– ¡Mira lo que ha hecho ese mico con el libro de Jean-Pierre! Marcas de dedos por todas partes. ¡Y hasta rastros de mocos! ¿Qué idea nos llevó a prestarle los libros de Jean-Pierre?
– No son objetos sagrados… No eres la madre del Mesías…
Léone, desconcertada, subió más el tono:
– Y para empezar, no quiero ver más aquí a ese mico. Dale sus lecciones en la escuela, en la caballeriza, donde quieras, pero no en casa.
Robert cerró el libro, se levantó y fue a sentarse cerca de su mujer, delante del fuego.
– No tienes continuidad en las ideas -dijo-. Hace un instante me reprochabas el haber desairado a la vieja baronesa y ahora me guardas rencor por haber recibido demasiado bien a su nuera… Confiesa que es la mujer con barba la que te da miedo. ¡Pobre mujer con barba!
Rieron juntos.
– ¡Bien orgulloso que estarías! -dijo Léone abrazándolo-. ¡Te conozco! ¡Con la dama del castillo!
– Creo que aunque quisiera no podría.
– Sí -dijo Léone-. Me has explicado lo que distingue a los hombres: están los que pueden siempre y los que no pueden siempre…
– Sí, y los que pueden siempre no viven más que para eso, pues, por más que se diga, es lo más agradable que hay en el mundo…
– Y los que no pueden siempre -prosiguió Léone; había entre ellos temas repetidos hasta el cansancio, en los que chocaban desde su noviazgo y que les ayudaban a terminar sus riñas- ésos se dan a Dios, a la ciencia o a la literatura…
– O a la homosexualidad -concluyó Robert.
Léone rió y pasó al tocador sin cerrar la puerta. Mientras se desnudaba, él le gritó:
– Sabes, me habría interesado ocuparme del mico.
Salió del tocador y vino hacia él con aire feliz, el pelo trenzado y pobre, graciosa en su camisa de bombasí de un rosado descolorido.
– Entonces, ¿renuncias?
– No es a causa de la mujer con barba. Pero he reflexionado: es necesario rectificarse. Hice mal en aceptar. Nosotros no debemos tener relaciones con el castillo. La lucha de clases no es una historia para los manuales. Está inscrita en nuestra vida de cada día. Debe inspirar toda nuestra conducta.
Se interrumpió. Ella, en cuclillas, se cortaba las uñas de los dedos de los pies; estaba resuelta a no escuchar. Con las mujeres no se puede hablar. El colchón elástico gimió bajo su cuerpo pesado. Léone se acurrucó contra él y sopló la bujía. Reinó un olor a sebo que agradaba a los dos, porque anunciaba el amor y el sueño.
– Esta noche no -dijo Léone. Cuchichearon algo.
– No me hables más, estoy durmiendo.
– Todavía tengo algo que preguntarte: ¿Qué hacer para librarse del mico?
– No tienes más que escribir a la mujer con barba y explicarle la lucha de clases. Es una persona que comprenderá el asunto… La señorita Meuliére, ¡imagínate! Mañana por la mañana le haremos llevar la carta por un chico… ¡Mira qué clara está la noche!
Los gallos se contestaban. En el cuarto de la ropa blanca, donde Fräulein había olvidado de correr las cortinas, la luna iluminaba a Guillou: un pequeño fantasma agachado sobre su bacinilla, a cuyas espaldas se erguía, sin brazos ni cabeza, el maniquí inservible.
4
Esa carta traída por un chico había hecho descender de los dormitorios a su madre y a Mamie más temprano que de costumbre. Cuando se despertaban tenían esas terribles cabezas de los viejos que todavía no se han lavado y cuyos dientes grises engarzados en rosa llenan un vaso en la cabecera de la cama. El cráneo de Mamie resplandecía entre los mechones amarillentos y su boca vacía le aspiraba las mejillas. Hablaban las dos a la vez. Galeas, sentado a la mesa entre sus dos galgos, cuyos hocicos chasqueaban cuando él les arrojaba un bocado, bebía su café como si le hiciese daño. Se hubiera dicho que cada sorbo pasaba con dificultad. Guillaume creía que era la enorme nuez de Adán de su padre lo que atajaba los alimentos. Detenía su pensamiento sobre su padre. No quería comprender el significado de las injurias que cambiaban su madre y Mamie, con motivo de esa carta. Pero él ya sabía que nunca más entraría en el cuarto de Jean-Pierre.
– ¡Entienda bien!: eso no me afecta. ¡Ese maestrito comunista! -gritaba Mamie-. Le ha escrito a usted; la afrenta es para usted, hija mía.
– ¿Por qué una afrenta? Es una lección que me da y que ha tenido razón en darme; y que recibo sin vergüenza. ¿La lucha de clases? Pero si yo también creo en ella. Sin proponérmelo, lo había incitado a traicionar a la suya…
– ¡Qué ocurrencia tiene usted, pobre hija mía!
– He tratado de comprometer, ante sus camaradas y jefes, a ese muchacho que tiene toda la vida por delante, que tiene el derecho de esperar todo… ¿Y por quién? ¿Puede usted decirme? Por un pequeño atrasado, por un pequeño degenerado…
– Estoy aquí, Paule.
Más que entender, ella adivinó esa protesta de Galeas, que no había levantado la nariz del tazón lleno de sopas de pan. Cuando estaba emocionado su lengua espesa no dejaba pasar más que una papilla de palabras. Agregó en voz más alta:
– Y Guillaume también está aquí.
– Parece increíble lo que hay que oír -exclamó Fräulein al tiempo que desaparecía en el lavadero.
Mientras tanto, la anciana baronesa recobraba el aliento:
– ¡Me parece que Guillaume es también su hijo!
Era el odio el que aceleraba los cabeceos seniles de ese cráneo desnudo, ya preparado para la nada. Paule le susurró al oído:
– Mire, pues, a los dos. ¿No es el uno la réplica del otro? ¡Vamos! ¡Es alucinante!
La anciana baronesa se irguió, examinó a su nuera de arriba abajo y, sin contestar nada, sin una palabra para Guillou, dejó la cocina. Nada se podía descifrar en la carita gris del niño. Por otra parte, reinaba una espesa niebla; y como Fräulein jamás lavaba los vidrios de la única ventana, la cocina estaba apenas iluminada por la llamarada de los sarmientos. Los dos perros, acostados debajo de la mesa, con el hocico entre las patas, estuvieron un instante como abrasados por las llamas.
Ya nadie hablaba. Paule había colmado la medida; tenía conciencia de ello. Había ofendido a la raza, a millares de padres dormidos. Galeas se irguió sobre sus largas piernas, se secó los labios con el revés de la mano y preguntó al pequeño si tenía allí su abrigo. Él mismo lo abrochó a ese cuello de pájaro, y lo tomó de la mano. Dio un puntapié a los dos perros, que saltaban sobre él y querían seguirlo. Fräulein le preguntó a dónde iban. Paule respondió por él.
– ¡Al cementerio, seguro!
Sí. Iban al cementerio. El sol rojo luchaba contra la niebla que quizá se levantaría o volvería a caer en forma de lluvia. Guillou retenía la mano de su padre, pero estaba tan húmeda que debió soltarla muy pronto. No cambiaron ni una sola palabra hasta llegar a la iglesia. La tumba de los Cernes se alza contra el parapeto del cementerio que domina el valle del Ciron.
Galeas fue a la sacristía a tomar una azada. El pequeño se sentó sobre una lápida, un poco a la expectativa. Hundió el capuchón sobre su cabeza y no se movió más. El señor Bordas ya no quería ocuparse de él. La niebla era sonora: por encima del acompañamiento ininterrumpido del molino sobre el Ciron y de la esclusa, donde los muchachos se bañan desnudos en verano, se destacaban la sacudida de un carro, el canto de un gallo y un motor monótono. Un petirrojo cantaba muy cerca de Guillaume. Habían pasado las aves de paso que a él le gustaban. El señor Bordas no quería ocuparse más de él. Ninguna otra persona lo querría. Dijo a media voz: "Me es completamente igual…" Y repitió, como para desafiar a un enemigo invisible: "Me es completamente igual…" ¡Qué batahola hacía la esclusa! Es verdad que a vuelo de pájaro no hay más que un kilómetro. Un gorrión salió de la iglesia por el agujero del vitral. "Dios no está allí…" Era una de esas cosas que decía Mamie. "Se han llevado a Dios…" No está más que en el cielo. Los niños muertos se parecen a los ángeles, y sus rostros son puros y resplandecientes. Mamie dice que las lágrimas de Guillou ensucian. Cuanto más llora, más sucia tiene la cara, porque se embadurna con sus manos llenas de tierra. Cuando vuelva, su madre le dirá… Mamie le dirá… Fräulein le dirá…