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Aquella noche el capitán Alatriste permaneció despierto hasta el alba, acostado bajo su capote y mirando las estrellas. No eran el desfavor del maestre de campo ni el miedo a la deshonra lo que lo mantenía en vela mientras sus camaradas roncaban alrededor; se le daba un ardite la versión que corriese por el tercio, pues Idiáquez y Bragado lo conocían bien e iban a referir el episodio cual era debido. Además, como le había dicho a don Pedro de la Daga, él contaba con medios propios para hacerse respetar, tanto entre sus iguales como entre quienes no lo eran.Lo que le negaba el sueño era otra cosa. Y a ese particular, se halló deseando que al menos uno de los entretenidos sobreviviera al día siguiente en la puerta de Bolduque. Con preferencia, el tal Carlos del Arco. Porque luego, se dijo sin apartar los ojos del firmamento, el tiempo pasa, la vida da muchas vueltas, y nunca sabe uno con qué viejos conocidos puede tropezarse en un callejón adecuado, tranquilo y oscuro, sin vecinos que asomen al oír ruido de espadas.

Al día siguiente, con los nuestros mirando desde sus trincheras y el enemigo desde las suyas y lo alto de las murallas, cinco hombres se adelantaron desde las líneas del rey nuestro señor, yendo al encuentro de otros cinco que salían por la puerta de Bolduque. Eran éstos, según rumor que corrió por el campo, tres holandeses, un escocés y un francés. En cuanto a los nuestros, el capitán Bragado había elegido como quinto de la partida al sotalférez Minaya, un soriano de treinta y pocos años, muy cabal y de fiar, con buenas piernas y mejor mano. Acudían unos y otros con dos pistolas al cinto y espada, sin daga; y decíase que los de enfrente dejaban esta última fuera del lance porque de todos era sabido el mucho peligro que en distancias cortas teníamos con esa arma blanca los españoles.

Yo había regresado el día anterior de tres jornadas de forrajeo -que me llevaron con una cuadrilla de mochileros casi hasta las orillas del Mosa- y ahora estaba entre la multitud con mi amigo Jaime Correas, de pie encima de los cestones de las trincheras sin riesgo momentáneo de recibir un mosquetazo. Había centenares de soldados mirando por todas partes, y se decía que el marqués de los Balbases, nuestro general Spínola, también observaba el desafío junto a don Pedro de la Daga y los otros capitanes principales y maestres de los demás tercios. En cuanto a Diego Alatriste, estaba en una de las primeras trincheras con Copons, Garrote y los otros de su escuadra, muy callado y muy quieto, sin apartar los ojos del lance. El sotalférez Minaya, sin duda puesto al corriente por nuestro capitán Bragado, había tenido un detalle de buen camarada: venir temprano a pedirle prestada a Alatriste una de sus pistolas, so pretexto de algún problema con las suyas, y ahora se encaminaba hacia los de enfrente con ella al cinto. Aquello decía mucho en favor de la hombría de bien de Minaya, y dejaba resuelto el asunto dentro de la bandera. Diré al hilo de esto que muchos años más tarde, después de Rocroi, cuando las vueltas y revueltas de la fortuna me llevaron a ser oficial de la guardia española del rey Felipe nuestro señor, tuve ocasión de favorecer a un joven recluta de apellido Minaya, Y lo hice sin el menor reparo, en recuerdo del día en que su padre tuvo la gentileza de salir a pelear a campo abierto bajo los muros de Breda, llevando al cinto la pistola del capitán Alatriste.

El caso es que allí estaban, aquella mañana de abril, con el sol tibio en lo alto y miles de ojos clavados en ellos, los cinco ante los cinco. Se encontraron en un pequeño prado que ascendía en declive hacia la puerta de Bolduque, a cosa de cien pasos, en tierra de nadie. No hubo preliminares, golpes de sombreros ni cortesías, sino que a medida que se acercaban unos a otros empezaron a darse pistoletazos y metieron mano a las espadas, mientras uno y otro campo, que hasta ese instante habían guardado un silencio mortal, estallaban en un clamor de gritos de ánimo a sus respectivos camaradas. Sé que de siempre la gente de buena voluntad ha predicado la paz y la palabra entre los hombres y condenado la violencia; y sé, mejor que muchos, lo que hace la guerra en el cuerpo y en el corazón del hombre. Mas, pese a todo eso, pese a mi facultad de raciocinio, pese al sentido común y a la lucidez que dan los años y la naturaleza, no puedo evitar un estremecimiento de admiración ante el coraje de los que son valientes. Y vive Dios que aquéllos lo eran. Cayó a los primeros tiros don Luis de Bobadilla, el segundo de los entretenidos, y llegaron los demás a las manos, cerrándose con mucho vigor y mucho encono. Llevóse uno de los holandeses un pistoletazo que le rompió el pescuezo, y otro de sus compañeros, el escocés, viose con el vientre pasado por la espada del soldado Pedro Martin, quien la perdió alli, y hallándose con las dos pistolas descargadas fue acuchillado en la garganta y en el pecho, yéndose al suelo encima del que acababa de matar. En cuanto a don Carlos del Arco, se dio tan buena maña con el francés que le había tocado en suerte que a poco, entre tajo y tajo, pudo pegarle un tiro en la cara; aunque el entretenido se retiró de la pelea dando traspiés con una bellaca cuchillada en un muslo. Minaya remató al francés con la pistola del capitán Alatriste e hirió malamente a otro holandés con la propia, librándose sin un rasguño; y Eguiluz, con la mano zurda estropeada de un balazo y la herreruza en la diestra, dio dos mojadas muy limpias al último enemigo, una en un brazo y otra en los ijares cuando el hereje, viéndose herido y solo, resolvió, como Antígono, no huir, sino ir en alcance de la utilidad que tenía a las espaldas. Luego los tres que quedaban en pie despojaron a los adversarios de sus armas y de las bandas, que llevaban anaranjadas como solían llevarlas los que sirven a los Estados; y aún habrían traído a nuestras líneas los cuerpos de Bobadilla y Martín si los holandeses, furiosos por el desenlace, no hubieran consolado la derrota con una granizada de balas. Fueron retirándose poco a poco los nuestros sin perder la compostura, con la desgracia de que un plomo de mosquete entróle a Eguiluz por los riñones, y aunque alcanzó las trincheras ayudado por sus compañeros, murió a los tres días de aquello. En cuanto a los siete cuerpos, permanecieron casi toda la jornada en campo abierto, hasta que al atardecer hubo una breve tregua y cada cual recuperó a los suyos.

Nadie en el tercio puso en cuestión la honra del capitán Alatriste. La prueba es que una semana más tarde, cuando se decidió el ataque al dique de Sevenberge, él y su escuadra se hallaban entre los cuarenta y cuatro hombres escogidos para la tarea. Salieron de nuestras líneas al ponerse el sol, aprovechando la primera noche de niebla cerrada para ocultar su movimiento. Iban al mando los capitanes Bragado y Torralba, y todos llevaban las camisas puestas por fuera, sobre jubones y coletos, para reconocerse unos a otros en la oscuridad. Era éste uso corriente entre las tropas españolas, y de ahí proviene el nombre de encamisadas que dábase a tales acciones nocturnas. Se trataba de aprovechar la natural agresividad y la destreza de nuestra gente en combate cuerpo a cuerpo para, infiltrándose en campo hereje, dar a rebato sobre el enemigo, matar cuanto fuera posible, incendiar sus barracas y tiendas sólo en el momento de la retirada para no hacer luz, y luego largarse a toda prisa. Como se trataba siempre de tropas escogidas, participar en una encamisada se consideraba de mucha honra entre españoles, y a menudo pugnaban unos con otros por ser de la partida, teniendo a muy agria ofensa verse fuera de ella. Las reglas eran estrictas, y por lo común se ejecutaban disciplinadamente para ahorrar vidas propias en la confusión de la noche. De todas ellas, que menudearon en Flandes, fue famosa la de Mons: quinientos tudescos a sueldo de los orangistas muertos, ysu campamento hecho cenizas. O aquella otra en la que sólo medio centenar fue elegido para dar un golpe de mano nocturno, y a la hora de la partida llegaron de todas partes soldados espontáneos que pretendían incluirse en ella, por su cuenta; y al cabo, cuando se empezó a caminar, en vez del silencio acostumbrado todo era algarabía y discusiones en mitad de la noche, que más parecía razzia moruna que encamisada de españoles, con tres centenares de hombres apresurándose por el camino para llegar antes que los otros, y el enemigo despertándose sorprendido para ver venírsele encima una nube de energúmenos enloquecidos, vociferantes y en camisa, que lo mismo acuchillaban sin cuartel que se increpaban entre ellos, compitiendo por quién degollaba más y mejor.

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