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– Además, que yo sepa -añadió Bragado-, únicamente los de otras naciones reclaman sus pagas antes del combate.

Aquello también era muy cierto. A falta de dinero, quedaba la reputación; y es sabido que siempre los tercios españoles tuvieron muy a punto de honra no exigir sus atrasos ni amotinarse antes de una batalla, porque no se dijera lo hacían por miedo a batirse. Incluso en las dunas de Nieuport y en Alost, tropas ya amotinadas suspendieron sus reclamaciones para entrar en combate. A diferencia de suizos, italianos, ingleses y alemanes, que con frecuencia pedían los sueldos atrasados como condición para pelear, los soldados españoles sólo se amotinaban después de sus victorias.

– Creía -remató Bragado- habérmelas con españoles, y no con tudescos.

La pulla hizo su efecto, y los hombres se removieron inquietos en sus asientos mientras oíase a Garrote mascullar «vive Dios» como si le hubieran mentado a la madre. Ahora la mirada glauca de Diego Alatriste insinuaba una sonrisa. Porque aquellas palabras fueron mano de santo: no volvió a escucharse protesta alguna entre los veteranos sentados a la mesa, y viose al oficial, ya relajado, sonreírle también a Alatriste. De perro viejo a perro viejo.

– Vuestras mercedes salen ahora mismo -zanjó Bragado.

Alatriste volvió a pasarse dos dedos por el mostacho. Luego miró a sus camaradas.

– Ya habéis oído al capitán -dijo.

Los hombres empezaron a levantarse; a regañadiente, Garrote, resignados los otros. Sebastián Copons, pequeño, flaco, nudoso y duro como un sarmiento, hacía rato que estaba en pie endosándose sus arreos, sin esperar órdenes de nadie y como si todos los atrasos, y todas las pagas, y el tesoro del rey de Persia lo trajeran al fresco: fatalista como los moros a quienes pocos siglos antes aún degollaban sus antepasados almogávares. Diego Alatriste lo vio ponerse sombrero y capa y luego salir para avisar a los demás soldados de la escuadra, alojados en el casar vecino. Habían estado juntos en muchas campañas, desde los tiempos de Ostende hasta Fleurus, y ahora Breda, y en todos esos años apenas le oyó pronunciar treinta palabras.

– Voto a tal, que lo olvidaba -exclamó Bragado.

Había cogido otra vez su jarra de vino y la vaciaba mirando a la flamenca, que recogía los desperdicios de la mesa. Sin dejar de beber, sosteniendo la jarra en alto, rebuscó en su jubón, extrajo una carta y se la dio a Diego Alatriste.

– Hace una semana llegó para vos.

Venía sellada con lacre, y las gotas de lluvia habían hecho correrse un poco la tinta del sobrescrito. Alatriste leyó el remite consignado en el dorso: De don Francisco de Quevedo Villegas, en la posada de la Bardiza, de Madrid.

La mujer lo rozó al pasar, sin mirarlo, con uno de sus senos abundantes y firmes. Brillaban los aceros al introducirse en las vainas, relucía el cuero bien engrasado. Alatriste cogió su coleto de piel de búfalo y se lo ciñó despacio, antes de requerir el tahalí con espada y daga. Afuera, el agua seguía golpeando en los cristales.

– Dos prisioneros, al menos -insistió Bragado.

Los hombres estaban listos. Mostachos y barbas bajo los sombreros y los pliegues de las capas enceradas, llenas de zurcidos y malos remiendos. Armas ligeras propias de lo que iban a hacer, nada de mosquetes ni picas ni embarazos, sino buen y simple acero de Toledo, Sahagún, Milán y Vizcaya: espadas y dagas. También alguna pistola cuya culata abultaba bajo las ropas, pero que resultaría inútil con la pólvora mojada por tanta lluvia. Mendrugos de pan, un par de cuerdas para maniatar holandeses. Y aquellas miradas vacías, indiferentes, de soldados viejos dispuestos a encarar una vez más los azares de su oficio, antes de volver un día a su tierra recosidos de cicatrices, sin hallar cama en que acostarse, ni vino que beber, ni lumbre para cocer pan. Eso si no conseguían -la jerga soldadesca los llamaba terratenientes- siete lindos palmos de tierra flamenca donde dormir eternamente con la nostalgia de España en la boca.

Bragado terminó el vino, Diego Alatriste lo acompañó hasta la puerta y el oficial se fue sin más charla; nadie hizo frases ni hubo despedidas. Lo vieron alejarse sobre el dique a lomos de su penco, cruzándose con Sebastián Copons, que venía de regreso.

Sentía Alatriste los ojos de la mujer fijos en él, pero no se volvió a mirarla. Sin dar explicaciones sobre si partían para unas horas o para siempre, empujó la puerta y salió al exterior, bajo la lluvia, sintiendo entrar el agua por las suelas agrietadas de sus botas; la humedad calaba hasta la médula de los huesos, reavivándole el malestar de las viejas heridas. Suspiró quedo y echó a andar, oyendo a su espalda el chapoteo en el barro de sus compañeros, que lo seguían en dirección al dique donde Copons aguardaba inmóvil como una estatua menuda y firme, bajo el aguacero.

– Mierda de vida -dijo alguien.

Y sin más palabras, con la cabeza gacha y envueltos en sus capas empapadas, la fila de españoles se adentró en el paisaje gris.

De don Francísco de Quevedo Villegas a don Diego Alatriste y Tenorio Tercio Viejo de Cartagena – Posta militar de Flandes.

Espero, querido capitán, que al recibo de la presente esté v.m. sano y de una pieza. En lo que a mí respecta, os escribo recién salido de una mala condición de humores que, determinada en calenturas, túvome quebrantado varios días. Ahora gracias a Dios estoy bueno y puedo mandaros mi afecto constante y mis saludos.

Supongo que andaréis en lo de Breda, que es negocio que en la Corte viaja de boca en boca, por lo mucho que importa al futuro de nuestra monarquía y a la fe católica, y porque se dice que el aparato y máquina militar puesto en obra no tiene igual desde los tiempos en que Julio César asediaba Alesia. Aquí se aventura que la plaza se ha de ganar sin remedio a los holandeses y caerá como fruta madura; aunque no falta quien apunta que don Ambrosio Spínola se lo toma con mucha flema, y que la fruta madura, o se come en sazón, o se agusana. De cualquier modo, puesto que corazón nunca os faltó, os deseo buena suerte en los asaltos, trincheras, minas y contraminas y demás invenciones diabólicas en que tanto abundan negocios ruidosos como el que os ocupa.

Una vez escuché decir a v.m. que la guerra es límpia; y os entendí de modo sobrado, hasta el punto de que a veces no puedo sino daros la razón. Aquí en la Villa y Corte el enemigo no viste peto y morrión, síno toga, sotana o jubón de seda, y nunca ataca por derecho, sino emboscado. En ese particular sabed que todo sigue como siempre, pero peor.

Aún confío en la voluntad del conde-duque, mas temo que ni eso,baste; a los españoles nos faltarán primero lágrimas que causas de llorar, pues trabajos son vanos ofrecer al ciego luz, al sordo palabras, al bruto ciencia y a los monarcas honradez. Aquí medran los de siempre, el rubio y poderoso caballero sigue siendo sota, caballo, rey de cualquier asunto, y todo hombre honesto tiene que hacerse violencia de contínuo. En cuanto a mí, sigo sin progresos en el eterno pleito sobre la Torre de Juan Abad, lidiando cada día con esta justicia venal y miserable que, harto de poner abortos en el infierno, tuvo a bíen darnos Dios. Y os aseguro, capitán, que nunca vime frente a tanto bellaco como el que se encuentra en la plaza de la Providencia. Justamente sobre ello permitiréis que os obsequie con un soneto que estos mis recientes descalabros han inspirado:

Las leyes con que juzgas, vil cochino, menos bien las estudias que las vendes; lo que te compran solamente entiendes; más que Jasón te agrada el Vellocino.

El humano derecho y el divíno cuando los interpretas, los ofendes, y al compás que la encoges o la extiendes tu mano para el fallo se previno.

No sabes escuchar ruegos baratos, y sólo quien te da te quita dudas; no te gobíernan textos, sino tratos.

Pues que de intento y de interés no mudas, o lávate las manos con Pilatos, o, con la bolsa, ahórcate con Judas.

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