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Y terminó, entre altos y bajos, con una expresión trivial que la baronesa jamás había oído.

"¡Qué revelador es el lenguaje!", pensaba la anciana, repentinamente calmada. Sucedía a menudo que su hija de París, y sobre todo sus nietos, arriesgaran ante ella una palabra de argot, pero jamás se hubieran valido de una expresión tan vulgar. ¿Qué había dicho exactamente? "La dejé chata…" Sí, eso había dicho. Como siempre, la rabia de Paule devolvía la calma a la anciana, quien, de golpe, recuperaba la ventaja de su sangre fría delante de esa poseída.

– Pero no; su odio por la nobleza no me sorprende en lo más mínimo. Por más que usted piense, los campesinos nos quieren, se sienten a un mismo nivel con nosotros; son la pequeña y la mediana burguesía quienes nos odian, con un odio a base de envidia. Los burgueses son los que durante el Terror han proporcionado más cabezas a los verdugos.

Y como su nuera declarara con suficiencia que la traición de los emigrados "había hecho que el Terror fuera justo y necesario", la baronesa, irguiendo su talle majestuoso, dijo:

– Mi tatarabuelo y dos de mis tíos abuelos perecieron sobre el cadalso… y le prohibo a usted…

De pronto, Paule pensó en el preceptor: por él había pronunciado palabras que le habrían gustado, que él habría aprobado; palabras que a Paule seguramente le venían de su tío Meuliére, radical y masón de estricta observancia… ¡Pero qué acento tomaban de improviso tales conversaciones no bien las dedicaba a ese preceptor, a quien iría a ver al día siguiente! Era un jueves: él estaría libre todo el día. Había hablado bajo su influencia (el tío Meuliére no estaba allí para nada), bajo la influencia de un hombre a quien jamás había dirigido la palabra, con quien se cruzaba en el camino y que ni siquiera la saludaba cuando al atravesar el pueblo pasaba frente al pequeño jardín en que él trabajaba (aunque dejaba de cavar para mirarla pasar).

– ¿Sabe lo que es usted, hija mía? Una petrolera; sí, simplemente una petrolera…

Guillaume volvió a levantar la cabeza. Él sabía lo que era una petrolera: había visto cien veces esa figura del Monde iIlustré de 1871. donde dos mujeres agazapadas en la noche, cerca de un tragaluz, encienden una especie de fuego. Los mechones se salían de sus gorros de mujeres de pueblo. Guillaume, con la boca abierta, observaba a su madre. ¿Una petrolera? Sí, seguramente… Ella lo tomó por el brazo:

– Tú, sube. Y rápido.

La baronesa le dibujó una cruz sobre la frente con el pulgar, pero no lo besó; y cuando ya no estuvo allí:

– Deberíamos ahorrarle este espectáculo

– dijo.

– Tranquilícese, madre. Él no escuchaba, y si lo hace, no comprende.

– Usted se engaña. ¡Pobre tesoro! Comprende más cosas de las que pensamos… Pero eso nos vuelve a traer al verdadero tema de nuestra discusión, de la cual una y otra hemos hecho mal en alejarnos. Si, como además de desearlo y como ya casi no dudo, el maestro le opone una nueva negativa…

– ¡Y bien!, habrá que dejar a Guillaume crecer como un pequeño campesino. Es una vergüenza ver a tantos hijos de familias beneficiados con una instrucción de la que son indignos, en tanto que los muchachos del pueblo…

Una vez más lo que tenía de común con el tío Meuliére, a menudo inculcado por él mismo, la embriagaba de golpe; ésa debía ser una idea del preceptor, a quien atribuía todas las opiniones avanzadas. Paule no dudaba en absoluto de que él fuera conforme al modelo oficial.

La anciana, resuelta a evitar un nuevo estallido, se levantó sin responder. Paule la siguió por la escalera.

– ¿No podríamos unirnos para enseñarle lo poco que sabemos? -propuso la baronesa.

– Si tiene paciencia para hacerlo, madre. En cuanto a mí, ya no tengo más fuerzas.

– La noche es buena consejera. Duerma bien, hija mía, y tenga la bondad de olvidar lo que haya podido decirle de hiriente, como yo misma la perdono…

La nuera se encogió de hombros.

– Esas son palabras. No cambian nada los verdaderos sentimientos. No podemos hacernos ilusiones…

Permanecían frente a frente, en el corredor de los dormitorios, palmatoria en mano. De esos dos rostros, vivamente iluminados, el más joven parecía mucho más temible.

– Crea, Paule, que no soy tan injusta con usted como tiene derecho a imaginárselo. Si usted necesitara una excusa, me bastaría pensar en su vida aquí; prueba tan pesada para una mujer joven…

– Yo tenía veintiséis años -interrumpió Paule secamente-. No acuso a nadie; tengo la suerte que libremente elegí. Por otra parte, usted misma, pobre madre…

Eso significaba: mi triste marido es primero su triste hijo. Paule se consolaba de su infierno compartiéndolo con su vieja enemiga. Pero allí, la baronesa se negaba a seguirla.

– ¡Oh!, mi suerte es muy distinta -respondió con voz trémula de emoción-. Yo tuve mi Adhémar. Durante veinticinco años fui la más feliz de las mujeres…

– Puede ser, pero no la más feliz de las madres.

– Pronto hará cinco años que mi Georges murió como un héroe. No lo lloro. Me queda su pequeña Daniéle. Me queda Galeas…

– Sí, precisamente. ¡Galeas!

– Tengo mis hijos de París -insistió con una expresión terca.

– Sí, pero los Arbis la explotan. Usted jamás ha sido para ellos más que una vaca lechera. Es en vano que sacuda la cabeza, usted bien lo sabe. Bastante se lo reprocha Fräulein cuando creen que no las escucho… Déjeme hablar… Si tengo ganas, alzaré la voz…

Estas últimas palabras repercutieron en el corredor y despertaron a Guillaume, sobresaltado. El niño se irguió en la cama. Sí; los dioses siempre se batían encima de su cabeza. De nuevo se hundió bajo las sábanas, una oreja tapada por la almohada y un dedo apoyado sobre la otra; y en tanto esperaba que volviera el sueño, retomó la historia que a sí mismo se contaba de su isla y de esa gruta, como en Un Robinson de doce años. La lamparilla poblaba el cuarto de la ropa blanca, donde él dormía, de sombras familiares y de monstruos domesticados.

– Nosotros vivimos necesitados en este castillo por el tren dé vida que lleva su hija Arbis y por su política de casamientos, como ella dice. Aquí podemos reventar todos, con tal que su Yolande case con un duque usurero, y su Stanislas con alguna americana que tenga cuatro cuartos…

Paule hostigaba a la anciana, quien, resuelta al silencio, se batía en retirada y echaba el cerrojo a su puerta. Pero, a través de esa puerta cerrada, la voz implacable todavía le gritaba:

– En cuanto al casamiento de Stanislas, no cuente usted con él, pues ése no desposará jamás a nadie… Esa pequeña…

Terminó con una palabra que la baronesa, prosternada en su reclinatorio, con la cabeza hundida entre sus dos brazos, no oyó, pero que, de todos modos, no habría comprendido.

Apenas Paule hubo penetrado en su dormitorio, su cólera cesó de golpe. En la chimenea enrojecían todavía algunos tizones. Arrojó un leño, encendió una lámpara de queroseno sobre la mesa, cerca del diván; se desnudó delante del fuego, se puso una vieja bata de cama.

Así como se dice "hacer el amor", debería poder decirse "hacer el odio". Es bueno hacer el odio; descansa y sosiega. Abrió el armario, y su mano vaciló; eligió el curasao. Arrojó los almohadones del diván sobre la alfombra, lo más cerca posible del fuego, y se extendió sobre ellos, con el vaso y la botella al alcance de la mano. Comenzó a fumar y a beber, y se puso a pensar en el hombre, en el preceptor, en el enemigo de nobles y ricos; un rojo, tal vez un comunista. Despreciado, como ella, por la misma clase de gente… Ella se humillaría delante de él… Terminaría, realmente, por entrar en su vida… ¿Era casado? ¿Cómo era su mujer? Paule no la conocía ni siquiera de vista. Por el momento la apartó de la historia que imaginaba. Se hundió en ella gastando más genio de invención que aquellos cuyo oficio es relatar historias. Las visiones que surgían delante de su vista interior excedían infinitamente a lo que al lenguaje humano le es dado expresar. No se enderezaba más que para llenar el vaso o echar un leño al fuego. Luego se extendía de nuevo. Y a veces el despertar de la llama aclaraba ese rostro trastornado, de criminal o de mártir.

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