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Fuime a él despacio, ojo avizor, sin soltar la daga y bien atento a sus manos, por si empuñaba algún arma. Pero aquel desgraciado no estaba en condiciones de empuñar nada. Parecía un viajero sentado a la orilla del río de los muertos; alguien a quien el barquero Caronte hubiese dejado atrás, olvidado, en un penúltimo viaje. Me estuve un rato en cuclillas junto a él, observándolo con curiosidad, sin que pareciese reparar en mi presencia. Siguió mirando la ventana, inmóvil, con su quejido interminable y sus palabras incompletas y extrañas, incluso cuando le toqué el brazo con la punta de mi daga. Su rostro era una representación espantosa de Jano: un lado razonablemente intacto, y el otro convertido en un amasijo de carne quemada y rota, entre la que brillaban minúsculas gotas de sangre. Sus manos también parecían carbonizadas. Yo había visto varios holandeses muertos en los establos en llamas de la parte de atrás de la casa, e imaginé que ése, herido en la refriega, se había arrastrado entre los tizones encendidos para refugiarse allí.

– ¿Flamink? -pregunté.

No respondió sino con su interminable gemido. Al cabo de un rato de observarlo concluí que se trataba de un hombre joven, no mucho mayor que yo. Y por el peto y la ropa, uno de los jinetes de caballos corazas que nos habían estado cargando por la mañana, frente al molino Ruyter. Quizá hasta habíamos peleado cerca uno del otro cuando holandeses e ingleses intentaban romper el cuadro y los españoles reñíamos a la desesperada por nuestras vidas. La guerra, razoné, tenía extrañas idas y venidas, curiosos vaivenes de la fortuna. Sin embargo, apaciguado tras el horror de la jornada y el alcance de los fugitivos, yo no sentía ya hostilidad ni rencor. Muchos españoles había visto morir aquel día, pero aún más enemigos. De momento mi balanza estaba pareja, aquél era un hombre indefenso, y yo iba saciado de sangre. Así que envainé mi daga. Luego salí afuera, con el capitán Alatriste y los otros.

– Hay un hombre dentro -dije-. Un soldado.

El capitán, que no había cambiado de postura desde mi marcha, apenas levantó la mirada.

– ¿Español u holandés?

– Holandés, creo. O inglés. Y está malherido.

Alatriste asintió lentamente con la cabeza, cual si a tales alturas de la noche lo extraño hubiera sido toparse con un hereje vivo y con buena salud. Luego encogió los hombros, como preguntándome por qué iba a contarle aquello.

– Pensé -sugerí- que podríamos ayudarlo.

Ahora me miró por fin. Lo hizo muy despacio, y vi girar su rostro en el contraluz del fuego cercano.

– Pensaste -murmuró.

– Sí.

Aún estuvo un rato quieto, mirándome. Luego se volvió a medias hacia Sebastián Copons, que seguía a su lado, la cabeza apoyada en la pared, sin abrir la boca, su ensangrentado cachirulo siempre hacia el cogote. Alatriste cambió con él una ojeada breve y después me observó de nuevo. Oí crepitar las llamas en el largo silencio.

– Pensaste -repitió, absorto.

Se puso en pie dolorido, cual si le costara desentumecer los huesos. Parecía de mala gana y muy cansado. Vi que Copons se levantaba tras él.

– ¿Dónde está?

– En la casa.

Los guié por las habitaciones y el pasillo hasta el cuarto de atrás. El hereje seguía inmóvil entre el armario y la pared, gimiendo en voz muy baja. Alatriste se detuvo en el umbral y le echó un vistazo antes de acercarse. Después se inclinó un poco más y lo estuvo observando otro rato.

– Es holandés -concluyó al fin.

– ¿Podemos socorrerlo? -pregunté.

La sombra del capitán Alatriste estaba ahora inmóvil en la pared.

– Claro.

Sentí que Sebastián Copons pasaba por mi lado. Sus botas crujieron sobre la loza rota del suelo mientras se acercaba al herido. Entonces Alatriste vino hacia mí, y Copons echó mano a los riñones y sacó la vizcaína.

– Vámonos -me dijo el capitán.

Me resistí a la presión de su mano en mi hombro, estupefacto, viendo cómo Copons apoyaba la daga en el cuello del holandés y lo degollaba de oreja a oreja. Alcé el rostro, estremecido, para encontrar la faz oscura de Alatriste. No veía su mirada, aunque la supe fija en mí.

– Estaba… -empecé a decir, balbuceante.

Callé de pronto, pues las palabras se me antojaron de golpe inútiles. Hice un ademán de rechazo, irreflexivo, para sacudirme del hombro la mano del capitán; pero ésta se mantuvo firme, aferrándomelo. Copons se incorporaba ya con mucha flema, y tras limpiar la hoja de la daga en la ropa del otro, la devolvía a la funda. Luego pasó por nuestro lado y fuese pasillo adelante, sin decir esta boca es mía.

Giré con brusquedad, sintiendo al fin mi hombro libre. Después di dos pasos en dirección al joven que ahora estaba muerto. Nada era distinto en la escena, salvo que su lamento había cesado, y que por la gola de la coraza le descendía un velo oscuro, espeso y reluciente, cuyo rojo se fundía con el resplandor del incendio en la ventana. Parecía aún más solo que antes; una soledad tan estremecedora que produjo en mí una pena intensa, hondísima, como si fuera yo mismo, o tal vez parte de mí, quien estuviera en el suelo, la espalda contra la pared, los ojos quietos y abiertos mirando la noche. Sin duda, pensé, hay alguien en alguna parte que aguarda el regreso de este que ya no irá a sitio alguno. Tal vez haya una madre, una novia, una hermana o un padre que rezan por él, por su salud, por su vida, por su regreso. Tal vez hay una cama en la que durmió de niño y un paisaje que lo vio crecer. Y nadie en ese lugar sabe todavía que él está muerto.

Ignoro cuánto seguí allí quieto, mirando el cadáver. Pero al cabo escuché pasos, y sin necesidad de volverme supe que el capitán Alatriste había permanecido todo el tiempo a mi lado. Sentí el olor familiar, áspero, a sudor, cuero y metal de sus ropas y avíos militares. Y luego, la voz.

– Un hombre sabe cuándo ha llegado al final… Ése lo sabía.

No respondí. Seguía contemplando el cuerpo degollado. Ahora la sangre formaba una inmensa mancha oscura bajo las piernas extendidas. Es increible, me dije, la cantidad de sangre que tenemos en el cuerpo: al menos dos o tres azumbres. Y lo fácil que resulta vaciarlos.

– Es cuanto podíamos hacer por él -añadió Alatriste.

Tampoco ahora respondí, y estuvo buen espacio sin decir nada más. Por fin lo oí moverse. Aún siguió un instante cerca de mí, como si dudara entre hablarme otra vez o no; cual si entre los dos quedasen infinidad de palabras no dichas, que si él salía de allí sin pronunciar ya no se dirían nunca. Pero permaneció callado; y al cabo, sus pasos empezaron a alejarse hacia el pasillo.

Fue entonces cuando me revolví. Sentía una cólera sorda y tranquila, que jamás había conocido hasta esa noche. Una cólera desesperada, amarga como los silencios del propio Alatriste.

– ¿Quiere decir vuestra merced, capitán, que acabamos de hacer una buena obra?… ¿Un buen servicio?

Nunca antes le había hablado en ese tono. Los pasos se detuvieron y la voz de Alatriste sonó extrañamente opaca. Imaginé sus ojos claros en la penumbra, mirando absortos el vacío.

– Cuando llegue el momento -dijo- ruega a Dios que alguien te lo haga a ti.

Así fue como ocurrió todo, la noche en que Sebastián Copons degolló al holandés herido y yo aparté de mi hombro la mano del capitán Alatriste. Y así fue también como franqueé, sin apenas darme cuenta, esa extraña línea de sombra que todo hombre lúcido termina cruzando tarde o temprano. Allí, solo y de pie ante el cadáver, empecé a mirar el mundo de modo muy diferente. Y vime en posesión de una verdad terrible, que hasta ese instante sólo había sabido intuir en la mirada glauca del capitán Alatriste: quien mata de lejos lo ignora todo sobre el acto de matar. Quien mata de lejos ninguna lección extrae de la vida ni de la muerte: ni arriesga, ni se mancha las manos de sangre, ni escucha la respiración del adversario, ni lee el espanto, el valor o la indiferencia en sus ojos. Quien mata de lejos no prueba su brazo ni su corazón ni su conciencia, ni crea fantasmas que luego acudirán de noche, puntuales a la cita, durante el resto de su vida. Quien mata de lejos es un bellaco que encomienda a otros la tarea sucia y terrible que le es propia. Quien mata de lejos es peor que los otros hombres, porque ignora la cólera, y el odio, y la venganza, y la pasión terrible de la carne y de la sangre en contacto con el acero; pero también ignora la piedad y el remordimiento. Por eso, quien mata de lejos no sabe lo que pierde.

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