Llovía en Flandes. Y voto a Dios que llovió bien a sus anchas todo aquel maldito otoño, y también durante el maldito invierno, convirtiendo en lodazal el suelo llano, movedizo y pantanoso, surcado en todas direcciones por ríos, canales y diques que parecían trazados por la mano del diablo. Llovió días, y semanas, y meses enteros hasta anegar el paisaje gris de nubes bajas: tierra extraña de lengua desconocida, poblada por gentes que nos odiaban y temían a un tiempo; campiña esquilmada por la estación y la guerra, falta incluso de con qué defenderse de los fríos, los vientos y el agua. Allí no había ni melocotones, ni higos, ni ciruelos, ni pimienta, ni azafrán, ni olivos, ni aceite, ni naranjos, ni romero, ni pinos, ni laureles, ni cipreses. Ni siquiera había sol, sino un disco tibio que se movía perezosamente tras el velo de nubes. El lugar de donde procedían nuestros hombres cubiertos de hierro y cuero, que pisaban recio mientras añoraban para su coleto los cielos claros del sur, estaba muy lejos; tan lejos como el fin del mundo. Y esos soldados rudos y soberbios, que de semejante modo devolvían a las tierras del norte la visita recibida siglos atrás, a la caída del imperio romano, se sabían pocos y a distancia de cualquier paisaje amigo. Ya había escrito Nicolás Maquiavelo que el valor de nuestra infantería procedía de la propia necesidad, reconociendo el florentino muy a su pesar -pues nunca tragó a los españoles- «que peleando en una tierra extranjera, y pareciéndoles obligado morir o vencer por no darse a la fuga, resultan muy buenos soldados». Aplicado a Flandes, ello es del todo cierto: no pasaron jamás de 20.000 los españoles allí, y nunca estuvimos más de 8.000 juntos.
Pero tal era la fuerza que nos permitió ser amos de Europa durante un siglo y medio: conocer que sólo las victorias nos mantenían a salvo entre gentes hostiles, y que, derrotados, ningún lugar adonde retirarse estaba lo bastante cerca para ir andando. Por eso nos batimos hasta el final con la crueldad de la antigua raza, el valor de quien nada espera de nadie, el fanatismo religioso y la insolencia que uno de nuestros capitanes, don Diego de Acuña, expresó mejor que nadie en su famoso, apasionado y truculento brindis:
Por España; y el que quiera
defenderla honrado muera;
y el que traidor la abandone
no tenga quien leperdone,
ni en tierra santa cobijo,
ni una cruz en sus despojos,
ni las manos de un buen hijo
para cerrarle los ojos.
Llovía, contaba a vuestras mercedes, y como si cayesen cántaros del cielo, la mañana en que el capitán Bragado hizo una visita de inspección a los puestos avanzados donde se alojaba su bandera. El capitán era un leonés del Bierzo, grande, de seis pies de estatura, y para salvar los barrizales había requisado en alguna parte un caballo holandés de labor: un animal apropiado a su tamaño, de fuertes patas y buena alzada. Diego Alatriste estaba apoyado en la ventana, observando los regueros de lluvia que se deslizaban por los gruesos cristales empañados, cuando lo vio aparecer por el dique a lomos del caballo, las faldas del sombrero vencidas por el agua y un capote encerado sobre los hombros.
– Calienta un poco de vino -le dijo a la mujer que estaba a su espalda.
Lo dijo en un flamenco elemental -«verwarm wijn», fueron sus palabras- y siguió mirando por la ventana mientras la mujer avivaba el miserable fuego de turba que ardía en la estufa y ponía encima una jarra de estaño. La cogió de la mesa donde unos mendrugos de pan con restos de col hervida estaban siendo despachados por Copons, Mendieta y los otros.
Todo se veía sucio, el hollín de la estufa manchaba la pared y el techo, y el olor de los cuerpos encerrados entre las paredes de la casa, con la humedad filtrándose por las vigas y tejas, podía cortarse con cualquiera de las dagas o espadas que estaban por todas partes, junto a los arcabuces, los coletos de cordobán, las prendas de abrigo y la ropa sucia. Olía a cuartel, a invierno y a miseria. Olía a soldados, y a Flandes.
La luz grisácea de la ventana acentuaba cicatrices y oquedades en el rostro sin afeitar de Diego Alatriste, bajo el mostacho, enfriando más la claridad inmóvil de sus ojos. Estaba en mangas de camisa, con el jubón desabrochado puesto sobre los hombros, y dos cuerdas de arcabuz anudadas bajo sus rodillas le sostenían las cañas altas de las remendadas botas de cuero. Sin moverse de la ventana vio cómo el capitán Bragado desmontaba ante la puerta, empujaba ésta, y luego, sacudiéndose el agua del sombrero y del capote, entraba con un par de reniegos y un por vida de, maldiciendo del agua, del barro y de Flandes entera.
– Sigan comiendo vuestras mercedes -dijo-. Ya que tienen con qué.
Los soldados, que habían hecho gesto de levantarse, prosiguieron con su magra pitanza, y Bragado, cuyas ropas humearon al acercarse a la estufa, aceptó sin remilgos un poco de pan duro y una escudilla con restos de col que le alcanzó Mendieta. Luego miró detenidamente a la mujer mientras aceptaba la jarra de vino caliente que ésta le puso en las manos; y tras caldearse un poco los dedos con el metal bebió a cortos sorbos, mirando de reojo al hombre que seguía de pie junto a la ventana.
– Voto a Dios, capitán Alatriste -apuntó al poco-, que no están vuestras mercedes mal instalados aquí.
Era singular oírle al capitán de la bandera llamar de tan natural modo capitán a Diego Alatriste; y eso prueba hasta qué punto éste y su sobrenombre eran conocidos de todos, y respetados hasta por los superiores. De cualquier modo, Carmelo Bragado lo había dicho volviendo con codicia sus ojos a la mujer, que era una flamenca de treinta y tantos años, rubia como casi todas las de su tierra. No resultaba especialmente bonita, con las manos enrojecidas por el trabajo y los dientes poco parejos; pero tenía la piel blanca, caderas anchas bajo el delantal y pechos abundantes que mantenían bien tensos los cordones de su corpiño, al modo de las mujeres que por aquella misma época pintaba Pedro Pablo Rubens. Tenía, en suma, ese aspecto de oca sana que suelen tener las campesinas flamencas cuando aún siguen en sazón. Y todo eso -como el propio capitán Bragado y hasta el recluta más bobo podían adivinar con sólo ver el modo en que ella y Diego Alatriste se ignoraban públicamente- muy para desdicha de su marido, un campesino acomodado, flamenco cincuentón de cara agria, que andaba por allí esforzándose en ser servil con aquellos extranjeros hoscos y temibles, a quienes odiaba con toda su alma, pero que su mala fortuna le había adjudicado como portadores de boleta de alojamiento. Un marido que no tenía otro remedio que tragarse toda su ira y su despecho cada noche, cuando, tras sentir a su mujer deslizarse silenciosamente de su lado, escuchaba sus gemidos sordos, sofocados a duras penas entre el crujir del jergón de hojas de maíz donde se acostaba Alatriste. Por qué sucedía tal es algo que pertenece a la vida privada del matrimonio. De cualquier modo, el flamenco obtenía a cambio ciertas ventajas: su casa, hacienda y pescuezo seguían a salvo, cosa que no podía decirse de todas partes donde se alojaban españoles. Por muy cornudo que fuese aquel villano, su mujer tenía que habérselas con uno y de buen grado, y no con varios y por la fuerza. A fin de cuentas, en Flandes como en cualquier sitio y tiempo de guerra, el que no se consolaba era de mal contentar: el mayor alivio, para casi todo el mundo, siempre fue sobrevivir. Y aquel marido, al menos, era un marido vivo.
– Traigo órdenes -dijo el oficial-. Una incursión por el camino de Geertrud-Bergen. Sin matar mucho… Sólo para tomar lengua del enemigo.
– ¿Prisioneros? -preguntó Alatriste.
– Nos irían bien dos o tres. Por lo visto, nuestro general Spínola cree que los holandeses preparan un socorro con barcas a Breda, aprovechando que las aguas están subiendo con las lluvias… Convendría que la gente fuese una legua hacia allá y confirmara el asunto. Cosa hecha a la sorda, sin ruido. Cosa discreta.