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– Gracias a Dios -dijo, llenándose los pulmones de aire limpio.

Uno de los tudescos trajo un zaque de agua, y los hombres bebieron con avidez, uno tras otro.

– Aunque fuera orín de asno -murmuraba Garrote, derramándosele el líquido por la barbilla y el pecho.

Recostado en la trinchera y sintiendo en él los ojos de Bragado, Alatriste le quitaba la tierra y la sangre a su vizcaína.

– ¿Cómo queda el túnel? -preguntó por fin el oficial.

– Limpio como esta daga.

Sin añadir nada más, Alatriste envainó el acero. Luego le retiró el cebo al pistolete que no había llegado a usar.

– Gracias a Dios -repetía Rivas una y otra vez5 persignándose. Los ojos azules le lloraban tierra.

Alatriste callaba. A veces, se dijo para sus adentros, Dios parece saciado. Entonces, ahíto de dolor y de sangre, mira hacia otro lado y descansa.

VIII. LA ENCAMISADA.

De ese modo pasó el mes de abril, alternándose lluvias y días claros, y la hierba se puso más verde sobre los campos, las trincheras y las fosas de los muertos. Batían nuestros cañones los muros de Breda, continuaba la zapa de minas y contraminas, y todo cristo se arcabuceaba muy lindamente escaramuzando,de trinchera a trinchera, con algún asalto nuestro y salida holandesa que de vez en cuando alteraba la monotonía del asedio. Fue por aquellas fechas cuando empezaron a llegar noticias de la gran carestía a que se enfrentaban los sitiados, aunque era mayor la que sufríamos los sitiadores. Con la diferencia de que ellos se habían criado en tierras fértiles, con ríos y campos y ciudades regaladas por la Fortuna, y los españoles veníamos de siglos de regar las nuestras con sudor y sangre para arrancarles un trozo de pan. De modo que, siendo los enemigos más hechos a deleites que a la falta de sustento, unos por naturaleza y otros por costumbre, algunos ingleses y franceses de Breda empezaron a desamparar sus banderas y pasarse a nuestro campo, contándonos que tras los muros habían muerto ya en número de cinco mil, entre villanos, burgueses y militares. De vez en cuando amanecían ahorcados ante las murallas espías holandeses que intentaban ir y venir con cartas más y más desesperadas, escritas entre el jefe de la guarnición, justino de Nassau, y su pariente Mauricio; que seguía a pocas leguas de allí, sin cejar en el empeño de socorrer la plaza rompiendo un cerco que ya rondaba el año.

Aquellos días llegaron noticias del dique que el tal Mauricio de Nassau levantaba junto a Sevenberge, a dos horas de marcha de Breda, a fin de desviar hacia nuestro campo las aguas del Merck, inundar con ayuda de las mareas los cuarteles y trincheras españoles, y meter con barcas tropas y provisiones en la ciudad. Era obra grande y de mucha ambición y oportunidad, y fueron numerosos los gastadores y marineros que allí se emplearon, cortando céspedes y fajina, acarreando piedra, árboles y tablas. Habían afondado ya tres charrúas bien lastradas, y progresaban de ambas orillas apretando la tierra con grandes traviesas de madera y afirmando la esclusa con pontones y empalizadas. Eso tenía en gran cuidado a nuestro general Spínola, que andaba buscando, sin hallarlo, un medio eficaz para estorbar que el día menos pensado amaneciéramos con el agua hasta la gola. A este particular decíase, a modo de chanza, que era preciso enviar a gente de los tercios alemanes a desbaratar el proyecto del Nassau, por ser nación que daríase al efecto buena maña:

Pusiera allí a los tudescos

y dijérales: «El dique

que veis se derribe luego,

o moriremos ahogados»,

que yo aseguro que ellos,

por no beber agua, vayan

a derribarlo al momento.

También fue por esos días cuando el capitán Alatriste recibió orden de presentarse en la tienda de campaña del maestre de campo don Pedro de la Daga. Acudió allí avanzada la tarde, cuando el sol descendía hacia el llano horizonte y enrojecía la ribera de los diques donde se recortaban, lejanas, las siluetas de los molinos y las arboledas que se extendían junto a los pantanos del noroeste. Para la ocasión, Alatriste adecentó sus ropas en lo posible: el coleto de piel de búfalo disimulaba los remiendos de la camisa, sus armas estaban aún más pulidas que de costumbre y los correajes recién engrasados con sebo. Entró en la tienda descubierto, el ajado sombrero en una mano y la otra en el pomo de la espada, y se tuvo allí quieto y erguido sin abrir la boca hasta que don Pedro de la Daga, que departía con otros oficiales entre los que se hallaba el capitán Bragado, resolvió concederle su atención.

– Así que es éste -dijo el maestre de campo.

No mostró Alatriste inquietud ni curiosidad por la extraña convocatoria, aunque sus ojos atentos no pasaron por alto la sonrisa discreta, tranquilizadora, que Bragado le dirigía a espaldas del coronel del tercio. Había cuatro militares más en la tienda, y a todos los conocía de vista: don Hernán Torralba, capitán de otra de las banderas, el sargento mayor Idiáquez y dos caballeros jóvenes de los llamados guzmanes o entretenidos del maestre, afectos a su plana mayor, aristócratas o hidalgos de buena sangre que servían sin paga en los tercios por amor a la gloria, o -lo que era más corriente- por hacerse una reputación antes de volver a España a disfrutar de prebendas que les vendrían dadas por influencias, amistades o familia. Bebían, en copas de cristal, vino procedente de unas botellas que estaban sobre la mesa, junto a libros y mapas. Alatriste no había visto una copa de cristal desde el saqueo de Oudkerk. Reunión de pastores y vino de por medio, se dijo, oveja muerta.

– ¿Gusta de un poco, señor soldado?

Jiñalasoga mostraba una mueca que se pretendía amable cuando indicó, con gesto desenvuelto de la mano, botellas y copas.

– Es vino dulce de Pedro Ximénez -añadió-. Acaba de llegarnos de Málaga.

Tragó saliva Alatriste, procurando no se le notara. Al mediodía, sus camaradas y él habían tenido pan con aceite de nabos y un poco de agua sucia como único yantar en las trincheras. justo por eso, suspiró, cada cual debía seguir siendo cada cual. Tan conveniente era tener a distancia a los superiores, como ellos, a su conveniencia, tenían a los inferiores.

– Con la licencia de usía -dijo tras meditarlo un poco-, beberé en otro momento.

Se había cuadrado ligeramente al hablar, procurando hacerlo con el respeto debido. Aun así el maestre enarcó una ceja y después de uninstante volvióle la espalda, desentendiéndose de él como si estuviera muy ocupado con los mapas de la mesa. Los entretenidos miraban a Alatriste de arriba abajo, con curiosidad. En cuanto a Carmelo Bragado, que se hallaba en segundo término junto al capitán Torralba, había acentuado un poco la sonrisa, mas ésta desapareció cuando el sargento mayor Idiáquez tomó la palabra. Ramiro Idiáquez era un veterano de mostacho gris y pelo blanco, que llevaba muy rapado. Su nariz tenía una cicatriz que parecía dividirla en la punta, recuerdo del asalto y saco de Calais al filo del siglo viejo, en tiempos de nuestro buen rey, el segundo Felipe.

– Hay un desafío -dijo con la brusquedad que usaba para dar órdenes y para todo lo demás-. Mañana por la mañana. Cinco contra cinco, en la puerta de Bolduque.

En esos años, tales lances iban de oficio. No satisfechos con los vulgares flujos y reflujos de la guerra, a veces los contendientes la llevaban al terreno personal, con bravuconerias y rodomontadas en las que se cifraba el honor de las naciones y las banderas. Incluso en tiempos del gran emperador Carlos, y para regocijo de la Europa entera, éste había desafiado a su enemigo Francisco I a combate singular; aunque el francés, tras mucho darle vueltas, declinó el ofrecimiento. De cualquier modo, la Historia terminó cobrándole gentil factura al gabacho, cuando en Pavía vio sus tropas deshechas, la flor de su nobleza aniquilada, y a él mismo en tierra, con la espada de Juan de Urbieta, vecino de Hernani, apoyada en su real gaznate.

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