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Hoy, jueves, no vendrán los niños. Pero el preceptor tiene trabajo en la alcaldía. Se pasa rápidamente una esponja sobre la cara, hinchada por el sueño. ¿Para qué afeitarse y para quién? No se calza zapatos; con semejante tiempo, los calcetines mantienen los pies calientes, y con los zuecos no hay temor de que se mojen. Léone ha ido a la carnicería. Él escucha la lluvia sobre las tejas; en la carretera un charco se ensancha de una huella a otra. Cuando Léone regrese, le preguntará: "¿En qué piensas?" Él contestará: "En nada". No hablaron de Guillou más que el día en que los cuerpos fueron rescatados, cerca de la rueda del molino. Ese día él dijo una sola vez: "El pequeño se ha matado o bien es su padre quien…" Y Léone, encogiéndose de hombros: "¿Te parece?" Después no han vuelto a pronunciar el nombre del niño. Pero Léone sabe que el pequeño esqueleto, bajo su abrigo y su capuchón, anda errando día y noche entre los muros de la escuela y se desliza en el patio de recreos sin mezclarse en los juegos. Ella está en la carnicería. Robert Bordas entra en el cuarto de Jean-Pierre, toma La isla misteriosa; el libro, solo, se abre en la misma página:

…el pobre ser estuvo a punto de lanzarse al riacho que lo separaba de la selva, y sus piernas se aflojaron, por un instante, como un resorte… Pero casi en seguida se replegó sobre sí mismo, se desplomó a medias y una gruesa lágrima fluyó de sus ojos. "¡Ahí -exclamó Cyrus Smith-, hete aquí vuelto hombre, puesto que lloras."

El señor Bordas se sentó sobre el lecho de Jean-Pierre con el grueso libro rojo y oro abierto sobre las rodillas. Guillou… ¡Ah, qué maravilloso hubiera sido ayudar a surgir al espíritu que palpitaba en esa carne sufriente! Tal vez, Robert Bordas había venido a este mundo para esa tarea. En la escuela normal, uno de sus maestros les enseñaba etimología: preceptor, de praeceptor, el que enseña, el que instruye, el que instituye la humanidad en el hombre. ¡Qué hermosa palabra! Quizá se encontraran otros Guillou en su camino. Por ese niño que había dejado morir, no escatimaría nada de sí mismo a los que vinieran hacia él. Pero ninguno de ellos sería ese muchachito, que había muerto porque el señor Bordas lo había recogido una tarde y después lo había vuelto a tirar como a esos perritos perdidos, a quienes sólo damos calor por un instante. Él lo había devuelto a las tinieblas, que lo guardarían para siempre. Pero ¿eran ciertamente tinieblas?

Su mirada busca más allá de las cosas, más allá de los muros, de los muebles y de las tejas del techo; y de la noche láctea y de las constelaciones invernales. Busca ese reino de los espíritus desde donde, quizá, el niño, eternamente vivo, vea a ese hombre y, sobre su mejilla ennegrecida por la barba, la lágrima que olvida enjugar.

La hierba primaveral invadió el cementerio de Cernes. Las zarzas recubrieron las tumbas abandonadas, y el musgo terminó por hacer indescifrables los epitafios.

Desde que el señor Galeas tomó a su muchachito de la mano y decidió compartir su sueño, en Cernes ya nadie se ocupa de los muertos.

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