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El sol se acercaba a su cenit cuando los valones, tras haber servido a su rey y a la verdadera religión con mucha decencia, se vinieron abajo. Una carga de caballos y la presión de la infantería holandesa terminó por deshilar sus filas, y desde este lado del camino vimos cómo, pese a los esfuerzos de sus oficiales, una parte se desmandaba hacia el molino Ruyter y otra, la más entera, se nos venía encima buscando resguardarse en nuestro cuadro. Con ellos venía su maestre don Carlos Soest, hecho un eccehomo, sin almete y con los dos vrazos rotos por tiros de arcabuz, rodeado de oficiales que intentaban salvar las banderas. Casi nos desbarataron al venirse encima con tanto desorden; mas lo peor fue que tras ellos, a sus alcances, llegaban también los caballos y la infantería holandesa dispuestos a rematar faena del mismo tajo. Por ventura nuestra venían con el impulso del otro asalto, muy a la deshilada, probando suerte a ver si nos descomponíamos solos en la confusión. Pero ya dije que los del tercio de Cartagena eran soldados pláticos y se habían visto en otras; así que, sin apenas órdenes, tras dejar pasar a un número razonable de valones, las filas de nuestro flanco derecho se cerraron como si fueran de hierro, y arcabuces y mosquetes largaron una pavorosa escopetada que despachó, dos al precio de uno, buen golpe de rezagados del tercio de Soest y de holandeses que venían hiriéndolos por detrás.

– ¡Calad picas a la derecha!

Sin apresurarse, con la sangre fría de su disciplina legendaria, las filas de coseletes de nuestro flanco giraron para dar cara a los holandeses. Luego apoyaron las contras de las picas en el suelo, afirmándolas con un pie, y dirigieron las cuchillas al frente sujetando el asta con la zurda, al tiempo que desenvainaban la espada con la diestra. Listos para desjarretar los caballos que se les venían encima.

– ¡Santiago!… ¡España y Santiago!

Los holandeses se detuvieron como si diesen en un muro. El choque a la derecha del cuadro fue tan brutal que las largas astas se quebraron en pedazos clavadas en los caballos, trabadas con las enemigas, en una madeja de lanzas, espadas, dagas, cuchilladas y culatazos.

– ¡Calad picas al frente!

Los herejes nos cargaban también por delante, saliendo otra vez de los bosques, ahora con la caballería avanzada y los coseletes detrás. Nuestros arcabuceros hicieron de nuevo su oficio con flema de infantería vieja, calando y tirando en buen orden, sin pedir pólvora ni balas a voces y sin descomponerse en absoluto; y vi que entre ellos Diego Alatriste soplaba la mecha, encaraba y hacía el punto para disparar muy en sazón. La escopetada dio con buen trozo de holandeses en tierra; pero el grueso aún llegó entero y sobrado, de modo que nuestras mangas de arcabuces, y yo con ellas, tuvieron que refugiarse entre las picas. En la confusión perdí de vista a mi amo, y sólo pude ver a Sebastián Copons, cuyo vendaje en la cabeza reforzaba su aspecto aragonés, meter mano con resolución a la espada. Algunos españoles descompuestos tornilleaban yéndose hacia atrás por entre los compañeros; que no siempre Iberia parió leones. Pero la mayoría aguantó firme. Las balas chascaban dando en carne a mi alrededor. Un piquero me salpicó de sangre y cayóme encima invocando en portugués a la Madre de Deus. Me zafé de él, aparté su lanza que me trababa las piernas, y vime zarandeado por el flujo y reflujo de las filas de hombres, entre sus ropas mugrientas y ásperas, el olor a sudor, a pólvora quemada y a sangre.

– ¡Aguantad!… ¡España!… ¡España!

A nuestra espalda, tras las filas apretadas que protegían las banderas, el tambor redoblaba imperturbable. Chascaban más balas y caían más hombres, y cada vez se cerraban las filas sobre los huecos, y yo tropezaba con los cuerpos rudos armados de hierro a mi alrededor. Apenas veía nada de lo que pasaba delante, y empinábame sobre las puntas de los pies para mirar por encima de los hombros cubiertos de coletos y correajes, sobre los ajados sombreros, el acero de corazas y morriones, arcabuces, mosquetes, relucir de picas, alabardas y espadas. Me sofocaban el calor y la humareda de pólvora. Se me iba sin remedio la cabeza, y con los últimos restos de lucidez eché mano atrás, y desenvainé la daga.

– ¡Oñate!… ¡Oñate! -grité con toda mi alma.

Un instante después, con crujido de astas, relinchos de monturas heridas y batir de aceros, los caballos corazas holandeses nos cayeron encima, y ya sólo Dios pudo reconocer a los suyos.

VI. EL DEGÜELLO.

A veces miro el cuadro, y recuerdo. Ni siquiera Diego Velázquez, pese a que le conté cuanto pude de todo aquello, fue capaz de reflejar en el lienzo -apenas se insinúa entre el fondo de humaredas y la bruma gris- el largo y mortal camino que todos hubimos de recorrer hasta componer tan majestuosa escena, ni las lanzasque se quedaron en el camino sin ver levantarse el sol de Breda. Yo mismo, años después, aún había de ver ensangrentados los hierros de esas mismas lanzas en carnicerías como Nordlingen o Rocroi; que fueron, respectivamente, último relumbrar del astro español y terrible ocaso para el ejército de Flandes. Y de esas batallas, como de aquela mañana ante el molino Ruyter, recuerdo sobre todo los sonidos: gritos de los hombres, palilleo de picas, estrépito del acero contra el acero, golpes de las armas rasgando ropas, entrando en la carne, rompiendo huesos. Una vez, mucho después, Angélica de Alquézar me preguntó en tono frívolo si había algo más siniestro que el ruido de un azadón enterrando una patata. Respondí sin vacilar que sí, que el chasquido de un acero hendiendo un cráneo; y la vi sonreír, mirándome fija y reflexiva con aquellos ojos azules que el diablo le concedió. Y luego alargó una mano y con los dedos me tocó los párpados que yo había tenido abiertos ante el horror, y la boca con la que tantas veces había gritado mi miedo y mi valor, y las manos que habían empuñado acero y derramado sangre. Y luego me besó con su boca amplia y cálida, y aún sonreía cuando lo hizo y cuando se apartó de mí. Y ahora que Angélica lleva muerta tanto como aquella España y aquel tiempo que narro, no puedo borrar de mi memoria esa sonrisa. La misma que aparecía en sus labios cada vez que hacía el mal, cada vez que ponía mi vida en peligro, o cada vez que besaba mis cicatrices. Alguna de las cuales, pardiez, como ya adelanté en otro sitio, hízome ella misma.

También recuerdo el orgullo. Entre los sentimientos que pasan por la cabeza, en el combate, cuéntanse el miedo, primero, y luego el ardor y la locura. Calan después en el ánimo del soldado el cansancio, la resignación y la indiferencia. Mas si sobrevive, y si está hecho de la buena simiente con que germinan ciertos hombres, queda también el punto de honor del deber cumplido. Y no hablo a vuestras mercedes del deber del soldado para con Dios o con el rey, ni del esguízaro con pundonor que cobra su paga; ni siquiera de la obligación para con los amigos y camaradas. Me refiero a otra cosa que aprendí junto al capitán Alatriste: el deber de pelear cuando hay que hacerlo, al margen de la nación y la bandera; que, al cabo, en cualquier nacido no suelen ser una y otra sino puro azar. Hablo de empuñar el acero, afirmar los pies y ajustar el precio de la propia piel a cuchilladas en vez de entregarla como oveja en matadero. Hablo de conocer, y aprovechar, que raras veces la vida ofrece ocasíón de perderla con dignidad y con honra.

El caso es que busqué a mi amo. En medio de aquella furia, entre caballos desventrados que se pisoteaban las tripas, estocadas y pistoletazos, anduve de empujones a sobresaltos, daga en mano, llamando a gritos al capitán Alatriste. Por todas partes se mataba mucho y bien; mas nadie lo hacía ya por el rey, sino para no dar la existencia de barato. Las primeras filas de nuestro escuadrón eran una sarracina de españoles y holandeses que se acuchillaban con mucho encono abrazados unos a otros, y las bandas anaranjadas o rojas eran las únicas referencias a la hora de clavar hierro o apoyarse en el camarada hombro con hombro.

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