Notó que al fin del capítulo el niño se había detenido.
– ¿Debo continuar?
– No -dijo el señor Bordas-, descansa. Lees muy bien. ¿Quieres que te preste un libro de Jean-Pierre?
El niño se levantó vivamente y comenzó de nuevo a examinar los libros uno a uno, deletreando los títulos a media voz.
– Sin familia. ¿Es bonito?
– A Jean-Pierre le gustaba mucho. Ahora lee libros más serios.
– ¿Cree usted que comprenderé?
– ¡Seguro que comprenderás! Con mis clases no tengo mucho tiempo para leer… Pero cada día me contarás la historia y así me distraerás.
– ¡Eso dice usted!; pero bien sé que es en broma…
Guillou se había aproximado a la chimenea. Examinaba una fotografía apoyada contra el espejo: alumnos del Liceo agrupados alrededor de dos profesores con lentes, cuyas gruesas rodillas estiraban los pantalones. Preguntó si Jean-Pierre estaba entre ellos.
– Sí, en la primera fila, a la derecha del profesor.
Guillou pensó que lo habría reconocido aunque no se lo hubieran señalado. Entre tantas caras insignificantes, ese rostro resplandecía. ¿Era por todo lo que se le había contado de Jean-Pierre? Por primera vez el niño discernía una faz humana. Hasta entonces sólo había podido permanecer largos instantes contemplando una imagen o interesarse por los rasgos de un héroe inventado. De pronto pensó que ese muchacho de amplia frente y rizos cortos, y ese pliegue entre las cejas, era el mismo que leía esos libros, que trabajaba en esa mesa, que dormía en esa cama.
– Entonces, ¿este cuarto es sólo de él? ¿No se puede entrar si él no quiere?
En cambio, él no estaba solo más que en el retrete… La lluvia corría sobre el techo. Qué dulce debía de ser vivir allí, en medio de libros, bien resguardado…, fuera del alcance de los otros hombres. Pero él, Jean-Pierre, no tenía ninguna necesidad de protección: era el primero de su clase en todas las materias. Hasta había obtenido el premio de gimnasia, decía el señor Bordas. Léone entreabrió la puerta.
– Allí está tu mamá, hombrecito.
De nuevo siguió al preceptor, que llevaba la lámpara. Atravesó la cámara nupcial. Paule de Cernes había acercado al fuego sus zapatos embarrados. Según su costumbre, debía haber errado por los caminos…
– ¡Seguramente usted no habrá podido sacarle nada!
El preceptor protestó diciendo que de ningún modo había estado mal. El niño bajaba la cabeza; Léone le abotonaba el abrigo.
– Si usted quiere acompañarme un instante, me podría dar su impresión -dijo Paule-. No llueve más.
El señor Bordas descolgó su impermeable. Su mujer lo siguió hasta el dormitorio. ¡No iba a correr por los caminos, de noche, con esa loca! Lo señalarían con el dedo. Pero él la rechazó con aspereza. Paule, que había adivinado el motivo de la disputa, fingió no haber oído nada y, sobre el umbral, todavía abrumaba a Léone con demostraciones y agradecimientos. ¡Por fin! Ya avanzaba en la noche mojada, al lado del preceptor. Dijo a Guillou:
– Camina delante. No te quedes pegado a nuestras piernas.
Después, con voz insistente, inquirió:
– No me oculte nada. Por penoso que sea su juicio para una madre…
Robert había moderado el paso. ¿Cómo no dar la razón a Léone? No tenía que atravesar el charco de luz que se veía delante de la puerta del hotel Dupuy. Pero aunque hubiese estado seguro de no ser visto, se habría mantenido a la defensiva. ¿Acaso había sido otra su actitud, desde su adolescencia, con respecto a las mujeres? Siempre eran ellas quienes lo buscaban y él quien se escondía, pero no para ser perseguido. Como ya se acercaban al hotel Dupuy, se detuvo.
– Mañana conversaremos mejor, en casa, al terminar la mañana. Yo salgo de la alcaldía un poco antes del mediodía.
Ella sabía por qué Bordas no daría un paso más. Se alegró de lo que le parecía un comienzo de complicidad.
– Sí, sí -susurró ella-, será mejor.
– Hasta mañana a la tarde, mi pequeño Guillaume. Me leerás Sin familia.
El señor Bordas se contentó con tocar su boina con un dedo. Paule ya no lo veía, pero oía aún el ruido del bastón al chocar contra los guijarros. También el niño permaneció algunos segundos inmóvil en medio del camino, vuelto hacia esa luz que iluminaba la casa de Jean-Pierre Bordas.
Su madre lo tomó por el brazo. No le hacía ninguna pregunta: no había nada que sacar de él.
Por otra parte, ¿qué le importaba? Mañana tendría lugar el primer encuentro, la primera conversación a solas. Ella apretaba demasiado fuerte la pequeña mano de Guillou y sus pies, a veces, sentían el frío del agua de lluvia.
– Acércate al fuego -dijo Fräulein-. Estás empapado, hecho una sopa.
Todos tenían los ojos clavados en él. Había que responder a sus preguntas.
– Y bien. ¿No te comió crudo el maestro? Él movió la cabeza.
– ¿Qué es lo que hiciste durante esas dos horas?
No sabía qué responder. ¿Qué había hecho exactamente? Su madre le pellizcó el brazo:
– ¿No oyes? ¿Qué has hecho durante esas dos horas?
– Desgrané porotos…
La baronesa levantó sus viejas manos:
– ¡Te han hecho desgranar sus porotos! ¡Magnífico! -repetía, imitando sin darse cuenta a sus nietos Arbis-. ¿Oye usted, Paule? El preceptor y su mujer se dan el lujo de hacerse desgranar sus porotos por mi nieto. ¡Habráse visto! ¿Y no te pidieron que les barrieras la cocina?
– No, Mamie; solamente he desgranado porotos… Había muchos podridos y era necesario clasificarlos.
– En seguida han visto de lo que es capaz -dijo Paule.
Fräulein protestó:
– Yo pienso que no han querido asustarlo el primer día.
Pero la baronesa sabía lo que se podía esperar de "esas gentes" cuando uno se mezcla con ellos.
– Esas gentes han sido muy felices al jugarnos esa broma. Han creído vejarme, pero se equivocan si piensan que han podido herirme en lo más mínimo…
– Si trataran mal a Guillou -interrumpió agriamente Fräulein-, estoy bien segura de que la señora baronesa no lo soportaría. ¿Acaso no es su nieto?
Entonces se alzó la voz de Guillou:
– ¡El preceptor no es malo!
– ¿Por qué te ha hecho desgranar porotos? Te gustan los trabajos de sirvientes, de holgazanes… Pero también te hará leer, y escribir, y contar… Y con él -agregó Paule-, eso tiene que marchar. ¡Piensa! ¡El preceptor!
Guillou, en voz baja y temblorosa, repitió: "No es malo, ya me ha hecho leer y dice que leo bien…" Pero su madre, Mamie y Fräulein reñían de nuevo y no le oyeron. ¡Tanto peor! o ¡Tanto mejor! Él guardaría su secreto. El preceptor le había hecho leer en voz alta La isla misteriosa. Mañana comenzaría Sin familia. Todas las tardes iría a casa del señor Bordas. Miraría, todo el tiempo que quisiera, la fotografía de Jean-Pierre. Quería con locura a Jean-Pierre. Durante las vacaciones de verano se haría su amigo. Uno a uno, hojearía todos los libros de Jean-Pierre: esos libros que habían sido tocados por las manos de Jean-Pierre. No por el señor Bordas, sino por ese muchacho desconocido, Guillou se sentía desbordante de dicha y esa noche guardaba esa dicha para sí, durante la interminable comida en la cual los dioses irritados estaban separados por etapas de silencio, en las que Guillou oía masticar y deglutir a Galeas. Esa dicha lo embargaba aun mientras se desnudaba casi a tientas entre el maniquí y la máquina de coser; mientras tiritaba bajo las sábanas manchadas; mientras recomenzaba su plegaria porque no había puesto atención en el sentido de las palabras; mientras luchaba contra el deseo de acostarse sobre el vientre. Largo tiempo después de haber sido vencido por el sueño, una sonrisa iluminaba esa vieja cara de niño, con el labio caído y mojado. Una sonrisa que quizá habría sorprendido a su madre, si ella hubiera sido de las que vienen a arropar y bendecir a su muchachito dormido.
A esa misma hora, Léone gritaba a su marido, que seguía leyendo: