Troqué por Flandes mi famosa tierra,
donde hermanos segundos, no heredados,
su vejación redimen en la guerra,
si mayorazgos no, siendo soldados.
…Como muy bien, y al hilo de este discurso, escribió el fecundo ingenio toledano fray Gabriel Téllez, por más famoso nombre Tirso de Molina. Que al socaire de la invencible reputación de los tercios, hasta el más ruin maltrapillo conocía ocasión de apellidarse hidalgo:
Mi linaje empieza en mí,
porque son mejores hombres
los que sus linajes hacen,
que aquellos que los deshacen
adquiriendo viles nombres.
En cuanto a los holandeses, ésos no gastaban tantos humos y se les daban un ardite los linajes; pero aquella mañana venían muy valientes y por derecho camino de Breda, resueltos a acortar distancias: algunos mosquetazos zumbaban ya al límite de su alcance, rodando sin fuerza las pelotas de plomo por la hierba. Vi a nuestro maestre don Pedro de la Daga, que bien rebozado de hierro milanés se tenía a caballo junto a las banderas, calarse la celada con una mano y alzar la bengala de mando en la otra. Al momento redobló el tambor mayor, y en seguida se le unieron las otras cajas del tercio. Aquel batir prolongóse interminable; y se diría que helaba la sangre, pues alrededor hízose un silencio mortal. Los mismos holandeses, cada vez más cercanos hasta el punto de que ya podíamos distinguir sus rostros, ropas y armas, calaron un instante y vacilaron, impresionados por el redoble que surgía de aquellas filas inmóviles que les estorbaban el camino. Luego, incitados por sus cabos y oficiales, reanudaron avance y vocerío. Se hallaban ya muy cerca, a sesenta o setenta pasos, con picas dispuestas y arcabucería a punto. Veíamos arder los cabos de sus mechas.
Entonces corrió una voz por el tercio; una voz desafiante y recia, repetida de hilada en hilada, creciendo en un clamor que terminó por ahogar el sonido de los parches:
– ¡España!… ¡España!… ¡Cierra España!
Aquel cierra era grito viejo, y siempre significó una sola cosa: guardaos, que ataca España. Al oírlo retuve el aliento, volviéndome a mirar a Diego Alatriste; mas no alcancé a saber si él también lo había voceado, o no. Al batir de los tambores, las primeras filas de españoles movíanse ahora hacia adelante; y él avanzaba con ellas, suspendido el arcabuz, codo a codo con los camaradas, Sebastián Copons a un lado y Mendieta al otro, muy juntos al capitán Bragado y sin dejar espacios entre sí. Marchaban todos al mismo ritmo lento, ordenados y soberbios como si desfilaran ante el propio rey. Los mismos hombres amotinados días antes por sus pagas iban ahora dientes prietos, mostachos enhiestos y cerradas barbas, andrajos cubiertos por cuero engrasado y armas relucientes, fijos los ojos en el enemigo, impávidos y terribles, dejando tras de sí la humareda de sus cuerdas encendidas. Corrí en pos para no perderlos de vista, entre las balas herejes que ya zurreaban en serio, pues sus arcabuceros y coseletes estaban muy cerca. Iba sin aliento, ensordecido por el estruendo de mi propia sangre, que batía venas y tímpanos como si las cajas redoblasen en mis entrañas.
La primera descarga cerrada de los holandeses nos llevó algún hombre, arrojando sobre nosotros una nube de humo negro. Cuando éste se disipó, vi al capitán Bragado con la jineta en alto, y a Alatriste y a sus camaradas detenerse con mucha calma, soplar las mechas, calar arcabuces y arrimarles la cara. Y de ese modo, a treinta pasos de los holandeses, el tercio viejo de Cartagena entró en fuego.
– ¡Cerrar filas!… ¡Cerrar filas!
El sol llevaba dos horas en el cielo y el tercio peleaba desde el amanecer. Las filas adelantadas de arcabuceros españoles habían mantenido su línea haciendo mucho daño a los holandeses hasta que, ofendidos de cerca por tiros, picas y escaramuzas de caballos ligeros, retrocedíendo sin perder cara al enemigo, habíanse vuelto sobre el tercio escuadronado; donde ahora formaban, junto a los piqueros, un muro infranqueable. A cada carga, a cada escopetada, los huecos dejados por los hombres que caían eran cubiertos por los que estaban en pie, y en cada ocasión los holandeses encontraban siempre, al llegar hasta nosotros, la barrera de picas que una y otra vez los hacía retroceder.
– ¡Ahí vienen otra vez!
Diríase que el diablo vomitaba herejes, pues era la tercera que nos daban carga. Sus lanzas se acercaban de nuevo, brillando entre la densa humareda. Nuestros oficiales estaban roncos de dar voces; y al capitán Bragado, que había perdido el sombrero en la refriega y tenía la cara tiznada de pólvora, la sangre holandesa no llegaba a cuajársele en la hoja de la espada.
– ¡Calad picas!
En la parte frontera del escuadrón, a menos de un pie uno del otro y bien guarnecidos con sus petos y morriones de cobre y acero, los coseletes arrimaron las largas picas al pecho, y tras hacerlas bascular sobre la mano zurda pusiéronlas horizontales con la derecha, prestos a cruzarlas con las del enemigo. Mientras, nuestros arcabuceros de los lados ofendían muy seriamente a los contrarios. Yo me hallaba entre ellos, bien arrimado a la escuadra de mi amo, procurando no estorbar a los hombres que cargaban y disparaban: a pulso los arcabuces, apoyados con la horquilla en tierra los más pesados mosquetes. Iba y venía socorriendo a éste con provisión de pólvora, al otro de balas, o alcanzándole a aquél la frasca de agua que llevaba yo atada con una cuerda en bandolera. La escopetada levantaba un humo que ofendía vista y olfato, y me hacía llorar; y las más veces debía guiarme casi a ciegas entre los que me reclamaban.
Acababa de entregarle al capitán Alatriste un puñado de balas, que ya le escaseaban, y vi cómo ponía varias en la bolsa que llevaba colgada sobre el muslo derecho, se metía dos en la boca y echaba otra al caño del arcabuz,, la atacaba bien, y luego echaba polvorín al bacinete, soplaba la mecha enrollada en la mano izquierda, la calaba y se subía el arma a la cára para tomarle el punto al holandés más próximo. Hizo tales movimientos de modo mecánico, sin dejar de buscar al otro con la vista, y cuando salió el tiro vi que al hereje, un piquero con un morrión enorme, se le abría un boquete en el peto de hierro y caía atrás, oculto entre sus camaradas.
Ya se trababan picas con picas a nuestra derecha, y una buena hilada de coseletes herejes se desviaba también arremetiendo contra nosotros. Diego Alatriste acercó la boca al caño caliente del arcabuz, escupió dentro una bala, repitió con mucha flema los movimientos anteriores y disparó de nuevo. El rastro quemado de su propia pólvora le cubría de gris cara y mostacho, encaneciéndoselo. Sus ojos, rodeados ahora del tizne que acentuaba las arrugas, rojizos los lagrimales irritados por el humo, seguían con obstinada concentración el avance de las filas holandesas, y cuando fijaba un nuevo enemigo al que apuntar, lo miraba todo el tiempo cual si temiera perderlo; como si matarlo a él y no a otro fuese una cuestión personal. Tuve la impresión de que elegía con cuidado a sus presas.
– ¡Ahí están!… -voceó el capitán Bragado-. ¡Tened duro!… ¡Tened duro!
Para eso, para tener duro, le habían dado Dios y el rey a Bragado dos manos, una espada y un centenar de españoles. Y era tiempo de emplearlos a fondo, porque las picas holandesas se nos venían con mucha decisión encima. En el fragor de la escopetada oí jurar a Mendieta, con ese fervor que sólo somos capaces de emplear en nuestras blasfemias los vascongados, porque se le había partido la llave del arcabuz. Después un gorrión de plomo pasó a una pulgada de mi cara, zaaas, chac, y justo detrás de mí se vino abajo un soldado. A nuestra diestra el paisaje era un bosque de picas españolas y holandesas trabadas unas con otras; y como una ondulación erizada de acero, aquella línea se disponía también a golpearnos a nosotros con su extremo. Vi a Mendieta voltear el arcabuz y agarrarlo por el caño, para usarlo como maza. Todos descargaban apresurados los últimos escopetazos.