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– Nadie os dio vela en este entierro -dijo el valenciano, ronco.

– Cierto -concedió Alatriste, como si hubiera considerado lo del entierro muy a fondo-. Pero pensé que todo un señor soldado como vos requería algo más parejo… Así que espero serviros yo.

Estaba en camisa, y los zurcidos de ésta, sus calzones remendados y las viejas botas sujetas bajo las rodillas con cuerdas de arcabuz, no disminuían un ápice su imponente apariencia. El agua del canal reflejó el brillo de su espada cuando la extrajo de la vaina.

– ¿Os place decirme vuestro nombre?

El valenciano, que se desabrochaba un justillo con tantos sietes y zurcidos como la camisa del capitán, hizo un gesto hosco con la cabeza. Sus ojos no se apartaban de la herreruza de su adversario.

– Me llaman García de Candau.

– Mucho gusto -Alatriste había llevado la mano zurda atrás, a su costado, y en ella relucía ahora también su daga vizcaína con guardas de gancho-. El mío…

– Sé cómo os llaman -lo interrumpió el otro-. Sois ese capitán de pastel que se da un título que no tiene.

En lo alto del terraplén, los soldados se miraron unos a otros. Al valenciano el vino le daba hígados, después de todo. Porque conociendo a Diego Alatriste, y pudiendo esperar librarse con una mojada de soslayo y unas semanas boca arriba, meterse en aquellas honduras era naipe fijo para irse por la posta. Así que todos quedamos expectantes, resueltos a no perder detalle.

Entonces ví que Diego Alatriste sonreía. Y yo había vivido junto a él tiempo suficiente para conocer aquella sonrisa: una mueca bajo el mostacho, fúnebre como un presagio, carnicera como la de un lobo cansado que una vez más se dispone a matar. Sin pasión y sin hambre. Por oficio.

Cuando retiraron al valenciano de la orilla, porque estaba con medio cuerpo en el agua, la sangre teñía de rojo, alrededor, el agua tranquila del canal. Todo se había hecho según las reglas de la esgrima y la decencia, puestos de firme a firme, dando el tajo y metiendo pies con aderezo de amagos de daga, hasta que la toledana del capitán Alatriste terminó entrando por donde solía. Así que al hacerse averiguaciones sobre esa muerte -entre barajas, pendencias y jiferazos contáronse otros tres despachados en la jornada, amén de media docena a los que apuñalaron de consideración- todos los testigos, soldados del rey nuestro señor y hombres de palabra, dijeron sin empacho que el valenciano había caído al canal, muy mamado, hiriéndose con su propia arma; de modo que el barrachel del tercio, bien aliviado para su coleto, dio por zanjado el negocio y cada mochuelo fuese a su olivo. Además, aquella misma noche se produjo el ataque holandés. Y el barrachel, y el maestre de campo, y los propios soldados, y el capitán Alatriste y yo mismo teníamos -vive Dios que sí- cosas más urgentes en que pensar.

V. LA FIEL INFANTERÍA.

El enemigo atacó en mitad de la noche, y los puestos de centinela perdida se convirtieron en eso, en perdidos por completo, acuchillados sin tiempo a decir esta boca es mía. Mauricio de Nassau había aprovechado las aguas revueltas del motín, e informado por sus espías vínose sobre Oudkerk desde el norte, intentando meter en Breda un socorro de holandeses e ingleses, con mucha copia de infantería y caballería que se adelantó haciendo gentil destrozo en nuestras avanzadas. El tercio de Cartagena y otro de infantería valona que acampaba en las cercanías, el del maestre don Carlos Soest, recibieron orden de situarse en el camino de los holandeses y retrasarlos hasta que nuestro general Spínola organizase el contraataque. De modo que en plena noche nos despertaron redobles de cajas, y píf anos, y gritos de tomar el arma. Y nadie que no haya vivido tales momentos puede imaginar la confusión y el desbarajuste: hachas encendidas iluminando carreras, empujones y sobresaltos, rostros serenos, graves o atemorizados, órdenes contradictorias, gritos de capitanes y sargentos disponiendo apresuradamente filas de soldados soñolientos, a medio vestir, que se colocan los arreos de guerra; todo ello entre el rataplán ensordecedor de tambores arriba y abajo del campamento a la población, gente asomada a las ventanas y a las murallas, tiendas abatidas, caballerías que relinchan y se alzan de manos contagiadas por la inminencia del combate. Y brillo de acero, y relucir de picas, morriones y coseletes. Y viejas banderas que son sacadas de sus fundas y se despliegan, cruces de Borgoña, barras de Aragón, cuarteles con castillos y leones y cadenas, a la luz rojiza de las antorchas y las fogatas.

La compañía del capitán Bragado se puso en marcha de las primeras, dejando a su espalda los fuegos del pueblo fortificado y el campamento, y adentrándose en la oscuridad a lo largo de un dique que bordeaba extensas marismas y turberas. Por la fila de soldados corría la palabra de que ibamos al molino Ruyter, cuyo paraje era paso obligado para el holandés en su camino a Breda, por ser lugar angosto y, a lo que decían, imposible de esguazar por otro sitio. Yo caminaba con los demás mochileros entre la compañía de Diego Alatriste, llevando su arcabuz y el de Sebastián Copons y muy cerca de ellos, pues también portaba provisión de pólvora y balas y parte de sus pertrechos; ejercicio constante que, dicho sea de paso, y gracias al dudoso privilegio de cargar como una mula, solíame fortalecer los miembros día tras día; que para un español -nosotros siempre hicimos, que remedio, rancho con las desgracias- nunca ha habido mal que por bien no venga. O viceversa:

Pues hermanos y señores,

ya sabéis sin que os lo diga

que se ganan los honores

con grandísima fatiga.

El camino no era fácil en la oscuridad, pues había muy poca luna y casi siempre cubierta; de modo que a trechos algún soldado tropezaba, o se detenía la hilada y chocaban unos con otros, y entonces a lo largo del dique corrían los votos a tal y los pardieces igual que granizada de balas. Mi amo era, como de costumbre, una silueta silenciosa a la que yo seguía cual sombra de una sombra; y así íbamos haciendo andar mientras en mi cabeza y mi corazón se cruzaban encontrados sentimientos: de una parte, la cercanía de la acción en una naturaleza joven como la mía; de la otra el reparo a lo desconocido, agravado por aquella tiniebla y por la perspectiva de reñir en campo abierto con enemigo numeroso. Tal vez por eso habíame impresionado sobremanera cuando, aún en Oudkerk y recién formado el tercio a la luz de las antorchas, hasta los más descreídos habíanse sosegado un momento para hincar rodilla en tierra y descubrirse, mientras el capellán Salanueva recorría las filas dándonos una absolución general, por si las moscas. Que aunque el páter era un fraile hosco y estúpido al que se le trababan los latines en el vino, a fin de cuentas era lo único más o menos santo que teníamos a mano. Pues una cosa no quita la otra; y vistos en mal trance, nuestros soldados prefirieron siempre un ego te absolvo de mano pecadora que irse a pelo al otro barrio.

Hubo un detalle que me inquietó sobremanera, y por los comentarios alrededor también dio que pensar a los veteranos. Franqueando uno de los puentes cercanos al dique, vimos que algunos gastadores alumbrados con fanales aprestaban hachas y zapas para derribarlo a nuestra espalda, sin duda por cortar el paso al holandés en aquella parte; pero eso significaba también que ningún refuerzo ibamos a tener de ese lado, y que por ahí se nos hacía imposible un eventual sálvese quien pueda. Quedaban otros puentes, sin duda; pero calculen vuestras mercedes el efecto que eso hace cuando marchas a oscuras hacia el enemigo.

El caso es que con puente a nuestra espalda o sin él, llegamos al molino Ruyter antes del alba. Desde allí podíase oír el petardeo lejano de la escopetada que nuestros arcabuceros más avanzados sostenían escaramuzando con los holandeses. Ardía una fogata, y a su resplandor vi al molinero y su familia, mujer y cuatro hijos de poca edad, todos en camisa y espantados, desalojados de su vivienda y mirando impotentes cómo los soldados rompían puertas y ventanas, fortificabanel piso superior y amontonaban los pobres muebles para formar baluarte. Las llamas hacían relucir morriones y coseletes, lloraban los críos de terror ante aquellos hombres rudos vestidos de acero, y se llevaba el molinero las manos a la cabeza, viéndose arruinado y devastada su hacienda sin que nadie se conmoviera por ello; que en la guerra toda tragedia viene a ser rutina, y el corazón del soldado se endurece tanto en la desgracia ajena como en la propia. En cuanto al molino, nuestro maestre de campo lo había elegido como puesto de mando y observatorio, y veíamos a don Pedro de la Daga conferenciar en la puerta con el maestre de los valones, rodeados ambos de sus planas mayores y sus banderas. De vez en cuando volvíanse a mirar unos fuegos lejanos, distantes cosa de media legua, como de casares que ardían en la distancia, donde parecía concentrarse el grueso de los holandeses.

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