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– ¡Vámonos! -me dijo Jaime, echando a correr.

Me incorporé a mi vez, acicateado por una oleada de pánico. No quería quedarme atrás, solo. Aún pasaban rezagados, y en cada mancha blanca yo intentaba reconocer la silueta del capitán Alatriste. Una sombra vino por el dique, indecisa, corriendo con dificultad, ahogada la respiración por un quejido de dolor que se le escapaba a cada paso. Antes de llegar a mí cayó rodando por el talud, y oí su chapoteo al dar en el agua de la orilla. Salté sin pensarlo talud abajo, metiéndome hasta las rodillas en el agua, tanteando entre la bruma oscura hasta alcanzar un cuerpo inmóvil. Sentí un coselete bajo la camisa y un rostro barbudo, helado como la misma muerte: no era el capitán.

La escopetada rugía cada vez más cerca, y se extendía por todas partes. Trepé por el talud hasta lo alto del dique, desorientado, y en ese momento perdí la certeza de cuál era el lado bueno y cuál el lado malo. Ya no se veía resplandor a lo lejos, ni pasaba nadie corriendo, y yo no recordaba a qué costado había caído aquel hombre, ni acertaba ahora en cuál de las dos direcciones correr. Mi cabeza se bloqueó en un silencioso alarido de pánico. Piensa, me dije. Piensa con calma, Íñigo Balboa, o nunca verás amanecer. Me agaché rodilla en tierra, esforzándome por que mi razón se sobrepusiera al descompuesto latir de la sangre en los sesos. El soldado había caído en agua tranquila, recordé. Y entonces caí en la cuentade que oía el suave rumor del Merck corriendo bajo el talud de mi derecha. El río baja hacia Sevenberge, razoné. Y hemos venido por su orilla derecha, pasando luego al dique de la izquierda por la empalizada de pontones. Yo apuntaba, por tanto, en dirección equivocada. Así que di media vuelta y me puse a correr, hendiendo la niebla oscura como si en vez de los holandeses tuviera detrás al diablo.

Pocas veces he corrido así en mi vida; prueben vuestras mercedes a hacerlo empapados de agua y barro, y a oscuras. Iba agachando la cabeza, a ciegas, con riesgo de rodar por un talud e irme derecho al Merck. Me sofocaba el aire húmedo y frío, que al entrar en mis pulmones se tornaba ardiente cual si me pincharan agujas al rojo vivo. De pronto, justo cuando empezaba a preguntarme si la habría pasado de largo, di con la empalizada de pontones. Me agarré a los maderos y me ocupé de cruzarla, dando resbalones sobre los maderos mojados. Apenas llegué al otro lado, ya en tierra firme, un fogonazo quebró la oscuridad y sentí a una cuarta de mi cabeza el zurrido de una bala de arcabuz.

– ¡Amberes! -grité, arrojándome al suelo.

– Joder -dijo una voz.

Dos siluetas claras, agachadas con precaución, se destacaron entre la niebla.

– Acabas de nacer, camarada -dijo la segunda voz.

Me incorporé, acercándome a ellos. No veía sus rostros, pero sí las manchas blancas de sus camisas y la sombra siniestra de los arcabuces que habían estado a punto de despacharme por la posta.

– ¿Es que no ven vuestras mercedes mi camisa? -pregunté, aún descompuesto por la carrera y el susto.

– ¿Qué camisa? -dijo uno.

Me palpé el pecho, sorprendido, y no juré porque aún no tenía edad ni hábito de hacerlo. Porque, de haber estado tanto tiempo boca abajo sobre el dique, durante el asalto, mi camisa estaba cubierta de barro.

IX. EL MAESTRE Y LA BANDERA.

Murió en esos días Mauricio de Nassau, para duelo de los Estados y gran contento de la verdadera religión, no sin antes arrebatarnos, a modo de despedida, la ciudad de Goch, incendiar nuestros bastimentos de Ginneken e intentar tomarnos Amberes con un golpe de mano donde le salió el tiro por el mocho del arcabuz. Mas el hereje, paladín de la abominable secta de Calvino, fuese al infierno sin ver cumplida su obsesión de levantar el cerco de Breda. De modo que, para dar el sentido pésame a los holandeses, nuestros cañones emplearon la jornada en batir muy gentilmente con balas de sesenta libras los muros de la ciudad, y al romper el alba les volamos con mina un baluarte con treinta fulanos dentro, despertándolos de muy mala manera y demostrando que no a todo el que madruga Dios lo ayuda.

A tales fechas del negocio, lo de Breda no era ya para España cuestión de interés militar, sino de reputación. Estaba el mundo en suspenso, aguardando el triunfo o el fracaso de las armas del rey católico. Hasta el sultán de los turcos -a quien malos sudores diera Cristo- esperaba el desenlace para ver si el rey nuestro señor salía poderoso o mermado del trance; y de la Europa convergían los ojos de todos reyes y príncipes, en especial los de la Francia y la Inglaterra, siempre avizor para sacar tajada de nuestras desgracias y dolerse de los goces españoles; como ocurría también en el Mediterráneo con los venecianos y hasta con el papa de Roma. Que su santidad, pese a ser vicario de la Divinidad en la tierra y toda la parafernalia, y pese también a que éramos los españoles quienes hacíamos el trabajo sucio en Europa, arruinándonos en defensa de Dios y María Santísima, procuraba fastidiarnos cuanto podía, y aún más, por celos de nuestra influencia en Italia. Que no hay como ser grande y temible un par de siglos para que enemigos de bellaca intención, lleven tiara o no, crezcan por todas partes; y so capa de buenas palabras, sonrisas y diplomacia, procuren hacerte muy minuciosamente la puñeta. Aunque en el caso del sumo pontífice, la hiel era en cierto modo comprensible. A fin de cuentas, y justo un siglo antes de lo de Breda, su antecesor Clemente VII había tenido que poner pies en polvorosa, remangándose la sotana para correr más deprisa y refugiarse en el castillo de Santángelo, cuando los españoles y los lansquenetes de nuestro emperador Carlos V -que llevaban sin cobrar una paga desde que el Cid Campeador era cabo- asaltaron sus murallas y saquearon Roma sin respetar palacios de cardenales, ni mujeres, ni conventos. Que sobre ese particular, de justicia es entender que hasta los papas tienen su buena memoria y su pizca de honrilla.

– Ha llegado una carta para ti, íñigo.

Alcé, sorprendido, la mirada hacia el capitán Alatriste. Estaba de pie ante el chabolo de mantas, fajina y tierra donde yo me entretenía con algunos camaradas; y tenía el sombrero puesto y el raído capote de paño sobre los hombros, cuyo faldón la vaina de su espada alzaba un poco por detrás. El ala ancha del chapeo, el tupido mostacho y la nariz aguileña adelgazaban su rostro, que se veía pálido pese a estar curtido por la intemperie. Y lo cierto es que hallábase más flaco que de costumbre. La buena salud habíale faltado algunos días por beber agua corrompida -también el pan estaba mohoso, y la carne, cuando la había, tenía gusanos-, encendiéndole de calor el cuerpo e inficionándole la sangre con calenturas tercianas muy ardientes. El capitán no era amigo, sin embargo, de sangrías ni purgantes; que matan, decía, más que remedian. Así que venía del campo de los vivanderos, donde un conocido que hacía las veces de barbero y de boticario le había recetado cierto cocimiento de hierbas para bajar las fiebres.

– ¿Una carta para mí?

– Eso parece.

Dejé a Jaime Correas y a los otros y salí afuera sacudiéndome la tierra de los calzones. Estábamos lejos del alcance de las murallas, Junto a unos reparos próximos a la empalizada donde se guardaban los carros de bagaje y las bestias de carga, y a ciertas barracas que hacían función de tabernas, cuando había vino, y de burdel para la tropa, con mujeres alemanas, italianas, flamencas y españolas. Los mochileros solíamos merodear por el sitio, con todo el arte y la picaresca que nuestro oficio y nuestros pocos años nos daban, buscándonos la vida con razonable holgura. Raro era que no regresáramos de los forrajeos con dos o tres huevos, unas manzanas, velas de sebo o cualquier utilidad que pudiera ser vendida o trocada. Socorría yo con esta industria al capitán Alatriste y a sus camaradas; y también, cuando me venía un golpe de suerte, beneficiaba mis propios asuntos, incluida alguna visita con Jaime Correas a la barraca de la Mendoza, cuya entrada nadie había vuelto a disputarme desde aquella conversación que Diego Alatriste y el valenciano Candau mantuvieron tiempo atrás, a orillas del dique. El capitán, que estaba al tanto, habíame reconvenido discretamente por ello; pues las mujeres que acompañan a los soldados, decía, siempre son causa de bubas, pestilencias y estocadas. Lo cierto es que ignoro cuál fue su relación con tales hembras en otros tiempos; mas puedo decir que nunca, en Flandes, vilo entrar en una casa o tienda que tuviese el cisne colgado en la puerta. Supe, eso sí, que un par de veces, con licencia del capitán Bragado, habíase llegado a Oudkerk, que ahora guarnecía una bandera borgoñona, a visitar a la flamenca de la que en otra ocasión hablé. Rumoreábase que la última vez había tenido Alatriste malos verbos con el marido, a quien terminó arrojando a patadas en el culo al canal, e incluso tuvo que meter mano a la espada cuando un par de borgoñones quisieron procesionar donde nadie les daba cirio. Desde entonces no había vuelto a ir por allí.

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