trataba de eso. Para Paule, educada en el horror a las sotanas, una intriga habría sido algo inimaginable. No obstante, esos imbéciles la habían clasificado, autoritariamente, en la categoría de los maniáticos que acosan a los hombres consagrados a Dios. Ya nada podía hacer para arrancarse ese sambenito. Y él ¿había procedido mal? A las confidencias de una joven mujer desesperada había respondido, no con los consejos de un director espiritual, sino con otras confidencias; ése había sido todo su crimen. Como tenía todo el derecho de hacerlo, había acudido a él en busca de socorro; pero él la había acogido a la manera de un náufrago que, sobre su isla desierta, ve desembarcar un compañero de miserias.
Nunca había comprendido muy bien las razones secretas de la desesperación de ese clérigo, apenas salido de una tardía adolescencia. Según lo que Paule había podido juzgar (esa clase de asuntos no le interesaban mucho), se creía abandonado, inútil. Había nacido en él una especie de odio contra esa humanidad campesina, impermeable, que no se ocupaba más que de lo terreno, que no lo necesitaba y a la cual no sabía cómo hablarle. El aislamiento lo enloquecía. Sí, estaba loco de soledad. No recibía ningún socorro de Dios. Contó a Paule que su vocación había sido decidida por estados emotivos, por "toques de gracia", como él decía, que, una vez caído en la red, no habían vuelto a repetirse… Como si alguien, después de haberlo seducido y apresado en la trampa, no se hubiese ocupado más de él. Al menos eso era lo que Paule creía haber comprendido. Pero para ella todo esto pertenecía a un mundo absurdo, "impensable". Lo escuchaba quejarse distraídamente y esperaba a que volviera a tomar aliento, para hablar a su turno: "Y yo…", y volvía a insistir en la historia de su casamiento. No hubo entre ellos nada más que esos monólogos alternados. Una sola vez, en el jardín del presbiterio, había apoyado, por espacio de algunos segundos, su cabeza cansada sobre el hombro de la joven, que se lo retiró casi inmediatamente. Pero un vecino los había visto. De ahí vino todo. A causa de ese gesto (que había de cambiar toda la vida de ese hombre) nunca más brillaría la lamparilla ante el altar del castillo. La anciana baronesa apenas protestó contra esta interdicción, como si juzgara natural que la presencia de Dios, en Cernes, fuera incompatible con la de esa nuera que había nacido con el nombre de Meuliére.
Paule siente frío. La sombra se espesa bajo los castaños. Se levanta, sacude su vestido y vuelve al camino. Entre los abetos aparece una de las torres del castillo, la del siglo XIV. Ya está bastante oscuro para que ese mulero la reconozca.
Después de haber soportado durante doce años la vergüenza de esa calumnia que había corrido por todas partes, de pronto le pareció intolerable que hubiera llegado a oídos de un preceptor a quien jamás había dirigido la palabra. Ningún rostro de hombre le era extraño en la comarca; no había muchos a quienes no reconociera de lejos. Pero la imagen de ese muchacho de pelo rizado había, sin duda, penetrado en ella, y la había invadido a pesar suyo: ese maestro de quien hasta el nombre ignoraba. Pues ni el preceptor ni el cura necesitan tener un nombre que los designe: su función es suficiente para definirlos. No soportaría ni un solo día más que él creyera que lo que se contaba de ella era verdad. Le explicaría lo que realmente había pasado. Hela aquí sintiendo nuevamente ese tormento, esa misma necesidad de entregarse, de descargarse de un peso intolerable que doce años más atrás habían suscitado sus imprudentes confidencias a un sacerdote demasiado joven y demasiado débil. Le sería necesario vencer su timidez, volver a la carga a propósito de Guillaume. El preceptor tal vez cediera. En todo caso, entrarían en relación; podrían ser amigos.
Colgó su abrigo en el vestíbulo. Habitualmente se lavaba las manos en la fuente de la antecocina y después se dirigía al comedor, al de la servidumbre, donde la familia acostumbraba comer desde la muerte de Georges, el hijo menor. El comedor oficial, inmenso y helado, no se reabría más que para las vacaciones de Navidad y durante el mes de septiembre, cuando la hija mayor de la baronesa, la condesa de Arbis, llegaba de París con sus niños y la hija de Georges, la pequeña Daniéle. Entonces, los dos muchachos del jardinero vestían de librea, se contrataba una cocinera y se alquilaban dos caballos de silla.
Esa tarde, Paule no se dirigió directamente al comedorcito, sino hacia el dormitorio de su suegra, impulsada por el deseo de reanudar, cuanto antes, la discusión acerca del preceptor. No entraba allí ni diez veces en todo el año. Al llegar a la puerta vaciló ante el rumor alegre de los tres cómplices y una melodía que Galeas hacía oír tocando con un solo dedo. Una ocurrencia de Fräulein hacía reír a carcajadas a la anciana baronesa, con esa risa complaciente y forzada que Paule aborrecía. Empujó la puerta sin llamar. Todos, a la vez, quedaron inmóviles como los autómatas de un reloj; la baronesa permaneció un instante sosteniendo un naipe con la mano en alto. Galeas giró sobre el taburete, después de cerrar de golpe la tapa del piano. Fräulein volvió hacia la enemiga su aplastada cara de gata que, como ante la presencia de un perro, agacha las orejas, arquea el lomo y se prepara para escapar. Guillou, rodeado de periódicos, de los que recortaba fotografías de aviones, posó las tijeras sobre la mesa y se deslizó de nuevo entre el reclinatorio y la cama. Allí se acurrucó y quedó inmóvil, como muerto.