Todo el Palatinado sujetaste
al monarca español, y tu presencia
al furor del hereJe fue contraste.
En Flandes dijo tu valor tu ausencia,
en Italia tu muerte, y nos dejaste,
Spínola, dolor sin resistencia.
… había en efecto de morir enfermo y desengañado por el pago recibido a sus trabajos; salario fijo que nuestra tierra de caínes, madrastra más que madre, siempre bajuna y miserable, depara a cuantos la aman y bien sirven: el olvido, la ponzoña engendrada por la envidia, la ingratitud y la deshonra. Y para mayor y particular sarcasmo, había de morirse el pobre dón Ambrosio teniendo por consuelo a un enemigo, Julio Mazarino, italiano como él de nacimiento, futuro cardenal y ministro de Francia, único que lo confortó a un paso de su lecho de muerte, y a quien nuestro pobre general confesaría, con senil delirio: «Muero sin honor ni reputación… Me lo quitaron todo, el dinero y el honor… Yo era un hombre de bien… No es éste el pago que merecen cuarenta años de servicios».
Fue a pocos días de serenado el motín cuando me sobrevino una singular pendencia. Ocurrió el mismo día del reparto de pagas, cuando diose una jornada de licencia a nuestro tercio antes que éste volviera al canal Ooster. Todo Oudkerk era una fiesta española, y hasta los hoscos flamencos a quienes habíamos acuchillado meses antes despejaban ahora el ceño ante la lluvia de oro que se derramó sobre la población. La presencia de soldados con la faltriquera repleta hizo aparecer, como por ensalmo, vituallas que antes se había tragado la tierra; la cerveza y el vino -este último más apreciado por nuestras tropas, que llamaban a la otra, como también lo hizo el gran Lope, orín de asno- corrían por azumbres, y hasta el sol tibio ayudó a calentar la fiesta iluminando bailes en las calles, música y juegos. Las casas con muestras de cisne o de calabazas en las fachadas, y me refiero a mancebías y tabernas -en España usábamos ramos de laurel o de pino-, hicieron su agosto. Las mujeres rubias y de piel blanca recobraron la sonrisa hospitalaria, y no pocos maridos, padres y hermanos miraron aquel día, de más o menos buen grado, hacia otra parte mientras la legítima te almidonaba el faldón de la camisa; pues no hay peña por dura que sea que no ablande el oportuno tintineo del oro, campeador de voluntades y zurcidor de honras. Amén que las flamencas, liberales en su trato y conversación, eran muy diferentes al carácter mojigato de las españolas: se dejaban fácilmente asir de las manos y besar en el rostro, y no era muy cuesta arriba hacer amistad con las que profesaban fe católica, hasta el punto de que no pocas acompañaron a nuestros soldados a su regreso a Italia o España; aunque sin llegar a los extremos de Flora, la heroína de El sitio de Bredá, a la que Pedro Calderón de la Barca, sin duda exagerando un poco, dotó de unas virtudes, sentido castellano del honor y amor a los españoles que yo, a la verdad -y juraría que tampoco el mismo Calderón-, nunca topéme en flamenca alguna.
En fin. Contaba a vuestras mercedes que allí, en Oudkerk, también el cortejo habitual de las tropas en campaña, esposas de soldados, rameras, cantineros, tahúres y gente de toda laya, había montado sus tenderetes extramuros; y los soldados iban y venían entre su mercadillo y la población, remediados algunos harapos con prendas nuevas, plumas en los sombreros y otras bizarrerías al uso -lo que gana el sacristán, de cantar viene y en cantos se va-, quebrantando muy por lo menudo los diez mandamientos, sin dejar indemnes tampoco virtudes teologales ni cardinales. Aquello era, dicho en corto, lo que los flamencos llaman kermesse, y los españoles jolgorio. A decir de los veteranos, parecía Italia.
Mi alegre mocedad participó de todo ello muy a su guisa. Junto a mi camarada Jaime Correas anduve ese día de la ceca a la Meca, y aunque no era aficionado al vino, bebí de lo caro como todo el mundo, entre otras cosas porque beber y jugar eran cosas muy a lo soldado, y no faltaban conocidos que el vino lo ofrecieran gratis. En cuanto al juego, nada jugué, pues los mochileros no cobrábamos atrasos ni presentes, y nada tenía que jugar; pero estuve mirando los corros de soldados que se reunían alrededor de los tambores donde se echaban los dados o las barajas. Que, si hasta el último miles gloriosus de los nuestros era descreído de todos los diez mandamientos y apenas sabía leer ni escribir, si las letras se hicieran con ases de oros, todos habrían leído el libro del rezo tan de corrido como leían el de cuarenta y ocho naipes.
Rodaban los huesos, fustas y brochas sobre el parche y barajábase con destreza la desencuadernada como si aquello fuese Potro de Córdoba o patio de los Naranjos sevillano: todo era echar dineros y naipes al rentoy, las quínolas, la malilla y las pintas, y el real del campamento era un inmenso garito de vengos y vois con más tacos que artilleros, eche vuacé, malhaya la puta de oros, votos a Dios y a su santísima madre; que en estos lances siempre hablan más alto los que en batalla lucen más miedo que hierro, pero aMontonan, eso sí, muy linda valentía en la retaguardia, y clavan mejor una sota de espadas que la propia. Hubo quien jugóse aquel día los seis meses de paga por los que se había amotinado, perdiéndolos en golpes de azar mortales como cuchilladas. Que no siempre eran metafóricas, pues de vez en cuando se descornaba alguna flor de fullería, sota raspada, caballo sin jarretes o dado cargado con azogue; y entonces llovían los por vida de tal y por vida de cual, los mentís por la gola y los etcéteras, con descendimientos de manos, rasguños de dagas, sopetones de la blanca y sangrías de a palmo que nada tenían que ver con el barbero ni con el arte de Hipócrates:
¿Qué chusma es ésta? ¿Es gente de provecho?
Soldados y españoles: plumas, galas,
palabras, remoquetes, bernardinas,
arrogancias., bravatas y obras malas.
Ya dije en algún momento a vu estras mercedes que por tales fechas mi virtud, como otras cosas, llevósela Flandes. Y sobre ese particular terminé acudiendo aquel día con Jaime Correas a cierto carromato donde, al cobijo de una lona y unas tablas, cierto padre de mancebía, oficio piadoso donde los haya, aliviaba con tres o cuatro feligresas los varoniles pesares:
Hay seis o siete maneras
de mujeres pecadoras
que andan, Otón, a estas horas
por estas verdes riberas.
De una de tales maneras era cierta moza muy jarifa, linda de visaje, con razonable juventud y buen talle; y en ella habíamos invertido mi camarada y yo buena parte del botín obtenido cuando el saqueo de Oudkerk. Estábamos ayunos de sonante aquel día; pero la moza, una medio española y medio italiana que se hacía llamar Clara de Mendoza -nunca conocí a una daifa que no blasonara de Mendoza o de Guzmán aunque trajese estirpe de porqueros-, nos miraba con buenos ojos por alguna razón que se me escapa, de no ser la insolencia de nuestra juventud y la creencia, tal vez, de que quien hace un cliente mozo y agradecido guárdalo para toda la vida. Fuímonos a garbear por su rumbo, como digo, más a mirar que facultados de bolsa para el consumo; y la tal Mendoza, pese a que andaba ocupada en lances propios de su Oficio, tuvo asaduras para dedicarnos una palabra cariñosa y una sonrisa deslumbrante, aunque de boca no andara muy pareja la moza. Tomóselo a mal cierto soldado matasiete que en su trato andaba, valenciano, zaíno de bigotes y atraidorado de barba, muy poco paciente y muy jayán. Y a su váyanse enhoramala unió el hecho a la palabra, con una coz para mi camarada y una bofetada para mí, con lo que entrambos quedamos servidos a escote. Dolióme el mojicón más en la honra que en la cara; y mi juventud, que la vida casi militar había vuelto poco sufrida en materia de sinrazones, incluida la razón de aquella sinrazón que a mi razón se hacía, respondió cumplidamente: la mano diestra se me fue por su cuenta a la cintura en la que cargaba, atravesada por atrás de los riñones, mi buena daga de Toledo.