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– Mucho tardas y holandés no tienes -comentó Mendieta.

– Casi lo tengo.

Mendieta estaba sentado en el fondo de la zanja, a los pies de Garrote, despiojándose con solemne minuciosidad vascongada -en las trincheras, no contentos con vivir a su gusto en nuestro pelo y harapos, los piojos salían a hacer la rúa con mucha flema-. El vizcaíno había hablado sin excesivo interés, atento a su tarea. Tenía la barba crecida y la ropa hecha jirones y sucia de tierra, como cuantos estaban allí, incluido el propio Alatriste.

– ¿Verlo puedes, o así?

Garrote movía la cabeza. Se había quitado el sombrero para ofrecer menos blanco a los de enfrente. Su pelo rizado y grasiento se recogía en la nuca en una coleta sucia.

– Ahora no, pero de vez en cuando asoma… La próxima lo avío, al hideputa.

Echó Alatriste un vistazo breve por encima del parapeto, procurando cubrirse entre las tablas y las fajinas. El holandés era quizás uno de los gastadores que trabajaban en la boca del túnel, a unas veinte varas por delante. Hiciera lo que hiciese, sus movimientos lo descubrían un poco, no demasiado, apenas la cabeza; pero suficiente para que Garrote, opinado como buen tirador, le fuera cogiendo el punto, sin prisas, hasta ponerlo en suerte. El malagueño, hombre de toma y daca, quería corresponder al detalle de la mula.

Había docena y media de españoles en la trinchera, una de las más avanzadas, que zigzagueaba a escasa distancia de las posiciones holandesas. La escuadra de Diego Alatriste pasaba allí dos semanas de cada tres, con el resto de la bandera del capitán Bragado, repartido por las zanjas y fosos cercanos, situados todos ellos entre el revellín del Cementerio y el río Merck, a dos tiros de arcabuz de la muralla principal y la ciudadela de Breda.

– Ahí está el hereje -murmuró Garrote.

Mendieta, que acababa de encontrar un piojo y lo miraba con curiosidad familiar antes de aplastarlo entre los dedos, alzó un momento la vista, interesado.

– ¿Holandés tienes?

– Lo tengo.

– Al infierno envía, pues.

– En eso estoy.

Tras pasarse la lengua por los labios, Garrote había soplado la mecha y ahora encaraba cuidadosamente el mosquete, entornando el ojo izquierdo; su índice acariciaba el gatillo como si fuera el pezón de una daifa de a medio ducado. Asomándose un poco más, Alatriste tuvo la visión fugaz de una cabeza descubierta que se destacaba mal precavida en la trinchera holandesa.

– Otro que muere en pecado mortal -oyó decir muy despacio a Garrote.

Luego sonó el tiro, y con el fogonazo de pólvora chamuscada Alatriste vio desaparecer de golpe la cabeza de enfrente. Después se oyeron gritos de furia, y tres o cuatro escopetadas levantaron tierra en el parapeto español. Garrote, que se había dejado caer de nuevo abajo en la trinchera, reía entre dientes, el mosquete humeante entre las piernas. Afuera sonaban más tiros e insultos voceados en flamenco.

– Que se jodan -dijo Mendieta, localizando otro piojo.

Sebastián Copons abrió un ojo y lo volvió a cerrar. El mosquetazo de Garrote le había interrumpido la siesta que dormía al pie del parapeto, con la cabeza apoyada en una manta mugrienta. También los hermanos Olivares asomaron sus hirsutas cabezas de turcos por un recodo de la trinchera, curiosos. Alatriste se había agachado hasta quedar sentado, la espalda contra el terraplén. Luego metió la mano en la faltriquera, en busca de un trozo de pan de munición negro y duro que allí guardaba desde el día anterior. Se lo llevó a la boca, humedeciéndolo con saliva antes de masticar poco a poco. Con el olor de la mula muerta y el aire viciado de la zanja no resultaba manjar exquisito; pero tampoco había dónde elegir, e incluso aquel simple chusco era un festín de Baltasar. Nadie traería nueva provisión hasta la noche, con el amparo de la oscuridad. Demasiado expuesto de día.

Mendieta dejaba moverse el nuevo piojo por el dorso de la mano. Por fin, cansado del juego, lo aplastó de un manotazo. Garrote limpiaba con la baqueta el caño del arcabuz, caliente, tarareando una tonada italiana.

– Quién estuviera en Nápoles -dijo al cabo de un rato, con una sonrisa blanca en su atezada cara de moro.

Todos estaban al tanto de que Curro Garrote había servido dos años en el tercio de Sicilia y cuatro en el de Nápoles, viéndose obligado a cambiar de aires tras varios lances poco claros que incluían mujeres, cuchilladas, robos nocturnos con escalo y alguna muerte, una temporada forzosa en la cárcel de Vicaría y otra voluntaria acogido en la iglesia de la Capela, por dar cumplimiento a aquello de:

A quien me dejó la capa

y huyendo de mí se escapa,

¿qué puede justicia hacer,

si con infame poder

se puso en tierra del Papa?

El caso era que entre una cosa y otra, Garrote había tenido tiempo para recorrer con las galeras del rey nuestro señor la costa de Berbería y las islas de oriente, asolando tierra de infieles y desvalijando caramuzales y bajeles turcos. En aquellos años, afirmaba, había reunido botín suficiente para retirarse sin apuros. Y así lo habría hecho de no habérsele cruzado demasiadas hembras y ser él mismo harto aficionado al naipe; que a la vista de Juan Tarafe o de una desencuadernada, el malagueño era de los que tallan fuerte y son capaces de jugarse el sol antes de que salga.

– Italia -repitió en voz baja, con la mirada perdida y la villana sonrisa todavía en la boca.

Lo había dicho como quien pronuncia un nombre de mujer, y el capitán Alatriste comprendía bien por qué. Aunque sin pregonarlo con tantos rumbos como Garrote, también él tenía sus recuerdos italianos, que en una trinchera de Flandes se antojaban aún más gentiles si cabe. Como todos los veteranos de allá, añoraba aquella tierra; o tal vez lo que de veras añoraba era su juventud bajo el cielo azul y generoso del Mediterráneo. A los veintisiete años, después de obtener la baja en su tercio tras la represión de los moriscos rebeldes de Valencia, habíase alistado en el de Nápoles y peleado contra turcos, berberiscos y venecianos. Sus ojos vieron arder la escuadra infiel frente a la Goleta con las galeras de Santa Cruz, las islas del Adriático con el capitán Contreras, y también teñirse de sangre española el fatídico esguazo de las Querquenes; de donde, socorrido por un compañero de nombre Diego Duque de Estrada, había salido llevando a rastras al joven y malherido Álvaro de la Marca, futuro conde de Guadalmedina. Durante aquellos años de mocedad, los golpes de fortuna y las delicias de Italia habían alternado con no pocos trabajos y peligros; aunque ninguno pudo agriar el dulce recuerdo de los emparrados en las suaves laderas del Vesubio, los camaradas, la música, el vino de la taberna del Chorrillo y las mujeres hermosas. Entre cal y arena, el año trece su galera resultó capturada en la boca del canal de Constantinopla, con media gente hecha pedazos y acribillada de saetas turcas hasta la gavia; y él mismo, herido en una pierna, viose liberado cuando la nave donde lo llevaban cautivo resultó apresada a su vez. Dos años más tarde, el quince del siglo y recién cumplida Alatriste la edad de Cristo, había sido uno de los mil y seiscientos españoles e italianos que, con una flota de cinco barcos, asolaron durante cuatro meses las costas de Levante, desembarcando luego en Nápoles con rico botín. Allí, una vez más, la rueda de la Fortuna giróle cabeza abajo. Una mujer trigueña, medio italiana y medio española, de cabos negros y ojos de buen tamaño, de esas que dicen asustarse al ver un ratón pero se huelgan de topar con media compañía de arcabuceros, había empezado por pedir la regalara con ciruelas de Génova, luego con una gargantilla de oro y a la postre con vestidos de seda; y acabó, como suelen, por calzarse hasta el último maravedí. Luego el lance se adobó al estilo de las comedias de Lope, con una visita a deshora y otro fulano en camisa y donde no debía. Lo del prójimo en camisa quitó crédito a las protestas de la miñona, que sin empacho lo apellidaba de primo; aunque más que primo a secas diríase primo carnal. Además Diego Alatriste ya no tenía edad para caerse del guindo. De manera que, tras una mejilla de la mujer cruzada por linda cuchillada al soslayo, y el intruso de la camisa con dos cuartas de acero entre pecho y espalda -el presunto primo fue a batirse sin calzones, y eso le restó brío a la hora de afirmarse en buena esgrima-, Diego Alatriste viose tomando las de Villadiego antes que caer preso. Precaución que en su oportunidad consistió en rápido embarque para España, gracias al favor de un viejo conocido, el ya mentado Alonso de Contreras; con quien, siendo ambos rapazuelos de la misma edad, había salido para Flandes a los trece años, tras las banderas del príncipe Alberto.

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